«Alice cerró sus pálidos ojos, apoyó la cabeza en un almohadón de seda desteñida y levantó la mano:
-Escucha, Michel... Esa..., esa tontería que cometí...
-¡Esa ignominia! -replicó Michel violentamente, sin levantar la voz.
-Bien, esa ignominia, si quieres llamarlo así, esa ignominia que atravesó brevemente mi existencia mientras tú no estabas a mi lado, comenzó y acabó en menos de cuatro semanas... ¿Qué? ¡No, no y no! ¡No me interrumpirás constantemente! -gritó Alice de súbito, abriendo sus ojos, casi azules en la sombra-. ¡Me dejarás decir lo que tengo que decir...!
Dando un salto silencioso, Michel se dirigió a la puerta entreabierta y la cerró con cuidado, sin ruido.
-¿Estás loca? Están almorzando ahí, en la cocina... La verdad, se diría..., se diría... ¡Palabra! ¿Y el cartero, que debe estar subiendo la cuesta?
Tartamudeaba, gritaba en tono bajo, ahogaba su cólera contenida. Tendía un brazo vehemente hacia la puerta-ventana y Alice observó que abría la boca formando un cuadro, como las máscaras de la tragedia antigua.
Pero ella se encogió vigorosamente de hombros y prosiguió:
-¿Y no te olvidas del zagal del vaquero? ¿Y de Chevestre, que seguramente estará acechando por algún sitio? ¿Y la señorita de correos, que quizá se ha puesto su sombrero de los domingos para venir a pedirte que recomiendes su ascenso? ¡Eh!, ¿temes a todos ésos, piensas en ellos?
Se dejó caer en el diván y se tapó los ojos con el brazo doblado. Michel la oyó respirar como si sollozara y se inclinó sobre ella:
-¡Santo Dios!, domínate un poco... Vamos, Alice. ¿Qué es lo que te he dicho? Es que no te das cuenta...
Alice descubrió su rostro enrojecido y seco, e incorporándose, se lanzó furiosa hacia él:
-¡No sé lo que me has dicho! ¡Me importa un bledo lo que me hayas dicho! Pero lo que sé perfectamente es que si, porque me he acostado una vez en mi vida con otro hombre distinto que tú, has de envenenar en lo sucesivo la existencia de los dos, prefiero irme ahora mismo. ¡Oh! ¡Oh! ¡Oh...! ¡Oh, basta, basta...!
Golpeó con el puño el almohadón de polvorienta seda y su aguda voz se enronqueció:
-¡Soy desgraciada, Michel; compréndelo; tú no me has acostumbrado a ser desgraciada!
Michel, inmóvil e inclinado, esperaba que ella se callara, pero no parecía oírla.
-¿Una vez, has dicho? ¿Qué te has acostado una vez...? ¿Una sola vez?
Impulsada por la ansiedad que envejecía a Michel, también impulsada por la pueril esperanza que nacía, como una sonrisa disimulada, en los ojos que amaba, Alice estuvo a punto de mentir, pero recordó a tiempo que había hablado de tres semanas... "Él también se acordaba... Le conozco..." Se sentó, obligando a Michel a enderezarse y se secó la frente, con lo que alborotó su negro flequillo.
-No, Michel. No es cuestión de un azar, de una sorpresa. No poseo unos sentidos tan caprichosos... ni tan exigentes.
Michel hizo una mueca y con la mano le suplicó que guardara silencio. Se alejó tristemente de Alice, febril, afeada y con los cabellos desordenados, porque sin duda se parecía a aquella Alice que otro hombre había vencido. Ella le vio encorvado, despojado de sus falsas cóleras y de sus seductores atractivos y rápidamente imaginó un medio de curarle.
-Escucha -propuso bajando la voz-, escucha... ¿Qué es lo que quieres? Quieres, naturalmente, la verdad. Quieres, estúpidamente, la verdad. Si no te lo cuento todo, como suele decirse, nos atormentarás, mucho peor, nos fastidiarás sin descanso con ese asunto...
-¡Mide tus palabras, Alice!
Ésta se puso en pie, estiró su espalda y miró a su marido:
-¿Y por quién? Esto forma parte del principio de la verdad. Así, pues, ¿nos amargarás la vida hasta que obtengas lo que deseas? ¡Oh, no será largo! Lo tendrás. No mucho más tarde que esta noche, cuando nos dejen solos, cuando ya no oiré a nadie en la casa...
Terminó lanzando una mirada hacia la puerta y se dirigió al dormitorio.
-¿Dónde vas? -preguntó Michel, siguiendo la costumbre de siempre.
Alice se volvió, mostró sus facciones descompuestas, sus largos y descoloridos ojos, su pequeña nariz aplastada, que brillaba, y su boca pálida.
-Supongo que no creerás que voy a mostrarles esta cara...
-No... Quería decir... ¿qué harás después?
Alice señaló con la barbilla la ventana, el cielo puro, el valle visible entre las estrechas hojas y los afilados retoños...
-Quería ir por allá... Traer margaritas amarillas... Ver si hay muguete en el Boi Froid… Pero ahora...
Sus párpados se hincharon y Michel apartó la vista; su mujer poseía una forma tan juvenil de derramar las lágrimas que le trastornaba por completo...
-No querrás..., no te gustaría que te acompañase, ¿verdad?
Alice le puso las manos en los hombros con un ademán tan vivo que hizo saltar dos gruesas lágrimas sobre su corpiño azul.
-¡Michel! ¡Claro que sí! ¡Ven, Michou! Anda, ven. Haremos lo que podamos. Cruzaremos el río e iremos hasta Saint-Meix a buscar huevos. ¿Me esperas?
Michel contestó con un ademán, avergonzado de su mansedumbre, y se derrumbó en una butaca para esperarla. Cuando ella regresó, empolvada, un poco de sombra en sus enrojecidos párpados, su mata de cabellos estirada encima de la frente como una venda de seda, Michel dormía, vencido por un sueño brutal y clemente, y ni siquiera la oyó entrar. […]
Alice, inclinada sobre él, contenía el aliento y temía los crujidos del viejo entarimado que se curvaba bajo el peso de las pisadas. No se atrevía ni a despertarle ni a favorecer el sueño. […]
Se volvió con una vaga repugnancia hacia el rostro cerrado que su postura deformaba, suspiró y murmuró para sí, como si esta confesión fuera una conclusión y una explicación supremas: "En el fondo, nunca me ha gustado esa barbita a la española."
Se aproximó a la puerta-ventana con paso ligero. Se aburría y no guardaba rencor a Michel por aquella tregua involuntaria que suspendía su angustia y le concedía tiempo de reflexionar. "¿Reflexionar sobre qué? No se reflexiona antes de cometer una tontería; lo peor es que se reflexiona después de cometerlas."»
[El texto pertenece a la edición en español de Ediciones G.P., 1964, en traducción de E. Piñas. Depósito legal: B. 19.123-1964.]
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