miércoles, 13 de noviembre de 2019

El paciente inglés.- Michael Ondaatje (1943)

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IX.-La gruta de los nadadores

«Cuando nos separamos por última vez, Madox recurrió a la antigua fórmula de despedida: "Que Dios te conceda la seguridad por compañía." Y yo me alejé de él, al tiempo que decía: "Dios no existe." Éramos tan diferentes como la noche y el día.
 Madox decía que Odiseo nunca escribió una palabra, no llevaba un diario. Tal vez se sintiera ajeno a la falsa rapsodia del arte. Y mi monografía tenía -debo reconocerlo- la austeridad de la precisión. El miedo a describir la presencia de ella, mientras escribía, me hizo eliminar todo sentimiento, toda retórica del amor. Aún así, describí el desierto con la misma pureza con la que habría hablado de ella. El día en que Madox me hizo la pregunta sobre la Luna fue uno de los últimos días en que estuvimos juntos antes de que comenzara la guerra. Nos separamos y él se marchó a Inglaterra, pues la probabilidad de que estallara la guerra lo interrumpió todo, nuestro lento desenterrar la historia en el desierto. Adiós, Odiseo, dijo sonriendo, aunque sabía que Odiseo nunca había sido santo de mi devoción precisamente y, menos aún, Eneas, si bien habíamos llegado a la conclusión de que Bagnold era Eneas. Pero la verdad es que Odiseo no era un gran santo de mi devoción. Adiós, dije.
 Recuerdo que se volvió riendo. Señaló con su grueso dedo el punto junto a su nuez y dijo: "Esto se llama sinoide vascular." Y dio a ese hueco de su cuello un nombre oficial. Regresó con su mujer a la aldea de Marston Magna y sólo se llevó su volumen favorito de Tolstói: me dejó todas sus brújulas y mapas. Nuestro afecto siguió inexpresado.
 Y Marston Magna, en Somerset, que había evocado para mí una y mil veces en nuestras conversaciones, había convertido sus verdes campos en un aeródromo. Los aviones arrojaban sus gases de escape sobre castillos artúricos. No sé lo que le movería al suicidio. Tal vez fuera el permanente ruido de los vuelos, tan intenso para él después de haberse acostumbrado al sencillo zumbido de la lagarta, que había puntuado nuestros silencios en Libia y Egipto. Una guerra ajena estaba desgarrando el delicado tapiz que formaban sus compañeros. Yo era Odiseo y entendía los cambios y los vetos temporales que entrañaba la guerra. Pero él era un hombre al que no le resultaba fácil hacer amistades, un hombre que había conocido a dos o tres personas en su vida y ahora resultaban ser el enemigo.
 Estaba en Somerset sólo con su mujer, que nunca nos había conocido. A él le bastaban pequeños gestos. Una bala puso fin a la guerra.
 Sucedió en julio de 1939. Fueron en autobús desde la aldea a Yeovil. El autobús había ido muy lento, por lo que habían llegado con retraso al oficio. En la parte trasera de la atestada iglesia, decidieron separarse para encontrar asientos. Cuando, media hora después, comenzó el sermón, resultó patriotero y partidario sin vacilación de la guerra. El predicador entonó alegre su salmodia sobre la batalla y bendijo al Gobierno y a los hombres que estaban a punto de entrar en la guerra. Madox escuchó el sermón, que se fue haciendo cada vez más exaltado, sacó la pistola que llevaba en el desierto, se inclinó y se disparó en el corazón. Murió en el acto. Se hizo un gran silencio, un silencio propio del desierto, un silencio sin aviones. Oyeron desplomarse su cuerpo contra el banco. Ninguna otra cosa se movió. El predicador quedó paralizado en su gesto. Fue como los silencios que se producen cuando se parte la opalina en torno a una vela y todas las caras se vuelven. Su esposa bajó por la nave central, se detuvo ente su fila, murmuró algo y le dejaron pasar junto a él. Se arrodilló y lo rodeó con los brazos.
 ¿Cómo murió Odiseo? Un suicidio, ¿no? Me parece recordarlo, ahora. Tal vez el desierto, aquella época en que nada teníamos que ver con el mundo, hubiera acostumbrado mal a Madox. No puedo dejar de pensar en el libro ruso que siempre llevaba consigo. Rusia siempre ha estado más próxima a mi país que al suyo. Sí, Madox fue un hombre que murió por culpa de las naciones.
 Me encantaba la calma que mantenía en todo momento. Yo discutía furioso sobre las ubicaciones en un mapa y sus informes hablaban de nuestro "debate" con expresiones razonables. Escribía con calma y gozo, cuando había gozos que describir, sobre nuestros viajes, como si fuéramos Ana y Vronski en un baile. Sin embargo, nunca quiso acompañarme a una de aquellas salas de baile de El Cairo y yo era el que se enamoraba bailando.
 Se movía con paso lento. Nunca lo vi bailar. Era un hombre que escribía, que interpretaba el mundo. Su sabiduría se alimentaba con la menor pizca de emoción que se le brindara. Una mirada podía inspirarle párrafos enteros de teoría. Si descubría un nuevo tipo de nudo en una tribu del desierto o encontraba una palmera rara, quedaba encantado durante semanas. Cuando dábamos con mensajes en nuestros viajes -cualquier texto, contemporáneo o antiguo, una inscripción árabe en una pared de barro, una nota en inglés escrita con tiza en el guardabarros de un jeep-, los leía y después les pasaba la mano por encima, como para tocar sus posibles significados más profundos, para lograr la mayor intimidad posible con las palabras.»

    [El texto pertenece a la edición en español de Círculo de Lectores, 1997, en traducción de Carlos Manzano. ISBN: 84-226-6617-0.]

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