sábado, 30 de noviembre de 2019

Economía y sociedad.- Max Weber (1864-1920)

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Primera parte: Teoría de las categorías sociológicas
II.-Las categorías sociológicas fundamentales de la vida económica

«26.- Las comunidades y sociedades comunistas, o sea, con servicios ajenos al cálculo, no están fundadas en el logro del óptimo de provisión, sino en una solidaridad inmediatamente sentida. Históricamente -hasta la actualidad- han aparecido sobre la base de actitudes de trabajo extraeconómicamente orientadas, particularmente:
 1.-como comunismo doméstico de la familia -sobre base tradicional y afectiva;
 2.-como comunismo de camaradas -del ejército;
 3.-como comunismo de amor de la comunidad (religiosa) -en estos dos casos (2 y 3), sobre bases originariamente de carácter afectivo (carismático). Empero, siempre:
 a) en contraste con el mundo circundante, entregado a una economía tradicional o racional con arreglo a fines, y por consiguiente con división del trabajo y cálculo -y en este caso, bien trabajando para sí, ya siendo sostenidos mecenísticamente (o ambas cosas a la vez)-, o
 b) como asociación consuntiva de privilegiados, con dominio sobre las demás haciendas y mantenidas por ellos de un modo mecenístico o litúrgico, o
 c) como hacienda de consumidores, separada de la explotación lucrativa y recibiendo de ella sus ingresos, es decir, asociada con ella.
 El caso a es típico de las economías comunistas religiosas o ideológicas (comunidades religiosas (bien laboriosas o retiradas del mundo; comunidades de secta; socialismo icárico).
 El caso b es típico de las comunidades total o parcialmente militares (casas de varones, Syssitas espartanos, comunidades de bandidos ligurios, organización del califa Ornar, comunismo de consumo y en parte de requisición de los ejércitos en campaña, tal como se han dado en todo tiempo) y, además, de las comunidades religiosas autoritarias (el estado jesuita del Paraguay, las comunidades monacales de la India y de otras partes con prebendas de mendicidad).
 El caso c es típico de todas las economías familiares en la economía de cambio.
 Dentro de estas comunidades tanto la disposición al trabajo como el consumo ajeno al cálculo son consecuencia de una actitud de conciencia extraeconómicamente orientada; y en los casos 2 y 3 se funda en parte considerable en el pathos del contraste y lucha contra los órdenes del "mundo". Todos los intentos comunistas modernos, en la medida en que se esfuerzan por una organización comunista de masas, no pueden menos de emplear argumentaciones, frente a sus partidarios juveniles, que son de carácter racional con arreglo a valores, y asimismo de hacer uso en su propaganda de argumentos de carácter racional con arreglo a fines; o sea, en ambos casos, consideraciones específicamente racionales y -en contraste con las comunidades religiosas y militares orientadas en lo excepcional y extraordinario- brotadas de la vida cotidiana. En circunstancias de normalidad cotidiana sus probabilidades son también esencialmente distintas de las que poseen aquellas otras comunidades con una orientación extracotidiana u originariamente extraeconómica.
