jueves, 21 de noviembre de 2019

La casa y el mundo.- Rabindranath Tagore (1861-1941)

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Capítulo 8.- El relato de Nikhil
XI

«Mientras el día está claro y percibo cómo palpita a mi alrededor la vida inquieta de los seres y las cosas, siento que nada me falta. Pero cuando se disipa el brillo del azul celeste, cuando las cortinas se corren sobre las ventanas del cielo, el corazón me dice que si la noche llega es para que pueda aislarme del mundo y llenar las tinieblas con Su única presencia. La tierra, el cielo y las aguas conspiran para este fin y yo no puedo endurecer mi corazón y desoír su llamada. Así, cuando la sombra se cierne sobre la tierra, como la mirada oscura de mi bienamada, todo mi ser me dice que el trabajo no es la única verdad de la existencia, ni el todo del hombre, ni su único fin, ya que el hombre no es un simple siervo, ni siquiera un siervo de la Verdad o del Bien.
 ¡Ah, Nikhil!, ¿has podido separarte alguna vez de tu otro yo, el que iba a soñar bajo las estrellas y que, después del trabajo diario, se perdía en las profundidades de la noche tenebrosa? ¡Ah, qué solo está el que no encuentra compañía entre las incontables formas de la vida!
 La otra tarde, al llegar el momento en que el día se encuentra con la noche, me encontraba allí, sin trabajo ni valor para trabajar, y sin la compañía de mi maestro. Con el corazón vacío, hambriento de algo que me fortaleciera, dirigí mis pasos hacia los jardines interiores. Me gustan muchísimo los crisantemos y los había hecho plantar, en macetas, contra las tapias del jardín. Cuando estaban en flor parecían una ola verde coronada de espuma. Hacía bastante que no había visitado este lugar de la casa y me complacía la idea de volver a ver mis crisantemos después de una larga ausencia.
 La luna llena acababa de aparecer por encima de la tapia y sus rayos oblicuos ensombrecían la parte baja. Me parecía que ella me miraba, maliciosa, sobre las puntas de sus pies, por detrás de la tapia. Al acercarme al cantero de crisantemos distinguí una sombra extendida en la hierba, el corazón me dio un vuelco y la sombra se irguió súbitamente al ruido de mis pasos.
 ¿Qué podía hacer? Me pregunté si convendría retirarme precipitadamente. Bimala también parecía buscar algún modo de escaparse, pero resultaba tan embarazoso irse como quedarse. Antes de que me hubiera decidido, Bimala se levantó y, poniéndose el extremo de su sari sobre la cabeza, se dirigió hacia sus aposentos.
 Ese corto instante había bastado para hacerme sentir el peso cruel de la miseria que soportaba Bimala. La queja por mi propia vida se desvaneció en un momento y grité:
 -¡Bimala!
 Ella se estremeció y se detuvo sin volverse. Me adelanté y la miré: su rostro se ocultaba en la sombra y la luna alumbraba solamente el mío. Tenía los ojos bajos y las manos juntas.
 -Bimala -le dije-, ¿por qué he tratado de mantenerte en una jaula? Me doy cuenta de que en ella sólo puedes languidecer y marchitarte.
 Ella permanecía inmóvil, sin levantar los ojos, sin decir una palabra.
 -Sé -continué- que si me obstinara en tenerte encadenada, toda mi vida no sería más que una cadena de hierro. ¿Qué placer podría obtener con ello?
 Ella seguía en silencio.
 -Así pues -concluí-, te lo digo de verdad: eres libre. A pesar de lo que puede haber sido para ti hasta hoy, me niego a ser un carcelero.
 Y volví a mi cuarto.
 No, aquello no fue un impulso generoso, ni tampoco un signo de indiferencia. Era simplemente que había llegado a comprender que nunca podría ser libre hasta que hubiera aprendido a liberar. Conservar a Bimala como si fuera una guirnalda en  mi cuello era también imponer un lastre a mi corazón. Se lo pedí ardientemente al cielo, que si la felicidad no podía pertenecerme, que se fuera; que si la desgracia debía ser mi carga, la esperaría; pero que rechazaba cualquier clase de servidumbre. Adherirse a la mentira como si fuera verdad es degollarse uno mismo. ¡Que el Señor me guardara de tal autodestrucción!
 Cuando entré en mi despacho me encontré a mi maestro esperándome. Mi alma continuaba presa de una gran agitación.
 -La libertad -le dije a mi maestro, sin saludarlo ni preguntarle de dónde venía-, la libertad es el don supremo. ¡Nada se le puede comparar en el mundo!
 Mi maestro, sorprendido por estas palabras atropelladas, me miraba en silencio.
 -Los libros no nos enseñan nada -continué-. En las Escrituras podemos leer que nuestros deseos son lazos que nos encadenan y que encadenan a los demás. ¡Palabras vacías de sentido! Sólo cuando le abrimos al pájaro la puerta de su jaula comprendemos hasta qué punto el pájaro nos libera. Sea lo que sea que enjaulemos, nos encadena con deseos más fuertes que cepos de hierro. Esto es lo que el mundo no ha llegado a comprender. Se quiere reformar siempre fuera de uno mismo, pero es en uno mismo, en sus deseos, donde hay que efectuar reformas y en ninguna otra parte.
 -Nosotros creemos -dijo él- que somos dueños de nosotros cuando poseemos el objeto de nuestros deseos. Pero no somos señores de nosotros mismos hasta no haber librado nuestros corazones de nuestros deseos.
 -¡Qué vano parece todo esto cuando se pone en palabras! -proseguí yo-. Pero cuando se ha experimentado su realidad, por poco que sea, es como si hubiera bebido la ambrosía que vuelve inmortales a los dioses. No podemos ver la Belleza si la tenemos prisionera. Fue Buda el que conquistó el mundo, y no Alejandro. Esto parece falso porque hablamos cuerdamente en prosa. Pero ¿cuándo estas verdades profundas desbordarán de labios inspirados y se extenderán por el mundo en ríos sagrados como el Ganges, más allá de cualquier idolatría?»

      [El texto pertenece a la edición en español de Plataforma Editorial, 2012, en traducción de Ramón Rocamora. ISBN: 978-84-15577-47-8.]

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