martes, 26 de noviembre de 2019

El Crack-Up (La grieta).- Francis Scott Fitzgerald (1896-1940)

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El Crack-Up
I

«Febrero de 1936.
 Claro, toda vida es un proceso de demolición, pero los golpes que llevan a cabo la parte dramática de la tarea -los grandes golpes repentinos que vienen, o parecen venir, de fuera-, los que uno recuerda y le hacen culpar a las cosas, y de los que, en momentos de debilidad, habla a los amigos, no hacen patentes sus efectos de inmediato. Hay otro tipo de golpes que vienen de dentro, que uno no nota hasta que es demasiado tarde para hacer algo con respecto a ellos, hasta que se da cuenta de modo definitivo de que en cierto sentido ya no volverá a ser un hombre tan sano. El primer tipo de demolición parece producirse con rapidez, el segundo tipo se produce casi sin que uno lo advierta, pero de hecho se percibe de repente.
 Antes de seguir con este relato, permítaseme hacer una observación general: la prueba de una inteligencia de primera clase es la capacidad para retener dos ideas opuestas en la mente al mismo tiempo, y seguir conservando la capacidad de funcionar. Uno debería, por ejemplo, ser capaz de ver que las cosas son irremediables y, sin embargo, estar decidido a hacer que sean de otro modo. Esta filosofía se adecuaba con los comienzos de mi edad adulta, cuando vi a lo improbable, lo no plausible, a menudo "lo imposible", hacerse realidad. La vida era algo que uno dominaba si tenía algo bueno. La vida se rendía fácilmente ante la inteligencia y el esfuerzo, o ante el porcentaje que se pudiera reunir de ambas cosas. Parecía una cuestión romántica ser un literato de éxito, uno nunca iba  a ser tan famoso como una estrella de cine, pero la notoriedad que lograra probablemente sería más duradera, uno nunca iba a tener el poder de un hombre de firmes convicciones políticas o religiosas, pero indudablemente sería más independiente. Desde luego, en la práctica de su profesión, uno estaría permanentemente insatisfecho... pero, por mi parte, yo no habría elegido ninguna otra.
 Mientras transcurrían los años veinte, con mis propios veintes marchando un poco por delante de ellos, mis dos pesares juveniles -no ser lo bastante alto (o lo bastante bueno) para jugar al fútbol en la universidad, y no haber sido enviado a ultramar durante la guerra-, se resolvieron en ensueños infantiles de heroísmos imaginarios que al menos servían para hacerme dormir en las noches de inquietud. Los grandes problemas de la vida parecían solucionarse por sí mismos, y si el asunto de solucionarlos era difícil, le dejaba a uno demasiado cansado para pensar en problemas más generales.
 La vida, diez años atrás, en gran medida era una cuestión personal. Me veía obligado a mantener en equilibrio el sentido de la inutilidad del esfuerzo y el sentido de la necesidad de luchar; la convicción de la inevitabilidad del fracaso y la decisión de "triunfar" y, más que estas cosas, la contradicción entre la opresiva influencia del pasado y las elevadas intenciones del futuro. Si lo lograba en medio de los males corrientes -domésticos, profesionales y personales-, entonces el ego continuaría como una flecha disparada desde la nada a la nada con tal fuerza que sólo la gravedad podría a la postre traerla a tierra.
 Durante diecisiete años, con uno en el medio de deliberado no hacer nada y descanso, las cosas siguieron así, con la única perspectiva agradable de una nueva tarea para el día siguiente. Estaba viviendo con ahínco, también, pero:
 -Hasta los cuarenta y nueve años todo irá perfectamente -decía-. Puedo contar con eso. Pues un hombre que ha vivido como yo es lo más que puede pedir.
 ...Y entonces, diez años antes de los cuarenta y nueve, de repente me di cuenta de que me había desmoronado prematuramente.
II

 Ahora bien, un hombre puede derrumbarse de muchas maneras -puede derrumbarse mentalmente-, en cuyo caso los otros le despojan de la capacidad de decisión; o corporalmente, cuando uno no puede sino resignarse al blanco mundo del hospital; o a causa de los nervios. William Seabrook en un libro nada simpático cuenta, con cierto orgullo y un final de película, cómo se convirtió en una carga pública. Lo que le llevó al alcoholismo o tuvo relación con él, fue un colapso de su sistema nervioso. Aunque quien esto escribe no estaba tan atrapado -en esa época llevaba seis meses sin probar ni siquiera un vaso de cerveza-, estaba perdiendo sus reflejos nerviosos... demasiada rabia y demasiadas lágrimas.
 Por otra parte, para volver a mi tesis de que la vida mantiene una ofensiva variable, la conciencia de haberse derrumbado no coincidió  con un golpe, sino con un período de tranquilidad.
 No mucho antes había estado en la consulta de un gran médico y escuchado una grave sentencia. Con lo que, mirando hacia atrás, parece cierta ecuanimidad, yo había seguido con mis cosas en la ciudad en la que entonces vivía, sin que me importara mucho, sin pensar en lo mucho que había dejado por hacer, o en lo que pasaría con esta y aquella responsabilidad, como hace la gente en los libros; estaba bien cubierto y en cualquier caso sólo había sido un mediocre celador de la mayoría de las cosas dejadas en mis manos, incluidos mis talentos.
 Pero sentí un fuerte impulso súbito de que debía estar solo. No quería ver a nadie en absoluto. Había visto a demasiada gente durante toda mi vida -yo era medianamente sociable-, pero tenía una tendencia más que mediana a identificarme a mí mismo, mis ideas, mi destino, con todos aquellos con quienes entraba en contacto. Siempre estaba salvando o siendo salvado, en una sola mañana podía pasar por todas las emociones atribuibles a Wellington en Waterloo. Vivía en un mundo de enemigos inescrutables y de inalienables amigos y partidarios.       
    Pero ahora quería estar absolutamente solo, conque me las arreglé para aislarme parcialmente de las obligaciones habituales.»

    [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Bruguera, 1984, en traducción de Mariano Antolín Rato. ISBN: 84-02-09262-4.]

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