 27.- Es típico de los bienes de capital que en su germen se nos ofrezcan primeramente como mercaderías objeto de cambio interlocal o intertribal, siempre que se dé el supuesto (ver § 29) de que estén entre sí separados el "comercio" y la producción consuntiva de bienes. Pues el comercio propio de las economías domésticas cerradas (venta de excedentes) no puede hacer uso de un cálculo de capital separado. Los productos de las industrias familiares, del clan o de la tribu, objeto de relaciones de cambio de carácter interétnico, son mercaderías; y los medios de producción, en la medida en que continúan siendo productos propios, aparecen como instrumentos y materias primas, pero no, en cambio, como bienes de capital. Lo mismo vale respecto de los productos para la venta y medios de producción de los campesinos y señores territoriales, siempre que su gestión económica no esté basada (aunque sea en forma muy sencilla) en el cálculo de capital (del que ya en Catón, por ejemplo, encontramos precedentes). Es cosa evidente por sí que todos los movimientos de bienes dentro del círculo de la gran propiedad señorial o del oikos, y también el cambio de productos ocasional o de carácter puramente interno, representan lo contrario de una economía con cálculo de capital. Igualmente el comercio del oikos (por ejemplo, del Faraón), incluso cuando no es sólo para cubrir sus propias necesidades, es decir, cambio meramente en servicio del estado, sino que en parte sirve fines lucrativos, no es capitalista en el sentido de esta terminología, en tanto que no se orienta por el cálculo de capital, particularmente por la estimación previa de las probabilidades de ganancia en dinero. Este fue el caso de los comerciantes profesionales viajantes, lo mismo cuando las mercancías eran de su propiedad, que recibidas en commenda o aportadas por una sociedad. Aquí, en la forma de la empresa ocasional, está el origen del cálculo de capital y de la calidad de bienes de capital. Los hombres (esclavos y siervos) utilizados como fuente de renta por señores territoriales y corporales, y las instalaciones de toda clase empleadas en ese caso son, evidentemente, objetos patrimoniales soporte de rentas, pero no bienes de capital; con calidad exactamente igual, pues, a la que hoy poseen los valores productores de rentas o dividendos (para el particular orientado por la probabilidad de renta -y en todo caso por una especulación ocasional- en contraste con la inversión temporal que puede hacerse en ellos de capital lucrativo). Las mercaderías que los señores territoriales y corporales recibían de sus vasallos en virtud de su poder señorial como prestaciones obligatorias, y que llevaban al mercado, son para nuestra terminología mercaderías, pero no bienes de capital, ya que faltaba en teoría (no sólo de hecho) el cálculo racional de capital (costos). Por el contrario, en el caso de una explotación que utiliza esclavos como medíos lucrativos (con mercado de esclavos y trata de esclavos típica), éstos sí son bienes de capital. En el caso de explotaciones señoriales con siervos (hereditarios) que no pueden ser comprados y vendidos libremente, no puede hablarse de explotaciones capitalistas, sino de explotaciones lucrativas con trabajo vinculado (lo decisivo es la vinculación, también, del señor al trabajador), lo mismo si se trata de explotaciones agrícolas que de industrias a domicilio con trabajo servil.
 Dentro del dominio de la industria, el artesano que trabaja por precio representa la pequeña explotación capitalista, la industria doméstica, la explotación capitalista descentralizada y toda explotación de taller, siempre que sea capitalista, representa la explotación centralizada. En cambio, son simples formas de trabajo todas las especies de Stor,* de artesanos que trabajan por salario y de industrias a domicilio; las dos primeras en interés de la hacienda del patrono, la última en interés de los fines lucrativos del patrono.
 Lo decisivo no es el hecho real, sino la posibilidad teórica del cálculo material de capital.»

