viernes, 26 de julio de 2019

Los doce Césares.- Cayo Suetonio (70-126)


Resultado de imagen de cayo suetonio 
11.-Tito Flavio

«VII.-Además de cruel, se le acusaba de intemperante porque alargaba hasta medianoche sus desórdenes de mesa con sus familiares más viciosos. Se temía, incluso, su afición a los deleites en vista de la muchedumbre de eunucos y de disolutos que le rodeaba y de su célebre pasión por la reina Berenice, a la que se decía que había prometido hacer su esposa. Acusábanle, en fin, de rapacidad, porque se sabía que en las causas llevadas ante el tribunal de su padre vendió más de una vez la justicia. En una palabra, se pensaba y se decía por todas partes que sería otro Nerón. Pero esta fama se volvió al fin en su favor, siendo ocasión de grandes elogios, cuando se le vio renunciar a todos sus vicios y abrazar todas las virtudes. Hizo entonces famosas sus comidas, más por el recreo que por la profusión; eligió por amigos hombres de quienes se rodearon después los príncipes sucesores suyos y fueron empleados por aquéllos como los mejores sostenes de su poder y del Estado; despidió de Roma en el acto a Berenice, con gran pesar de los dos, y dejó de tratar tan liberalmente como lo había hecho y hasta de ver en público a  aquellos de su comitiva que no se distinguían más que por sus habilidades frívolas, a pesar de haberlos entre ellos a quienes quería profundamente y que danzaban con una perfección que fue aprovechada al punto por el teatro. No hizo daño a nadie; respetó siempre los bienes ajenos y ni siquiera quiso recibir los regalos de costumbre. Sin embargo, no cedió en magnificencia a ninguno de sus predecesores; así, después de la dedicación del Anfiteatro y de la rápida construcción de los baños próximos a este edificio, dio un espectáculo de los más prolongados y más hermosos, en el cual hizo representar, entre otras cosas, una batalla naval en la antigua naumaquia; dio también un combate de gladiadores y presentó en un solo día cinco mil fieras de toda especie.
 VIII.-Inclinado, naturalmente, a la benevolencia, fue el primero que prescindió de la costumbre, seguida desde Tiberio por todos los césares, de considerar nulas las gracias y concesiones otorgadas antes de ellos, si ellos mismos no las ratificaban expresamente; en un solo edicto declaró, en efecto, que eran todas válidas y no permitió que se solicitase aprobación para ninguna. En cuanto a las demás peticiones que podían hacerle, tuvo por norma no despedir a nadie sin esperanzas. Hacíanle observar sus amigos que prometía más de lo que podía cumplir, y contestaba, que nadie debía salir descontento de la audiencia de un príncipe. Recordando en una ocasión, mientras estaba cenando, que no había hecho ningún favor durante el día, pronunció estas palabras tan memorables y con tanta justicia celebradas: Amigos míos, he perdido el día. En todas ocasiones mostró gran deferencia por el pueblo; así, habiendo anunciado un combate de gladiadores, declaró que todo se haría según la voluntad del público y no de la suya; llegada la hora, lejos de negar lo que pedían los espectadores, él mismo los exhortó a que pidiesen lo que quisieran. No ocultó su preferencia por los gladiadores tracios y con frecuencia bromeó con el pueblo excitándolos con la voz y el ademán, pero sin comprometer nunca su dignidad ni excederse de lo justo. Para hacerse aún más popular, permitió muchas veces al público la entrada en las termas donde se bañaba. Tristes e imprevistos acontecimientos perturbaron su reinado: la erupción del Vesubio en la Campania; un incendio en Roma, que duró tres días y tres noches, y una peste, en fin, cuyos estragos fueron espantosos. En estas calamidades demostró la vigilancia de un príncipe y el afecto de un padre, consolando a los pueblos con sus edictos y socorriéndolos con sus dádivas. Varones consulares, designados por suerte, quedaron encargados de reparar los desastres de la Campania; se emplearon en la reconstrucción de los pueblos destruidos los bienes de los que habían perecido en la erupción del Vesubio sin dejar herederos. Después del incendio de Roma, Tito hizo saber que tomaba a su cargo todas las pérdidas y en consecuencia de ello dedicó las riquezas de sus palacios a reconstruir y adornar los templos; con objeto de dar más impulso  a los trabajos, hizo que gran número de caballeros romanos vigilasen la ejecución. Prodigó  a los apestados toda suerte de socorros divinos y humanos, recurriendo, a fin de curar a los enfermos y aplacar a los dioses, a toda suerte de remedios y sacrificios. Entre las calamidades de aquella época, contábanse los delatores y sobornadores de testigos, restos de la antigua tiranía. Tito los hizo azotar con varas y palos en pleno Foro y en los últimos tiempos de su reinado hizo que los bajasen a la arena del Anfiteatro, donde unos fueron vendidos en subasta, como los esclavos, y otros condenados a la deportación a las islas más insalubres. Con objeto de refrenar para siempre la audacia de aquellas gentes estableció, entre otras reglas, que nunca podría perseguirse el mismo delito en virtud de diferentes leyes, ni turbar la memoria de los muertos pasado cierto número de años.
 IX.-Aceptó el pontificado máximo con el único objeto, según dijo, de conservar puras sus manos, y así lo cumplió, porque a partir de entonces no fue ya autor ni cómplice de la muerte de nadie; no le faltaban, en verdad, motivos de venganza, pero decía que prefería morir él mismo a hacer perecer a nadie. A dos patricios convictos de aspirar al Imperio, limitóse con aconsejarles que renunciasen a sus pretensiones, añadiendo que el trono lo daba el destino, y les prometió concederles, por otra parte, lo que anhelaban. Envió incluso correos a la madre de uno de ellos, que vivía lejos de Roma, para tranquilizarla acerca de la suerte de su hijo y comunicarle que vivía. No sólo invitó a los dos conjurados a cenar con él, sino que al día siguiente, en un espectáculo de gladiadores, los hizo colocar expresamente a su lado, y cuando le presentaron las armas de los combatientes, se las pasó, tranquilamente, para que las examinasen. Se añade que habiendo hecho estudiar su horóscopo, les advirtió que los amenazaba a los dos un peligro cierto, aunque lejos aún, y que no vendría de él, lo que confirmaron los acontecimientos. En cuanto a su hermano, que no cejaba en prepararle asechanzas, que minaba casi abiertamente la fidelidad de los ejércitos y que quiso, en fin, huir, no pudo decidirse ni  a hacerle perecer, ni a separarse de él, ni siquiera a tratarle con menos consideración que antes. Continuó proclamándole su colega y sucesor en el Imperio, como en el primer día de su reinado; y algunas veces incluso le rogó en secreto, con lágrimas en los ojos, que viviese en fin con él como un hermano.»
 
     [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Sarpe, 1985, en traducción de Jaime Arnal. ISBN: 84-7291-770-3.]

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Realiza tu comentario: