Capítulo 4: Una exposición de pintura después del tenis
«Augusto les dio la espalda, temeroso de que le reconocieran, y centró su atención en un desnudo femenino en el que la cabeza había sido sustituida por una espiral tricolor, roja, azul y negra; el espacio alrededor del cuerpo estaba formado por diminutas figuras cúbicas y manchas de caprichosas formas y distintos colores que creaban la impresión de ser una cohorte de admiradores o de celosos vigilantes de la desnudez. A la inversa de lo que suelen hacer quienes contemplan un cuadro -retroceder unos pasos para observarlo a cierta distancia-, Augusto se aproximó a él para leer la firma del pintor. Era una pintora: Isabel R.
-Audaz, ¿no le parece que es realmente audaz? -alguien que parecía hablarle al oído le hizo volverse sobresaltado. Un hombre de unos sesenta años, inverosímilmente delgado, vestido con un traje dos o tres tallas mayor de lo que necesitaba, con barba canosa y moño prendido con una aguja de joyería, le dedicó una mirada cómplice-. Eres uno de los pocos que ha acertado a hacer lo que debía; seré más atrevido, de todos los que estamos en esta sala sólo tú y yo nos hemos dado cuenta de que este cuadro exige a gritos ser admirado de cerca. Y fíjate bien en que no he dicho "necesita" sino "exige a gritos". Es un cuadro caliente, atrae igual que el abismo a los suicidas..., y si te descuidas, quema; yo diría que uno de los dones que posee nuestra querida Isabel es el de haber sabido aplicar la hipnosis a la pintura. Tiene una tonalidad entre poética y siniestra, tras la que despuntan destellos de una cierta ternura reprimida. La vieja dicotomía entre la forma y el fondo se expresa de un modo poco complaciente..., nada pacífico diría yo... No hay duda de que es una artista excepcional.
Augusto se volvió a mirar el elogiado cuadro intentando encontrar algo en él que justificara tanta palabrería.
-Sí -hizo un gesto para marcharse pero el otro se lo impidió cogiéndole por un brazo.
-Observa este otro cuadro... -el hombre del moño señaló un lienzo que se hallaba colgado junto al desnudo: un confuso collage; una mano vellosa asomó por la boca de la manga de la chaqueta beige-. Para cualquiera que sepa mirar debería ser evidente que existe una voluntad de búsqueda del equilibrio que, para que el arte sea operativo de verdad, forzosamente debe surgir de la inestabilidad del artista. Para cualquiera que tenga ojos, claro... ¿Quieres saber una teoría? A menudo pienso que la condición sine qua non para ejercer como crítico de arte es tener amplios conocimientos de psiquiatría: el auténtico artista nos abre su mente sin pudor y es tarea obligatoria del crítico saber interpretarla, igual que un psiquiatra hace con su paciente.
-Conozco a críticos de música y de literatura que no lo consideran una condición -dijo Augusto, molesto; en realidad, no conocía a ningún crítico.
-Me refería a críticos de pintura, a críticos de arte.
-¿Tratas de decir que la literatura y la música no son arte? ¿Qué sólo es arte la pintura? -no tenía ningún deseo de entablar una discusión: si dijo eso fue para ahuyentar al hombre de su lado.
La doble pregunta de Augusto surtió el efecto deseado: su interlocutor lo miró con desagrado y se alejó en silencio para integrarse en un grupo que, a juzgar por los retazos de conversación que le llegaban, discutía sobre la pertinencia de aplicar a las naturalezas muertas colores agresivos, fuertes, que rompieran la idea de la quietud.
Augusto se volvió de espaldas. No podía soportar la jerga de los críticos ni la costumbre de asociar automáticamente el término arte con el turbio negocio de los lienzos emborronados, sin aclarar nunca qué es el arte para quien pinta, qué es el arte para quien expone y vende, qué es el arte para los autodenominados críticos y qué es el arte para el público que visita las galerías de pintura y para los poderosos que invierten en cuadros caros un pellizco de sus fortunas. Cerca de él, dos hombres apostaban sobre cuál sería el país donde tendría lugar el primer estallido bélico a lo largo de las próximas veinticuatro o cuarenta y ocho horas; uno de ellos, el más joven, se inclinaba por Argelia, el otro lo hacía por Rusia. Ambos le miraron como invitándole a que participara en la discusión, mas no se dio por aludido. Empezaba a sentirse asqueado de estar allí.
Se abrió paso como pudo a través del gentío, procurando dar la espalda en todo momento a Beatriz Fuster y a la rubia, y se aproximó a la mesa de los canapés y las bebidas, donde, al cabo de un rato y después de haber tenido que soportar varios codazos ilustrados, consiguió que le sirvieran un vaso de whisky con más hielo que líquido. Deseaba secarse el sudor que le resbalaba por el cuello, pero pensaba que su gesto llamaría la atención en una reunión donde nadie parecía sudar.
-Lo que más me agrada es el acoplamiento de las figuras en el interior de los lienzos -oyó Augusto que decía una mujer mientras se abanicaba con el catálogo de la exposición.»
[El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Tierra, 2002. ISBN: 84-932408-3-4.]
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