     [El texto pertenece a la edición en español de Fondo de Cultura Económica, 2002, en traducción de José Medina Echavarría, Juan Roura Farella, Eugenio Ímaz, Eduardo García Máynez y José Ferrater Mora. ISBN: 84-375-0374-4.]

viernes, 29 de noviembre de 2019

La vida de los insectos.- Viktor Pelevin (1962)

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I.-El bosque ruso

«Arthur alzó el vuelo e, intentando zumbar lo más quedo posible, se acercó a Sam. Éste todavía no había hecho ningún agujero y se encontraba sentado en unos montículos de la piel, entre los cuales se elevaban varios pelos que hacían pensar en abedules jóvenes.
 Sam se levantó, se apoyó sobre uno de los abedules y, pensativo, fijó la mirada en los cerros lejanos de los pezones cubiertos de espesos matorrales rojizos.
 -¿Saben? -dijo Sam cuando Arthur aterrizó a su lado-. Yo viajo mucho y siempre me sorprende lo irrepetible y único de cada paisaje. Hace no mucho estuve en México. Por supuesto, no se puede comparar. Aquella es una naturaleza rica, generosa, incluso demasiado generosa. A veces sucede que, para poder beber, hay que adentrarse mucho en los matojos pectorales hasta encontrar el lugar apropiado. No te puedes descuidar ni un instante, porque desde la cima de un pelo puede lanzarse contra ti un piojo salvaje y entonces...
 -¡Cómo! ¿Puede abalanzársete un piojo? -preguntó incrédulo Arthur.
 -Verán, los piojos mexicanos son muy perezosos y por supuesto les resulta más fácil chupar la sangre del delicado estómago de un mosquito que procurarse el alimento a base de trabajo honrado. Sin embargo, son muy torpes y, cuando un piojo se te echa encima, suele darte tiempo de levantar el vuelo. Pero luego, en el aire, te puede atacar una pulga. En pocas palabras, es un mundo difícil, cruel y, al mismo tiempo, apasionante. Aunque a mí, debo reconocerlo, me gusta más Japón. Inmensos espacios amarillos, casi privados de vegetación, pero que no tienen aspecto de desierto. Cuando los ves desde lo alto te parece que has caído en la antigüedad profunda. Bueno, créanme que es algo digno de verse. No hay nada más hermoso que las nalgas japonesas cuando los primeros rayos del sol las iluminan con su luz dorada y sopla un viento suave... ¡Dios mío, qué hermosa puede ser la vida!
 -¿Y le gusta lo de aquí?
 -Cada paisaje tiene su encanto -respondió Sam de manera evasiva-. Yo compararía estos parajes (señaló con la cabeza la oreja que sobresalía del cuello) con Canadá, con la región de los Grandes Lagos. Sólo que aquí todo está más cerca de la naturaleza indómita, todos los olores son naturales... (Tocó con la pata la base de un pelo.) Casi hemos olvidado el olor de nuestra húmeda madre-piel...
 Por el tono con que Sam pronunció estas últimas palabras, Arthur entendió que estaba haciendo gala de conocer los giros idiomáticos del ruso.
 -En una palabra -añadió Sam-, la diferencia es más o menos la misma que entre Japón y China.
 -¿Ha estado usted en China? -preguntó Arthur.
 -He tenido ocasión.
 -¿Y en África?
 -Varias veces.
 -¿Y qué tal?
 -No puedo decir que me haya gustado particularmente. Uno tiene la sensación de haber caído en otro planeta. Todo es negro, sombrío. Y además... Entiéndanme bien, no es que sea racista, pero los mosquitos locales...
 Arthur no encontró más preguntas que hacer; entonces Sam le sonrió, amable, y se puso manos a la obra. Todo era insólito. Separó las protuberancias laterales y su aguda trompa comenzó a girar a una velocidad increíble y se hundió en el suelo junto a la base del abedul más cercano como se hunde un cuchillo en un trozo de embutido.
 Arthur también estaba listo para saciar su apetito, pero tras imaginar su burda y gruesa nariz entrando con un crujido en la piel rígida, se sintió avergonzado y decidió esperar. Sam se las había ingeniado para encontrar el capilar desde el primer intento y su barriguita iba perdiendo poco a poco el tono marrón y se teñía de rojo.
 La superficie bajo los pies tembló y hasta ellos llegó el suave mugido de una exhalación. Arthur estaba convencido de que el cuerpo hacía eso por razones propias e internas, que nada tenían que ver con lo que estaba sucediendo, pero de todas formas se sintió ligeramente incómodo.
 -Sam -dijo-, quítese. Esto no es Japón.
 Sam no prestó ninguna atención a esas palabras. Arthur lo miró y se estremeció. El sedoso pico de Sam, hasta hacía sólo un momento tan sensato e inteligente, se desfiguró de forma muy extraña, y sus ojos prominentes y peludos, rodeados de una delgada línea negra que hacía pensar en un par de lentes, perdieron toda expresión, como si hubieran dejado de ser el espejo del alma para convertirse en dos faros apagados. Arthur se acercó y lo empujó ligeramente.
 -Eh -le dijo con insistencia-, ya es hora.
 Sam no reaccionó. Entonces Arthur lo empujó con más fuerza, pero aquél parecía estar hundido en la tierra. Su panza continuaba inflándose. De pronto el cuerpo que estaba bajo sus pies se giró y dejó escapar un rugido ronco. Presa del pánico, Arthur pegó un salto y gritó con todas sus fuerzas:
 -¡Arnold! ¡Aquí!
 Pero Arnold, alertado por el ajetreo y los gritos, ya se acercaba volando.
 -¿Por qué zumbas tan alto? ¿Qué pasa?
 -Algo le sucede a Sam -respondió Arthur-. Creo que se ha paralizado. No logro moverlo.
 -Llevémoslo en alas. Así, muy bien. Cuidado, le estás pisando una pata. Sam, ¿puede volar?
 Sam asintió débilmente con la cabeza. La piel sobre la que estaban parados se estremeció y comenzó  a escurrirse hacia la derecha.»

