IV.- César, dictador
«La melancolía que se apoderó de César ha dejado un testimonio insuperable: "Mi vida ha sido ya lo bastante larga, tanto si se cuenta en años como en gloria." Sus palabras fueron recordadas. El más elocuente de sus contemporáneos no tuvo inconveniente en plagiarlas.
La cuestión de sus intenciones últimas resulta superflua. César fue muerto por lo que era, no por lo que pudiera ser en el futuro. La investidura de una dictadura vitalicia pareció burlar y disipar cualquier esperanza de una vuelta al gobierno normal y constitucional. Su soberanía era mucho peor que la hegemonía violenta e ilegal de Pompeyo. El presente era insoportable; el futuro, sin esperanza. Era necesario actuar de inmediato; la ausencia, el paso del tiempo y los sustanciosos beneficios de la paz y el orden podrían amortiguar el resentimiento de los hombres contra César, adaptando insensiblemente sus espíritus a la servidumbre y la monarquía. Una facción reclutada entre los elementos más dispares planificó y llevó a cabo el asesinato del Dictador.
El Dictador mismo había declarado que su eliminación no sería un remedio para la República, sino una fuente de males mayores. Su dictamen fue reivindicado con sangre y sufrimientos, y la posteridad ha considerado apropiado condenar el acto de los Libertadores, pues así fueron llamados, como algo peor que un crimen, como una locura. El veredicto es prematuro y juzga por los resultados. Es demasiado fácil motejar a los asesinos de adeptos fanáticos de teorías griegas acerca de la virtud suprema del tiranicidio, ciegos a la verdadera naturaleza de las consignas políticas y a las necesidades urgentes del Estado romano. El carácter y los propósitos de Marco Bruto, la figura más representativa de la conspiración, podría dar unos visos de plausible a semejante teoría. Pero no es en modo alguno evidente que la naturaleza de Bruto hubiera sido muy distinta si nunca hubiera abierto un libro de filosofía estoica o académica. Es más, el verdadero motor del complot, el frío y militarista Casio, era un epicúreo convencido y todo menos un fanático. En cuanto a los principios estoicos, éstos podían sostener doctrinas de muy mal gusto para los republicanos romanos, como, por ejemplo, las de la monarquía o la fraternidad de los hombres. Las enseñanzas estoicas en realidad no hacían más que corroborar y defender en teoría ciertas virtudes tradicionales de la clase gobernante de un estado aristocrático y republicano. La cultura helénica no explica a Catón; y la virtus acerca de la cual Bruto escribió un volumen era una cualidad romana, no una importación extranjera.
La palabra significa coraje, la virtud suprema de un hombre libre. La virtus lleva aparejadas a libertas y a fides, fundidas en un ideal arrogante de carácter y de conducta: firmeza en la resolución y en la acción, independencia de modales, de carácter y de lenguaje, integridad y fidelidad. El privilegio y el rango imponían deberes para con la familia, la clase y los iguales en primer lugar, pero también con los clientes y subalternos. Una oligarquía no podía sobrevivir si sus miembros se negaban a observar las reglas, a respetar "la libertad y las leyes".
Para sus contemporáneos, Marco Bruto, firme de espíritu, recto y leal, grave y altivo en sus modales, parecía encarnar el ideal de aquel carácter, admirado por quienes no se preocupaban de imitarlo. No era la suya una personalidad sencilla, sino apasionada, vehemente y reprimida. Tampoco su conducta política se podía predecir del todo. Bruto hubiera podido ser un cesariano; ni él ni César estaban predestinados a ser seguidores de Pompeyo. Servilia educó a su hijo para odiar a Pompeyo, urdió la alianza cesariana y tenía pensado que Bruto casase con la hija de César. Su plan se frustró por el giro que tomaron los acontecimientos en el fatídico consulado de Metelo. César fue captado por Pompeyo; Julia, la novia destinada a Bruto, selló la alianza.
Después de esto, las sendas de Bruto y de César siguieron rumbos muy divergentes durante once años. Pero Bruto, después de Farsalia, abandonó en seguida la causa perdida, obtuvo de César el perdón, la alta estima, el gobierno de una provincia y, por último, la pretura para el año 44 a.C. Aun así, Catón, apenas muerto, afirmó su viejo dominio sobre su sobrino con más fuerza que lo había hecho en vida. Bruto llegó a sentir vergüenza por su falta de lealtad, y compuso un folleto en honor del republicano que había muerto fiel a sus principios y a su clase. Después robusteció su vínculo familiar y su obligación de venganza, divorciándose de su Claudia y casándose con su prima Porcia, la viuda de Bíbulo. No había confusión posible sobre el significado del acto, y Servilia lo desaprobó. Había causas aún más profundas en la resolución de Bruto de matar al tirano: la envidia de César y el recuerdo de los amores de César, públicos y notorios, con Servilia. Pero, por encima de todo, para Bruto como para Catón, que estaban del lado de los ideales antiguos, la figura de César, ávida de esplendor, de gloria y de poder, parecía dispuesta a servirse de su nacimiento y de su rango para derribar a su propia clase; figura siniestra del aristócrata monárquico, recuerdo de los reyes de Roma y ruinosa para cualquier República.
Bruto y sus adláteres podían invocar la filosofía o un antepasado que había liberado a Roma de los Tarquinios, primer cónsul de la República y el instaurador de la Libertas. Historia dudosa e irrelevante. Los Libertadores sabían lo que iban a hacer. Hombres honorables empuñaban la daga del asesino para matar a un aristócrata romano, a un amigo y a un benefactor por razones más sólidas que aquéllas. Se alzaban, sí, no sólo por las tradiciones e instituciones de la República Libre, sino muy precisamente por la dignidad y los intereses de su propio orden. La libertad y las leyes son palabras altisonantes. Muchas veces han de ser traducidas, mirándolas fríamente, como privilegio e intereses creados.
No hace falta creer que César proyectase implantar en Roma una "monarquía helenística", cualquiera que sea el significado que se dé a esta expresión. La Dictadura era suficiente. El gobierno de los nobiles, se percataba él, era un anacronismo en un imperio mundial, y lo mismo el poder de la plebe romana cuando toda Italia gozaba de la ciudadanía. César era en realidad mucho más conservador y más romano de lo que muchos han imaginado, y ningún romano podía concebir el gobierno salvo mediante una oligarquía.»
[El texto pertenece a la edición en español de Editorial Taurus, 1989, en traducción de Antonio Blanco Freijeiro. ISBN: 84-306-1299-8.]
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