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«Los días, incluso las semanas siguientes, fueron bastante duros para mí. No dejaba de rememorar aquel breve instante de intimidad, confiando en que muy pronto habría otros. Cuando D. se sentaba delante de mí, pasaba largos ratos con la vista clavada en la piel mate de su nuca, allí donde el cabello dibujaba una V de conmovedora delicadeza. Cuando lo observaba a hurtadillas era para hacer un zum en su boca. Lo veía mover los labios y tenía la impresión de sentir que rozaban mis senos. Aquellas visiones fugaces de D. podían turbarme durante horas. No obstante, él se mostraba en extremo distante, impasible, no dejaba traslucir nada ni de sus sentimientos ni de sus intenciones. Sólo nos veíamos en el instituto, durante las pausas entre las clases, y nunca a solas. Me parecía inconcebible haber conocido semejante proximidad física y no conservar nada de ella en nuestros encuentros cotidianos. Seguía negándose a poner en peligro su relación amorosa oficial. De hecho, me lo había notificado claramente durante un intercambio de notas en clase de francés; se disculpaba por hacerme sufrir, pero me pedía que no esperase nada de él. Yo intentaba con mayor o menor éxito hacerme la indiferente, puesto que mi juventud no era óbice para que conociera la vieja fórmula "sígueme y te rehuiré, rehúyeme y te seguiré". Me mostraba especialmente cordial con los demás chicos del grupo, me esforzaba en estar alegre. Pero en cuanto me hallaba a solas, me embargaba un humor sombrío y era incapaz de encontrar el menor interés en la vida que llevaba. Como suele ocurrir en la adolescencia, alternaba los estados de exaltación con otros de depresión profunda. Experimentaba cada emoción de forma muy exacerbada. D. no me dirigía la palabra durante una semana y yo a mi vez me volvía muda. Me pasaba la sal en el comedor y volvía a mi casa alegre como unas castañuelas.
Con frecuencia, por la tarde después de las clases, los de la pandilla nos encontrábamos en el café de la esquina, siempre el mismo, los chicos para jugar una partida de futbolín y las chicas para charlar o jugar a los dados en la mesa de al lado. A veces nos dejaban desafiarlos al futbolín, y se burlaban de nuestra torpeza, de nuestro uso inmoderado y sin embargo formalmente prohibido de las "ruletas", de los grititos agudos que lanzábamos cuando la acción se intensificaba. Unos y otras nos pasábamos el rato provocándonos con las palabras, comunicándonos en modo ironía y doble sentido, la mejor estrategia que habíamos encontrado para camuflar la curiosidad y la mutua atracción que el otro sexo no dejaba de suscitar. Cuando D. se hallaba presente, concentrado en el balón en miniatura, con el cigarrillo en la comisura de los labios, miraba sus manos aferradas a los mandos del futbolín. Veía cómo contraía los nudillos. En ocasiones se arremangaba hasta los codos y podía contemplar sus antebrazos a placer. Los encontraba viriles y poderosos. Si hoy me cruzara con el chico de mis dieciséis años tal como era entonces, ciertamente me parecería un crío. A la sazón representaba para mí un arquetipo masculino fascinante, con su mirada sexualmente explícita y la ambivalencia en su forma de tratarme, alternando desinterés, camaradería y parada amorosa.
Un día tuvimos un diálogo un tanto vivo. Quería ponerme a prueba, sin verdadera malicia, pero yo estaba a flor de piel tras varias semanas durante las cuales me había ignorado de modo ostensible y no supe mantener la actitud neutra y falsamente desdeñosa que me esforzaba en adoptar frente a él. Me había puesto una falda corta, favorecedora sin ser vulgar. D. subió detrás de mí por la escalinata que llevaba a las aulas del primer piso. Oí que decía a mi espalda: "Medias debajo de unos vaqueros y pantis debajo de una falda... un poco raro, ¿no?" No pude evitar parecer irritada; volví la cabeza hacia él: "¿Y a ti qué narices te importa?" Lo cierto es que nunca he tenido el don de la réplica. Estábamos en lo alto de la escalera, empujados por la oleada de alumnos que subían al mismo tiempo que nosotros. Abrió unos grandes ojos inocentes, me dirigió su más cándida sonrisa y me respondió: "Calma, señorita ultrajada, no te subas a la parra". No me gustaba ser grosera y rara vez decía tacos, pero solté la única réplica que me vino a la mente. "Que te jodan". Giré sobre mis talones y me perdí entre mis compañeros, furiosa, más conmigo misma que con él, por lo demás.
Y luego bastó un ínfimo detalle, algún tiempo más tarde, para que empezara a albergar esperanzas de nuevo. Éramos cuatro o cinco en el vestíbulo del instituto, después de comer, entre ellos D. y yo. Pedí un cigarrillo sin dirigirme a nadie en particular. D. sacó su paquete y, en lugar de tendérmelo, tomó un cigarrillo, se lo llevó despacio a los labios, lo encendió, dio una calada y me lo pasó. Nadie prestó atención a su extraña manera de proceder. Por mi parte, no aparté la vista de él durante sus manejos, sobre todo cuando a mi vez me puse el filtro en la boca. Me gustó la chispa divertida de su mirada y le devolví el esbozo de sonrisa que él había contenido con dificultad. Era nuestro cigarrillo de la paz.»
[El texto pertenece a la edición en español de Círculo de Lectores, 2012, en traducción de Rosa Alapont. ISBN: 978-84-672-5078-7.]
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