   [El texto pertenece a la edición en español de Círculo de Lectores, 2001, en traducción de Selma Ancira. ISBN: 84-226-8915-4.]

jueves, 28 de noviembre de 2019

Plexus.- Henry Miller (1891-1980)

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IV

«"Siento en mí una fuerza tan luminosa", dice Louis Lambert, "que podría iluminar un mundo y, sin embargo, estoy encerrado en una especie de mineral". Esta afirmación, que Balzac pone en boca de su doble, expresa la angustia secreta de que entonces era yo víctima. A un mismo tiempo, llevaba dos vidas totalmente divergentes. Una podría calificarse de "torbellino alegre"; la otra, de vida contemplativa. En el papel de ser activo todo el mundo me tomaba por lo que era, o lo que parecía ser; en el otro papel nadie me reconocía, yo menos que nadie. Fueran cuales fuesen la celeridad y confusión con que se sucedieran los acontecimientos, había intervalos en que me perdía la contemplación. Al parecer, sólo necesitaba unos momentos de cerrarme al mundo para reponerme. Pero necesitaba períodos mucho más largos -de estar sólo conmigo mismo- para escribir. Como he señalado con frecuencia, la actividad de la escritura no cesaba nunca. Pero de ese proceso interior al proceso de traducción siempre media -y mediaba entonces claramente- un gran paso. Hoy me resulta difícil a menudo recordar cuándo o dónde hice tal o cual afirmación, recordar si la hice efectivamente en algún lugar o si tenía intención de hacerla en tal o cual momento. Existe una clase ordinaria de olvido y una clase especial; esta última se debe, con la mayor probabilidad, al vicio de vivir en dos mundos a la vez. Una de las consecuencias de esa tendencia es que vives todo innumerables veces. Y, lo que es peor, lo que quiera que consigas transmitir al papel parece una simple fracción infinitesimal de lo que ya has escrito en la cabeza. Esa deliciosa experiencia con la que todo el mundo está familiarizado, y que se da de forma obsesiva e impresionante en los sueños -me refiero a la de caer en un hábito familiar: encontrar a la misma persona una y otra vez, pasear por la misma calle, afrontar la misma, idéntica, situación-, esa experiencia me ocurre con frecuencia en estado de vela. ¡Cuán a menudo me devano los sesos pensando dónde fue, dónde utilicé determinada idea, determinada situación, determinado personaje! Me pregunto desesperado si aparecía en algún manuscrito destruido irreflexivamente. Y después, cuando me he olvidado por completo de eso, me doy cuenta de repente de que es uno de los perpetuos temas que llevo dentro, que ya he escrito centenares de veces, sin haberlo consignado nunca en el papel. Tomo una nota para escribirlo a la primera oportunidad, para acabar con él, para enterrarlo de una vez por todas partes. Tomo la nota... y la olvido al instante... Es como si hubiera dos melodías sonando simultáneamente: una para la explotación privada y otra para el oído público. Todo el esfuerzo va destinado a comprimir en la grabación pública un poco de la esencia de la perpetua melodía interior.
 Ese torbellino interior era el que mis amigos advertían en mi comportamiento. Y su ausencia, en mis escritos, era lo que deploraban. Casi sentía pena de ellos. Pero había una vena en mí, una vena perversa, que me impedía ofrecer el yo esencial. Esa "perversidad" siempre se expresaba así: "Revela tu yo auténtico y ellos te mutilarán". Por "ellos" no me refería a mis amigos, sino al mundo.
 Alguna vez, muy de cuando en cuando, me tropezaba con un ser al que tenía la sensación de poder entregarme completamente. Por desgracia, esos seres sólo existían en los libros. Estaban peor que muertos para mí: nunca habían existido salvo en la imaginación. ¡Ah, qué diálogos mantenía con espíritus afines y espectrales! Coloquios de exploración del alma, de los que ni una línea se ha consignado nunca. En verdad, aquellas "excriminaciones" (ésa fue la palabra que acuñé para nombrarlas) se resistían a ser consignadas. Se realizaban en un lenguaje inexistente, un lenguaje tan sencillo, tan transparente, que las palabras eran inútiles. No es que fuese un lenguaje silencioso, como el que con frecuencia se usa en la comunicación con "seres superiores". Era un lenguaje de clamor y tumulto: el clamor y el tumulto del corazón. Pero silencioso. Si era a Dostoyevsky a quien evocaba, se trataba del "Dostoievsky completo", es decir, el hombre que escribió novelas, diarios y cartas que conocemos, más el hombre que también conocemos por lo que dejó sin decir, sin escribir. Eran el tipo y el arquetipo, por decirlo así, quienes hablaban. Siempre pleno, resonante, verídico; siempre el tipo de música intachable que le atribuimos, consignada o no consignada. Un lenguaje que sólo podía proceder de Dostoyevsky.
 Después de aquellas comuniones indescriptiblemente tumultuosas, con frecuencia me sentaba ante la máquina pensando en que el momento había llegado por fin. "¡Ahora puedo decirlo!", me decía a mí mismo. Y me quedaba allí, sentado, mudo, inmóvil, flotando a la deriva con el flujo estelar. Podía quedarme sentado así durante horas, completamente arrobado, completamente ajeno a lo que me rodeaba. Y entonces, arrancado al trance por un sonido o una intrusión inesperadas, me despertaba sobresaltado, miraba la hoja en blanco, y lenta y penosamente escribía un párrafo o tal vez sólo una frase. Entonces me quedaba mirando esas palabras como si las hubiera escrito una mano desconocida. Generalmente, llegaba alguien para romper el hechizo. Si era Mona, naturalmente irrumpía entusiasta (al verme allí sentado junto a la máquina) y me pedía que le dejara ver lo que había escrito. A veces, todavía medio drogado, me quedaba allí sentado como un autómata, mientras ella miraba la oración, o la breve frase. A sus perplejas preguntas respondía con voz hueca y vacía, como si estuviera lejos, hablando por un micrófono. Otras veces, saltaba como el muñeco de una caja de sorpresas, le contaba una mentira colosal (que había ocultado "las otras páginas", por ejemplo) y me ponía a desvariar como un lunático. ¡Entonces sí que podía soltar una parrafada! Era como si estuviese leyendo de un libro. Todo para convencerla a ella -¡e incluso a mí!- de que había estado absorto en el trabajo, en el pensamiento, en la creación. Ella, consternada, se deshacía en excusas por haberme interrumpido cuando no debía.»

    [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Alfaguara, 1980, en traducción de Carlos Manzano. ISBN: 84-204-2404-8.]

miércoles, 27 de noviembre de 2019

Manual de traducción.- Peter Newmark (1916-2011)

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Parte I: Principios
Capítulo I: Introducción

