jueves, 28 de noviembre de 2019

Plexus.- Henry Miller (1891-1980)

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IV

«"Siento en mí una fuerza tan luminosa", dice Louis Lambert, "que podría iluminar un mundo y, sin embargo, estoy encerrado en una especie de mineral". Esta afirmación, que Balzac pone en boca de su doble, expresa la angustia secreta de que entonces era yo víctima. A un mismo tiempo, llevaba dos vidas totalmente divergentes. Una podría calificarse de "torbellino alegre"; la otra, de vida contemplativa. En el papel de ser activo todo el mundo me tomaba por lo que era, o lo que parecía ser; en el otro papel nadie me reconocía, yo menos que nadie. Fueran cuales fuesen la celeridad y confusión con que se sucedieran los acontecimientos, había intervalos en que me perdía la contemplación. Al parecer, sólo necesitaba unos momentos de cerrarme al mundo para reponerme. Pero necesitaba períodos mucho más largos -de estar sólo conmigo mismo- para escribir. Como he señalado con frecuencia, la actividad de la escritura no cesaba nunca. Pero de ese proceso interior al proceso de traducción siempre media -y mediaba entonces claramente- un gran paso. Hoy me resulta difícil a menudo recordar cuándo o dónde hice tal o cual afirmación, recordar si la hice efectivamente en algún lugar o si tenía intención de hacerla en tal o cual momento. Existe una clase ordinaria de olvido y una clase especial; esta última se debe, con la mayor probabilidad, al vicio de vivir en dos mundos a la vez. Una de las consecuencias de esa tendencia es que vives todo innumerables veces. Y, lo que es peor, lo que quiera que consigas transmitir al papel parece una simple fracción infinitesimal de lo que ya has escrito en la cabeza. Esa deliciosa experiencia con la que todo el mundo está familiarizado, y que se da de forma obsesiva e impresionante en los sueños -me refiero a la de caer en un hábito familiar: encontrar a la misma persona una y otra vez, pasear por la misma calle, afrontar la misma, idéntica, situación-, esa experiencia me ocurre con frecuencia en estado de vela. ¡Cuán a menudo me devano los sesos pensando dónde fue, dónde utilicé determinada idea, determinada situación, determinado personaje! Me pregunto desesperado si aparecía en algún manuscrito destruido irreflexivamente. Y después, cuando me he olvidado por completo de eso, me doy cuenta de repente de que es uno de los perpetuos temas que llevo dentro, que ya he escrito centenares de veces, sin haberlo consignado nunca en el papel. Tomo una nota para escribirlo a la primera oportunidad, para acabar con él, para enterrarlo de una vez por todas partes. Tomo la nota... y la olvido al instante... Es como si hubiera dos melodías sonando simultáneamente: una para la explotación privada y otra para el oído público. Todo el esfuerzo va destinado a comprimir en la grabación pública un poco de la esencia de la perpetua melodía interior.
 Ese torbellino interior era el que mis amigos advertían en mi comportamiento. Y su ausencia, en mis escritos, era lo que deploraban. Casi sentía pena de ellos. Pero había una vena en mí, una vena perversa, que me impedía ofrecer el yo esencial. Esa "perversidad" siempre se expresaba así: "Revela tu yo auténtico y ellos te mutilarán". Por "ellos" no me refería a mis amigos, sino al mundo.
 Alguna vez, muy de cuando en cuando, me tropezaba con un ser al que tenía la sensación de poder entregarme completamente. Por desgracia, esos seres sólo existían en los libros. Estaban peor que muertos para mí: nunca habían existido salvo en la imaginación. ¡Ah, qué diálogos mantenía con espíritus afines y espectrales! Coloquios de exploración del alma, de los que ni una línea se ha consignado nunca. En verdad, aquellas "excriminaciones" (ésa fue la palabra que acuñé para nombrarlas) se resistían a ser consignadas. Se realizaban en un lenguaje inexistente, un lenguaje tan sencillo, tan transparente, que las palabras eran inútiles. No es que fuese un lenguaje silencioso, como el que con frecuencia se usa en la comunicación con "seres superiores". Era un lenguaje de clamor y tumulto: el clamor y el tumulto del corazón. Pero silencioso. Si era a Dostoyevsky a quien evocaba, se trataba del "Dostoievsky completo", es decir, el hombre que escribió novelas, diarios y cartas que conocemos, más el hombre que también conocemos por lo que dejó sin decir, sin escribir. Eran el tipo y el arquetipo, por decirlo así, quienes hablaban. Siempre pleno, resonante, verídico; siempre el tipo de música intachable que le atribuimos, consignada o no consignada. Un lenguaje que sólo podía proceder de Dostoyevsky.
 Después de aquellas comuniones indescriptiblemente tumultuosas, con frecuencia me sentaba ante la máquina pensando en que el momento había llegado por fin. "¡Ahora puedo decirlo!", me decía a mí mismo. Y me quedaba allí, sentado, mudo, inmóvil, flotando a la deriva con el flujo estelar. Podía quedarme sentado así durante horas, completamente arrobado, completamente ajeno a lo que me rodeaba. Y entonces, arrancado al trance por un sonido o una intrusión inesperadas, me despertaba sobresaltado, miraba la hoja en blanco, y lenta y penosamente escribía un párrafo o tal vez sólo una frase. Entonces me quedaba mirando esas palabras como si las hubiera escrito una mano desconocida. Generalmente, llegaba alguien para romper el hechizo. Si era Mona, naturalmente irrumpía entusiasta (al verme allí sentado junto a la máquina) y me pedía que le dejara ver lo que había escrito. A veces, todavía medio drogado, me quedaba allí sentado como un autómata, mientras ella miraba la oración, o la breve frase. A sus perplejas preguntas respondía con voz hueca y vacía, como si estuviera lejos, hablando por un micrófono. Otras veces, saltaba como el muñeco de una caja de sorpresas, le contaba una mentira colosal (que había ocultado "las otras páginas", por ejemplo) y me ponía a desvariar como un lunático. ¡Entonces sí que podía soltar una parrafada! Era como si estuviese leyendo de un libro. Todo para convencerla a ella -¡e incluso a mí!- de que había estado absorto en el trabajo, en el pensamiento, en la creación. Ella, consternada, se deshacía en excusas por haberme interrumpido cuando no debía.»

    [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Alfaguara, 1980, en traducción de Carlos Manzano. ISBN: 84-204-2404-8.]

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