miércoles, 6 de noviembre de 2019

La vida sin armadura. Una autobiografía.- Alan Sillitoe (1928-2010)

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Primera parte
Capítulo 8

«Cuando estaba a punto de cumplir los once, mi abuela pensó que debía examinarme para obtener una beca ya que, si sacaba buenas notas, me permitiría seguir estudiando hasta los diecisiete en lugar de empezar a trabajar a los catorce. La edad empezaba a tener importancia: un cambio de vida a los once decidiría cómo iban a transcurrir los seis siguientes.
 La abuela Burton había hecho suya mi preocupación por mis logros escolares y solía darme recibos antiguos de la lavandería o libros de caja con el dorso de algunas páginas aún en blanco donde escribir. Mi abuelo debía estar considerando comprar la casa, porque me dio dos planos catastrales de la parte de la propiedad de lord Middelton donde esta se encontraba. Estaban hechos a una escala 1:2500 y aprendí que una pulgada en el papel equivalía a dos mil quinientas pulgadas sobre el terreno.
 Desplegaba sus finas hojas y recreaba mentalmente el terreno por el que diariamente correteaba con tal detalle que en lo que daría unos cien pasos, me había movido una pulgada sobre el papel. Con lápiz y goma dispuse las compañías y pelotones de un batallón imaginario en posiciones defensivas alrededor de varios grupos de casas, sobre un puente, en la linde del bosque y a lo largo de los andenes del ferrocarril; emplacé las ametralladoras para el juego cruzado y tendí las alambradas. Se puede decir que usé los mapas hasta que se ajaron. La idea de enrolarme en el ejército tan pronto como tuviera la edad me seducía, se me presentaba como un modo de irme de casa.
 Mi abuela decía que, si obtenía la "beca", pagaría el uniforme y los libros pidiendo un préstamo a la sociedad cooperativa de la que era miembro desde hacía mucho tiempo. Lo que me atraía del plan era que, en una escuela secundaria, me enseñarían francés, pues un camino necesario a través de la educación estaba pavimentado con el conocimiento de esa lengua. El hermano de Jack Newton le había enseñado a contar hasta diez en francés y quedé contagiado de aquellas sílabas mágicas. Compré un diccionario e intenté traducir frases al francés, aunque no saber cómo conjugar los verbos supuso un frenazo en seco a mis consultas.
 En el sótano de la librería de lance de Frank Wore, en el centro de la ciudad, había una mesa enorme en la que podían encontrarse muchos tesoros por tres peniques y algunos por poco más en los estantes superiores que, de vez en cuando, salían de la tienda bajo mi chaqueta. Gracias a una gramática francesa Pitman pude comprobar los errores que había en mis traducciones y tener acceso a una guía de pronunciación burda pero eficaz. Esta guía básica contenía un plano de París que me ayudó a familiarizarme con los edificios y los nombres de las calles de aquel lugar mucho antes que con los de Londres.
 En la semana anterior al examen para la obtención de la beca me sentí apartado de los compañeros de clase, aunque la proporción de alumnos que iban a examinarse no era pequeña. Mi hermana les decía orgullosamente a sus amigos en la calle: "Nuestro Alan se examinará la semana que viene". No es necesario que diga que no aprobé, aunque dos muchachos sí lo consiguieron, uno cuyo padre tenía una ferretería y otro cuya madre regentaba una café. Me plantearon unos enigmas y adivinanzas que me sonaron igual de extraños que si fueran ideogramas chinos, pues yo esperaba una prueba de conocimientos más que de inteligencia.
 Cuando recibí los resultados, mi decepción fue enorme. Quería aprobar y lo esperaba, pero no me preocupó demasiado que no fuera así y me dije a mí mismo que había realizado la prueba también por la experiencia. Tal vez el profesor pensara, sin embargo, que mi puntuación justificaba otro intento y acepté la oportunidad de un examen libre para obtener un beca en el siguiente plazo para la escuela de secundaria de Nottingham Hill. No recuerdo ya en qué estación del año estábamos pero el día de la prueba amaneció frío y húmedo y el agua se me colaba por los zapatos. A pesar de ello, Arthur Shelton y yo estábamos de muy buen humor, aunque éste disminuyó un poco al atravesar la puerta del centro y ver a los maestros con toga y birrete como los de los tebeos de Billy Bunter que tanta gracia nos hacían.
 No había recibido mayor preparación tras mi experiencia previa en el examen, pero al menos sabía a qué atenerme. Sin embargo, no bastó que me esforzara y aquel segundo fracaso vino a decir que la educación formal no estaba indicada para mí. En cualquier caso, el hecho de haber aprobado habría aparejado toda clase de complicaciones, entre ellas abandonar a mis amigos y entrar en un mundo para el que no estaba preparado. Entonces no podía saberlo, pero yo quería entrar por el techo, no por la bodega.
 Sabía que seguir en la escuela hasta la avanzada edad de diecisiete años era imposible en una familia que necesitaba todo el dinero que pudiera ganar tan pronto como alcanzara la edad legal para trabajar a jornada completa. Emocionalmente estaba fuera de lugar para mí soportar el justificable resentimiento de alguien como mi padre, que al menos tenía el poder para hacer que me sintiera culpable por contar con dinero en los bolsillos para comprar libros cuando había tan poco para comer en la mesa. Ese fue el único dilema moral que heredaría.
 Decepción no era lo mismo que desesperación. Había cosas peores que el fracaso y, una vez superado el obstáculo ilusorio de la educación superior, mi vida podía seguir el curso para el que obviamente estaba destinada y podría hacerlo mejor siguiendo únicamente mis propias condiciones.»

    [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Impedimenta, 2014, en traducción de Antonio Lastra. ISBN: 978-84-15979-37-1.]

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