«La traducción tiene su propia emoción, su propio interés. Y siempre será posible una traducción satisfactoria, aunque un buen traductor no está nunca contento con su versión. Por lo general, siempre se puede mejorar. No existe una traducción perfecta, ideal o "correcta". Un traductor siempre está ampliando sus conocimientos y mejorando su manera de expresarse; está siempre persiguiendo hechos y palabras. Y trabaja en cuatro niveles diferentes: la traducción es, antes que nada, una ciencia que implica el conocimiento y verificación de los hechos y del lenguaje que los describe (aquí se puede identificar lo incorrecto, los errores contra la verdad); es, en segundo lugar, una técnica que requiere un lenguaje apropiado y aceptable; luego, es un arte que distingue entre lo que está bien escrito y lo mediocre (éste sería el nivel creativo, intuitivo, a veces el de la inspiración); y finalmente es cuestión de gustos, donde no tienen nada que hacer los argumentos, donde se expresan las preferencias, donde las diferencias individuales se reflejan en la variedad de traducciones meritorias.
 Aunque admito que sólo hay unos cuantos traductores buenos que sean "naturales" -lo mismo se podría decir de los actores-, me atrevo a sugerir que, como la demanda real de traductores es tan grande y el tema está todavía tan encubierto con argumentos inútiles acerca de su viabilidad, un curso basado en una amplia gama de textos y ejemplos sería de gran provecho para estudiantes de traducción y aspirantes a traductores. Este libro, que pretende ser útil -no esencial-, lo que intenta es establecer un marco de referencia para una actividad que sirve de medio de comunicación, de transmisor de cultura, de técnica -si se usa con discreción hay muchas otras- de aprendizaje de idiomas y de fuente de goce personal.
 Como medio de comunicación, la traducción se usa en carteles y letreros multilingües, que por fin aparecen de forma más clara en sitios públicos; en instrucciones que emiten las empresas de exportación; en anuncios que con demasiada frecuencia y por una cuestión de orgullo nacional están hechos por nativos en una lengua que no es la suya; se usa, además, en documentos oficiales, tales como tratados y contratos; en informes, trabajos de investigación, artículos, correspondencia, manuales que transmiten información, consejos y recomendaciones para cada rama del saber. El volumen de estas traducciones ha aumentado con el auge de los medios de comunicación, el incremento del número de países independientes y el reconocimiento cada vez mayor de la importancia de las minorías lingüísticas en todos los países del mundo. Su importancia ha sido puesta de relieve por la mala traducción del telegrama japonés que se envió a Washington justo antes de lanzarse la primera bomba atómica en Hiroshima (la traducción que se escribió allí de la palabra mokasutu fue ignore, "hacer caso omiso", cuando lo que quería decir era que la respuesta "se reconsideraría") y por la ambigüedad de la resolución 242 de la ONU, donde the withdrawal from occupied territories da en francés le retrait des territoires occupés ("retirada de los territorios ocupados") y les permite así a los árabes interpretar que no basta con una retirada parcial, sino de todos los territorios ocupados en el 1967 (ni que decir tiene que los judíos por el texto inglés interpretan que basta con una retirada parcial).
 Desde que países e idiomas entraron en contacto, la traducción ha sido el instrumento transmisor de la cultura, en ocasiones bajo condiciones desiguales causantes a su vez de traducciones  distorsionadas y parciales. Los romanos, por ejemplo, "saquearon" la cultura griega, la Escuela de Traductores de Toledo pasó a Europa el saber árabe y griego, y hasta el siglo XIX la cultura europea se estuvo inspirando en las traducciones latinas y griegas. En el siglo XIX, la cultura alemana asimilaba a Shakespeare. Y en el siglo XX hemos asistido a la aparición de una literatura universal centrífuga, que comprende la obra de un pequeño número de escritores "internacionales" (Greene, Bellow, Solzhenitsin, Böll, Grass, Moravia, Murdoch, Lessing y algo antes, Mann, Brecht, Kafka, Galdós, Mauriac, Valéry, etc.) y que ha sido traducida a la mayoría de las lenguas nacionales y a muchas regionales. Es de lamentar que no exista otro movimiento cultural centrípeto de autores "regionales" o periféricos.
 Pero la traducción no es sólo un mero transmisor de cultura, sino también un transmisor de la verdad, una fuerza de progreso. Para comprobarlo basta con ver, por un lado, la resistencia con que ha contado la traducción de la Biblia a lo largo de la historia y, por otro, la conservación del latín como una lengua superior, sólo de unos cuantos elegidos, lo que ha obstaculizado el traducir entre otras lenguas.
 Como técnica de aprendizaje de idiomas extranjeros, la traducción es un instrumento de doble vertiente que tiene el objetivo especial de demostrar los conocimientos del idioma extranjero del estudiante, bien como una forma de control, bien para ejercitar su inteligencia a fin de desarrollar su competencia. Este es su punto fuerte en las clases de idiomas, punto que debe claramente distinguirse del que se le suele dar como transmisora de significados y mensajes. La traducción en la enseñanza media, que como disciplina se da desgraciadamente por sabida y de la que apenas se habla, fomenta a menudo versiones absurdas y afectadas, particularmente de pasajes coloquiales, nombres propios y términos institucionales (los diccionarios contribuyen también negativamente con traducciones tan equivocadas como las inglesas de Giacopo por James y Staatsrat por Privy Councillor).»

     [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Cátedra, 1992, en traducción de Virgilio Moya. ISBN: 84-376-1062-1.]

martes, 26 de noviembre de 2019

El Crack-Up (La grieta).- Francis Scott Fitzgerald (1896-1940)

