Siete
«-Lo siento -masculló-. Sólo me quedan unas cuantas salchichas y tengo que reservarlas. Quítese de mi camino, por favor.
-¿Reservarlas? ¿Para quién?
-Eso no es asunto suyo, jovencito. ¿Por qué no está usted en la escuela? Haga el favor de dejar de molestarme. Además, no tengo cambio.
-Yo tengo suelto -silbaron aquellos labios blancos y delgados.
-No puedo venderle a usted un bocadillo, caballero, ¿está claro?
-Pero, ¿qué te pasa a ti, hombre?
-¿Qué me pasa a mí? ¡Qué le pasa a usted! ¿Cómo es usted un antinatural que desea un bocadillo a esta hora tan temprana de la tarde? Mi conciencia no me permite vendérselo. Piense en su cutis repugnante. Está usted en pleno desarrollo y su organismo necesita un buen suministro de verduras y zumo de naranja y pan integral y espinacas y cosas así. Yo, por mi parte, no estoy dispuesto a contribuir a la corrupción de un menor.
-Pero, ¿de qué habla usted? Deme ese bocadillo, venga. Tango hambre. No he comido.
-¡No! -gritó Ignatius, tan furioso que los transeúntes miraron-. Lárguese de aquí antes de que le atropelle con mi carro.
George abrió la trampilla del compartimento de los panecillos y dijo:
-Oiga, tiene aquí material de sobra. Prepáreme uno.
-¡Socorro! -gritó Ignatius, recordando de pronto las advertencias del viejo sobre los ladrones-. ¡Quieren robarme los panecillos! ¡Policía!
Ignatius echó atrás el carrito lo lanzó luego contra la entrepierna de George.
-¡Ay! Cuidado con lo que haces, loco.
-¡Socorro! ¡Ladrones!
-Cállate, por amor de Dios -dijo George, cerrando la tapa de golpe-. Deberían encerrarte, maricón de mierda.
-¿Qué? -gritó Ignatius-. ¿Qué impertinencia es ésa?
-Eres un maricón y estás chiflado -bufó George más fuerte y se alejó, las tapas de los tacones rayando la acera-. ¿Quién va a querer comer algo que ha tocado esas manos mariconas?
-¿Cómo te atreves a gritar semejantes indecencias? ¡Que alguien agarre a ese muchacho! -dijo Ignatius furioso, mientras George desaparecía calle abajo entre la multitud-. Que alguien tenga la decencia de coger a ese delincuente juvenil. Ese menor desvergonzado. Ya no hay respeto. ¡A ese rufián deberían azotarle hasta dejarle sin sentido!
Una mujer del grupo que rodeaba la salchicha móvil, dijo:
-Hay que ver. ¿De dónde sacarán a esos vendedores?
-Borrachos vagabundos. Son todos igual -le contestó alguien.
-Un borracho, eso es lo que es. A todos los ha vuelto locos el vino. No deberían dejar a gente como ésta suelta por la calle.
-¿Es mi paranoia que se ha desmandado por completo? -preguntó Ignatius al grupo-. ¿O están ustedes mongoloides, hablando realmente de mí?
-Es mejor dejarle en paz -dijo alguien-. Fíjense qué ojos.
-¿Qué les pasa a mis ojos? -preguntó Ignatius malévolamente.
-Vámonos de aquí.
-Sí, por favor -replicó Ignatius, con labios temblorosos y se preparó otro bocadillo para tranquilizar su alterado sistema nervioso. Con manos temblonas se llevó los treinta centímetros de plástico rojo y pasta a la boca, engulléndolo de cinco en cinco centímetros por vez. Aquella masticación activa masajeó su boca palpitante. Después de tragar el último milímetro de miga, se sintió ya mucho más tranquilo.