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El Crack-Up
I

«Febrero de 1936.
 Claro, toda vida es un proceso de demolición, pero los golpes que llevan a cabo la parte dramática de la tarea -los grandes golpes repentinos que vienen, o parecen venir, de fuera-, los que uno recuerda y le hacen culpar a las cosas, y de los que, en momentos de debilidad, habla a los amigos, no hacen patentes sus efectos de inmediato. Hay otro tipo de golpes que vienen de dentro, que uno no nota hasta que es demasiado tarde para hacer algo con respecto a ellos, hasta que se da cuenta de modo definitivo de que en cierto sentido ya no volverá a ser un hombre tan sano. El primer tipo de demolición parece producirse con rapidez, el segundo tipo se produce casi sin que uno lo advierta, pero de hecho se percibe de repente.
 Antes de seguir con este relato, permítaseme hacer una observación general: la prueba de una inteligencia de primera clase es la capacidad para retener dos ideas opuestas en la mente al mismo tiempo, y seguir conservando la capacidad de funcionar. Uno debería, por ejemplo, ser capaz de ver que las cosas son irremediables y, sin embargo, estar decidido a hacer que sean de otro modo. Esta filosofía se adecuaba con los comienzos de mi edad adulta, cuando vi a lo improbable, lo no plausible, a menudo "lo imposible", hacerse realidad. La vida era algo que uno dominaba si tenía algo bueno. La vida se rendía fácilmente ante la inteligencia y el esfuerzo, o ante el porcentaje que se pudiera reunir de ambas cosas. Parecía una cuestión romántica ser un literato de éxito, uno nunca iba  a ser tan famoso como una estrella de cine, pero la notoriedad que lograra probablemente sería más duradera, uno nunca iba a tener el poder de un hombre de firmes convicciones políticas o religiosas, pero indudablemente sería más independiente. Desde luego, en la práctica de su profesión, uno estaría permanentemente insatisfecho... pero, por mi parte, yo no habría elegido ninguna otra.
 Mientras transcurrían los años veinte, con mis propios veintes marchando un poco por delante de ellos, mis dos pesares juveniles -no ser lo bastante alto (o lo bastante bueno) para jugar al fútbol en la universidad, y no haber sido enviado a ultramar durante la guerra-, se resolvieron en ensueños infantiles de heroísmos imaginarios que al menos servían para hacerme dormir en las noches de inquietud. Los grandes problemas de la vida parecían solucionarse por sí mismos, y si el asunto de solucionarlos era difícil, le dejaba a uno demasiado cansado para pensar en problemas más generales.
 La vida, diez años atrás, en gran medida era una cuestión personal. Me veía obligado a mantener en equilibrio el sentido de la inutilidad del esfuerzo y el sentido de la necesidad de luchar; la convicción de la inevitabilidad del fracaso y la decisión de "triunfar" y, más que estas cosas, la contradicción entre la opresiva influencia del pasado y las elevadas intenciones del futuro. Si lo lograba en medio de los males corrientes -domésticos, profesionales y personales-, entonces el ego continuaría como una flecha disparada desde la nada a la nada con tal fuerza que sólo la gravedad podría a la postre traerla a tierra.
 Durante diecisiete años, con uno en el medio de deliberado no hacer nada y descanso, las cosas siguieron así, con la única perspectiva agradable de una nueva tarea para el día siguiente. Estaba viviendo con ahínco, también, pero:
 -Hasta los cuarenta y nueve años todo irá perfectamente -decía-. Puedo contar con eso. Pues un hombre que ha vivido como yo es lo más que puede pedir.
 ...Y entonces, diez años antes de los cuarenta y nueve, de repente me di cuenta de que me había desmoronado prematuramente.
II

 Ahora bien, un hombre puede derrumbarse de muchas maneras -puede derrumbarse mentalmente-, en cuyo caso los otros le despojan de la capacidad de decisión; o corporalmente, cuando uno no puede sino resignarse al blanco mundo del hospital; o a causa de los nervios. William Seabrook en un libro nada simpático cuenta, con cierto orgullo y un final de película, cómo se convirtió en una carga pública. Lo que le llevó al alcoholismo o tuvo relación con él, fue un colapso de su sistema nervioso. Aunque quien esto escribe no estaba tan atrapado -en esa época llevaba seis meses sin probar ni siquiera un vaso de cerveza-, estaba perdiendo sus reflejos nerviosos... demasiada rabia y demasiadas lágrimas.
 Por otra parte, para volver a mi tesis de que la vida mantiene una ofensiva variable, la conciencia de haberse derrumbado no coincidió  con un golpe, sino con un período de tranquilidad.
 No mucho antes había estado en la consulta de un gran médico y escuchado una grave sentencia. Con lo que, mirando hacia atrás, parece cierta ecuanimidad, yo había seguido con mis cosas en la ciudad en la que entonces vivía, sin que me importara mucho, sin pensar en lo mucho que había dejado por hacer, o en lo que pasaría con esta y aquella responsabilidad, como hace la gente en los libros; estaba bien cubierto y en cualquier caso sólo había sido un mediocre celador de la mayoría de las cosas dejadas en mis manos, incluidos mis talentos.
 Pero sentí un fuerte impulso súbito de que debía estar solo. No quería ver a nadie en absoluto. Había visto a demasiada gente durante toda mi vida -yo era medianamente sociable-, pero tenía una tendencia más que mediana a identificarme a mí mismo, mis ideas, mi destino, con todos aquellos con quienes entraba en contacto. Siempre estaba salvando o siendo salvado, en una sola mañana podía pasar por todas las emociones atribuibles a Wellington en Waterloo. Vivía en un mundo de enemigos inescrutables y de inalienables amigos y partidarios.       
    Pero ahora quería estar absolutamente solo, conque me las arreglé para aislarme parcialmente de las obligaciones habituales.»

    [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Bruguera, 1984, en traducción de Mariano Antolín Rato. ISBN: 84-02-09262-4.]

lunes, 25 de noviembre de 2019

Los jardines de Beatriz.- José María Latorre (1945-2014)

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Capítulo 4: Una exposición de pintura después del tenis

«Augusto les dio la espalda, temeroso de que le reconocieran, y centró su atención en un desnudo femenino en el que la cabeza había sido sustituida por una espiral tricolor, roja, azul y negra; el espacio alrededor del cuerpo estaba formado por diminutas figuras cúbicas y manchas de caprichosas formas y distintos colores que creaban la impresión de ser una cohorte de admiradores o de celosos vigilantes de la desnudez. A la inversa de lo que suelen hacer quienes contemplan un cuadro -retroceder unos pasos para observarlo a cierta distancia-, Augusto se aproximó a él para leer la firma del pintor. Era una pintora: Isabel R.
 -Audaz, ¿no le parece que es realmente audaz? -alguien que parecía hablarle al oído le hizo volverse sobresaltado. Un hombre de unos sesenta años, inverosímilmente delgado, vestido con un traje dos o tres tallas mayor de lo que necesitaba, con barba canosa y moño prendido con una aguja de joyería, le dedicó una mirada cómplice-. Eres uno de los pocos que ha acertado a hacer lo que debía; seré más atrevido, de todos los que estamos en esta sala sólo tú y yo nos hemos dado cuenta de que este cuadro exige a gritos ser admirado de cerca. Y fíjate bien en que no he dicho "necesita" sino "exige a gritos". Es un cuadro caliente, atrae igual que el abismo a los suicidas..., y si te descuidas, quema; yo diría que uno de los dones que posee nuestra querida Isabel es el de haber sabido aplicar la hipnosis a la pintura. Tiene una tonalidad entre poética y siniestra, tras la que despuntan destellos de una cierta ternura reprimida. La vieja dicotomía entre la forma y el fondo se expresa de un modo poco complaciente..., nada pacífico diría yo... No hay duda de que es una artista excepcional.
 Augusto se volvió a mirar el elogiado cuadro intentando encontrar algo en él que justificara tanta palabrería.
 -Sí -hizo un gesto para marcharse pero el otro se lo impidió  cogiéndole por un brazo.
 -Observa este otro cuadro... -el hombre del moño señaló un lienzo que se hallaba colgado junto al desnudo: un confuso collage; una mano vellosa asomó por la boca de la manga de la chaqueta beige-. Para cualquiera que sepa mirar debería ser evidente que existe una voluntad de búsqueda del equilibrio que, para que el arte sea operativo de verdad, forzosamente debe surgir de la inestabilidad del artista. Para cualquiera que tenga ojos, claro... ¿Quieres saber una teoría? A menudo pienso que la condición sine qua non para ejercer como crítico de arte es tener amplios conocimientos de psiquiatría: el auténtico artista nos abre su mente sin pudor y es tarea obligatoria del crítico saber interpretarla, igual que un psiquiatra hace con su paciente.
 -Conozco a críticos de música y de literatura que no lo consideran una condición -dijo Augusto, molesto; en realidad, no conocía a ningún crítico.
 -Me refería a críticos de pintura, a críticos de arte.
 -¿Tratas de decir que la literatura y la música no son arte? ¿Qué sólo es arte la pintura? -no tenía ningún deseo de entablar una discusión: si dijo eso fue para ahuyentar al hombre de su lado.
 La doble pregunta de Augusto surtió el efecto deseado: su interlocutor lo miró con desagrado y se alejó en silencio para integrarse en un grupo que, a juzgar por los retazos de conversación que le llegaban, discutía sobre la pertinencia de aplicar a las naturalezas muertas colores agresivos, fuertes, que rompieran la idea de la quietud.
  Augusto se volvió de espaldas. No podía soportar la jerga de los críticos ni la costumbre de asociar automáticamente el término arte con el turbio negocio de los lienzos emborronados, sin aclarar nunca qué es el arte para quien pinta, qué es el arte para quien expone y vende, qué es el arte para los autodenominados críticos y qué es el arte para el público que visita las galerías de pintura y para los poderosos que invierten en cuadros caros un pellizco de sus fortunas. Cerca de él, dos hombres apostaban sobre cuál sería el país donde tendría lugar el primer estallido bélico a lo largo de las próximas veinticuatro o cuarenta y ocho horas; uno de ellos, el más joven, se inclinaba por Argelia, el otro lo hacía por Rusia. Ambos le miraron como invitándole a que participara en la discusión, mas no se dio por aludido. Empezaba a sentirse asqueado de estar allí.
 Se abrió paso como pudo a través del gentío, procurando dar la espalda en todo momento a Beatriz Fuster y a la rubia, y se aproximó a la mesa de los canapés y las bebidas, donde, al cabo de un rato y después de haber tenido que soportar varios codazos ilustrados, consiguió que le sirvieran un vaso de whisky con más hielo que líquido. Deseaba secarse el sudor que le resbalaba por el cuello, pero pensaba que su gesto llamaría la atención en una reunión donde nadie parecía sudar.
 -Lo que más me agrada es el acoplamiento de las figuras en el interior de los lienzos -oyó Augusto que decía una mujer mientras se abanicaba con el catálogo de la exposición.»