Cogiendo de nuevo el carro, enfiló Calle Carondelet arriba, arrastrándose lentamente detrás de su vehículo. Fiel a su promesa de dar una vuelta a la manzana, giró de nuevo en la esquina siguiente y se detuvo junto a las gastadas paredes de granito del Gallier Hall a consumir dos salchichas más, antes de cubrir el último trecho de su recorrido. Cuando dobló la última esquina y vio de nuevo el letrero de Vendedores Paraíso, Inc. colgando en ángulo sobre la acera de la calle Poydras, inició un trote relativamente rápido, que le llevó a cruzar jadeando las puertas del garaje.
-¡Socorro! -dijo y resopló penosamente, haciendo saltar la salchicha de lata por el escaloncillo bajo de cemento de la entrada.
-¿Qué pasa, amigo? ¿No habíamos quedado que estaría una hora entera?
-Somos los dos afortunados por el hecho de que haya podido regresar siquiera. Sepa que han atacado de nuevo.
-¿Quién?
-El sindicato del crimen. Dios sabe quiénes son. Mire mis manos -Ignatius plantó sus dos manazas delante de la cara del viejo-. Todo mi sistema nervioso está a punto de rebelarse contra mí por someterlo a este trauma. Si caigo de pronto en una crisis nerviosa no se extrañe.
-¿Qué demonios pasó?
-Un miembro del inmenso hampa juvenil me acorraló en la Calle Carondelet.
-¿Le robó a usted? -preguntó nervioso el viejo.
-Brutalmente. Me colocó en las sienes una pistola grande y oxidada. En realidad, me la aplicó directamente sobre un punto vital, impidiendo que la sangre me circulara por el lado izquierdo de la cabeza durante un buen rato.
-¿En la Calle Carondelet a esta hora del día? ¿Y no intervino nadie?
-Por supuesto que no. La gente alienta a los delincuentes en estos casos. Quizás experimente una especie de placer ante el espectáculo de un pobre y afanoso vendedor al que se humilla públicamente. Quizá quisiesen respetar el espíritu de iniciativa del muchacho.
-¿Y qué aspecto tenía?
-El de miles de jóvenes. Granos, tupé, adenoides, el equipaje adolescente estándar. Quizá tuviera alguna marca de nacimiento o una rodilla débil. La verdad es que no puedo acordarme. Cuando me incrustó la pistola en la cabeza, me desmayé por falta de riego en el cerebro y por el miedo. Mientras estaba allí tumbado en la acera, parece ser que saqueó el carro.
-¿Cuánto dinero se llevó?
-¿Dinero? No robó dinero. En realidad, no había dinero que robar pues no había conseguido vender ni uno de esos manjares siquiera. Robó las salchichas. En fin, al parecer no se las llevó todas. Cuando recobré el conocimiento, examiné el carro. Aún quedan una o dos, creo.
-Nunca oí nada parecido.
-Quizá tuviera mucha hambre. Quizás alguna deficiencia vitamínica de su organismo en desarrollo necesitase urgentemente una compensación. El deseo humano de alimento y de sexo es relativamente similar. Si hay violaciones a mano armada, ¿por qué no habría de haber robos de salchichas a mano armada? No veo nada insólito en el asunto.
-Todo eso es un cuento.
-¿Un cuento? El incidente es sociológicamente válido. La culpa la tiene nuestra sociedad. Los jóvenes, enloquecidos por sugestivos programas de televisión y publicaciones lascivas se han dedicado, al parecer, a asociarse con ciertas adolescentes más bien convencionales que se niegan a participar en sus imaginativos programas sexuales. Sus deseos físicos insatisfechos han de buscar, en consecuencia, una sublimación en la comida. Yo, por desgracia, fui la víctima de todo esto. Podemos dar gracias a Dios de que el muchacho haya recurrido a la comida como vía de desahogo. Si no, podría haberme violado allí mismo en plena calle.
-Sólo ha dejado cuatro -dijo el viejo, atisbando en el pocillo de las salchichas-. El muy hijo de puta... y cómo habrá podido llevárselas todas...»
[El texto pertenece a la edición en español de Editorial Anagrama, 1986, en traducción de J.M. Álvarez Flórez y Ángela Pérez. ISBN: 84-339-3014-1.]
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