      [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Tierra, 2002. ISBN: 84-932408-3-4.]

domingo, 24 de noviembre de 2019

Los apaches de París. Memorias de Casque d'Or.- Amélie Élie (1878-1933)

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«...Para terminar y, como hay que contarlo todo, también habría que mencionar al bestia que te muerde, al borracho que jura por todos los demonios, al que no quiere pagar y que te da de tortas... En mi caso, lo cierto es que los golpes que me he llevado los han pagado con creces. Bouchon, que nunca andaba muy lejos, acudía, atrapaba al hombrecillo y lo dejaba hecho puré en menos de dos minutos. Bouchon no era partidario de meter las narices en las discusiones que yo pudiera tener con un cliente, pero les juro que cuando lo hacía era porque había una buena razón para ello. Tenía unos dedos que parecían estacas y que no soltaban lo que tenían una vez lo habían agarrado y puños que hubieran podido echar abajo las puertas del infierno. Cuando Bouchon te hablaba de tan cerca, uno podía darse por muerto... Y con todo y con eso, tenía una habilidad y un valor que causaban la admiración de todos los que lo veían en combate. Además de sus propios ajustes de cuentas, de los que yo nada sabía, Bouchon no dudaba en destrozar a los clientes que yo le señalaba. Escuchaba mis razones, dejaba hablar al otro y a continuación me enviaba a mis asuntos... Lo que pasaba después no era de mi incumbencia.
 Por aquella época -cualquiera podrá confirmárselo-, Bouchon no tenía igual a la hora de hacer respetar a su mujer...
 Sobre este punto, he de contestar a algunos curiosos.
 "Casque d'Or -me preguntan-, ¿y cómo hacía Bouchon, o cómo hacen esos tristes amantes tuyos, para soportar que su mujer entre las siete y las diez u once de la noche les ponga unos cuernos descomunales?"
 Disculpen, pero ¡ahí está precisamente el error! En todo este asunto no hay ningún cornudo, ¡ninguno!... Les ruego, de rodillas si hace falta, que no confundamos los términos, no nos llevemos las manos a la cabeza por nada. Una tiene que ganarse el pan de alguna manera... Pero hasta aquí. No llevemos las cosa más lejos. Esta exageración de las cosas nos mata, impide que nos pongamos de acuerdo...
 Porque, vamos a ver: ¿no es verdad que, en el amor, primero está el deseo, después está la entrega y en último lugar está el placer? Si esto es verdad, ¿cómo quieren que le ponga los cuernos a mi hombrecito si yo dejo para él, y nada más que para él, el deseo y el placer? Si esto es así, ¿qué más da lo que yo dé al cliente si éste no obtiene de mí más que la entrega, nada antes, nada después? Pueden ustedes plantear la cuestión como les parezca, lo único que hay que preguntarse es: la mujer, ¿corresponde o no corresponde?, ¿consiente o no consiente?
 Si no corresponde, pueden verlo del color que les parezca, ¡no hay cornudo que valga!... Si corresponde, sí, es verdad, ¡hay uno! Incluso han llegado a decirme que, en el gran mundo, algunas veces hay hasta dos. Figúrense que en Charonne todo el mundo está al corriente de esto. Por eso, aunque la farra nos está permitida, no así el capricho amoroso. Y el día en que alguien se entera de que una ha correspondido, ha consentido, ese día ese alguien se echa encima de la Môme Café y la ahorca, ese día alguien se levanta y apuñala a Leca...
 Por otra parte, vean si el siguiente ejemplo no es prueba de lo que digo. Ese día salimos Bouchon y yo a un local de vinos del bulevar Sebastopol en el que trabajaba uno de esos chicos guapos que tienen sangre árabe, creo, y que, tocado con un fez, vende normalmente turrones en las fiestas de pueblo.
 De broma, opiné -demasiado alto, ¡para mi desgracia!- que una mujer no podría aburrirse con un tipo tan guapo. Bouchon hizo como que no se enteraba y no hizo comentario alguno. Me habló de otra cosa y yo no pensé más en ello. Pero en el coche que nos llevaba a Les Halles -a Bouchon no le gustaba ni caminar ni tomar el ómnibus-, volvió a sacar el tema.
 -Hace un rato, has hablado de más.
 -Ah.
 -Has dicho que una mujer no se aburriría con aquel chico que nos servía.
 -Sí, lo dije.
 -¿Es eso lo que piensas?
 -¡Pues claro que sí! -y me eché a reír.
 ¿Saben? No hay mujer que no sea un poco testaruda, es como una enfermedad: hablar de esto y de lo de más allá y no dar nunca el brazo a torcer.
 Bouchon se había levantado y se abotonaba la chaqueta. De repente, y sin importarle si había gente o no en la rue Rambuteau que estábamos cruzando, se inclinó hacia mí, me agarró por el cuello y por el estómago, y me tiró de un golpe a la calzada... No sé cómo no me rompí la crisma contra el adoquinado. Sin duda existe una Providencia para las mujeres que no piensan lo que dicen... Comoquiera que sea, esta simple historia prueba que se teme la cornamenta en Charonne como en cualquier otra parte, y que la sola mención de los posibles cuernos es suficiente para aplicar un correctivo a cualquier mujer de Charonne.
 Estoy llegando a la época sombría de mi vida con Bouchon. La última época. Hasta aquel momento yo sólo había conocido a un Bouchon de mentalidad abierta, un Bouchon bien plantado y seguro de sí mismo. Pero, ay, me estaba destinado, al final, el conocer a otro, a un Bouchon suspicaz, a un Bouchon salvaje, a un Bouchon que me exigía unas ganancias mínimas y que me mataba a palos cuando no lo lograba.»

    [El texto pertenece a la edición en español de Trama Editorial, 2016, en traducción de Paula Izquierdo. ISBN: 978-84-92755-75-2.]