Primera parte
Capítulo quinto
«La noticia de la caída de Jerusalén que los cruzados, apenas hacía noventa años, habían conquistado con tan terribles sacrificios, llenó a la cristiandad de un tremendo dolor. En todas partes se rezaba y se ayunaba. Los príncipes de la Iglesia evitaron toda pompa externa para dar ejemplo a los demás por medio de una estricta disciplina. E incluso los cardenales hicieron juramento de no volver a montar a caballo mientras la tierra por la que anduvo el Salvador fuera profanada por los pies de los herejes; y harían mucho más: viviendo de limosnas, recorrerían en peregrinación los reinos cristianos para predicar la penitencia y la venganza.
El Santo Padre proclamó una nueva cruzada para liberar Jerusalén, el centro del mundo, el segundo paraíso. Prometió a cada uno de los que participaran en la cruzada una recompensa en este mundo y en el otro, y proclamó siete años de paz mundial, una Tregua Dei.
Él mismo se les adelantó con noble ejemplo y puso fin a su larga lucha con Alemania, con el emperador del Sacro Imperio Romano, Federico. Envió un legado, el arzobispo de Tiro, a los reyes de Francia y de Inglaterra y los exhortó a terminar con sus diferencias. En un apremiante escrito, amonestó a los reyes de Portugal, León, Castilla, Navarra y Aragón para que enterraran sus disputas y se unieran como hermanos para participar a su modo en la cruzada. Debían declarar la guerra a los musulmanes que vivían en la Península y luchar contra el Anticristo de Occidente, el califa Yaqub al-Mansur de África.
Cuando el arzobispo le comunicó el contenido del mensaje papal, don Alfonso convocó al consejo de la corona, a su curia. Don Jehuda, pretextando enfermedad, se mantuvo sabiamente alejado.
El arzobispo indicó con duras palabras que allí, en Hispania, las cruzadas habían empezado antes que en cualquier otro reino hacía más de medio siglo. Inmediatamente después de que la peste de los musulmanes se extendiera por el país, los godos cristianos, los antepasados de los actuales señores allí presentes, habían iniciado las hostilidades.
-¡A nosotros nos corresponde -gritó entusiasmado- continuar con esta tradición, santa y grande! -Y añadió-: ¡Deus vult, Dios lo quiere! -Y terminó con el grito de guerra de los cruzados.
Cuán gustosamente habrían respondido todos aquellos señores a su llamada. Todos, incluso Don Rodrigue, normalmente tan amante de la paz, ardían en deseos de hacerlo. Pero sabían que, precisamente ellos, se enfrentaban a impedimentos insalvables. Permanecieron sentados en desolado silencio.
-Yo estuve presente -dijo finalmente el anciano Don Manrique- cuando avanzamos por al-Andalus hasta el mar; y estuve presente cuando el rey, nuestro señor, arrebató a los musulmanes la maravillosa ciudad de Cuenca y también la fortaleza de Alarcos. No hay nada que desee más que el que me sea concedido marchar una vez más contra los infieles antes de que mi cuerpo descanse en una tumba. Pero tenemos ese contrato, el contrato de la tregua con Sevilla, y está firmado con el nombre del rey, nuestro señor, y sellado con su blasón.
-Ese escrito deplorable -dijo furioso el arzobispo- en estos momentos es nulo y no tiene validez alguna y nadie puede censurar al rey, nuestro señor, si lo entrega al verdugo para que lo queme. Mi señor, no estás obligado por este contrato -dijo dirigiéndose a Alfonso-, Juramentum contra utilitatem ecclesiasticam prestitum non tenet, un juramento en contra de los intereses de la Iglesia no es válido. Así puede leerse en la compilación de las decretales de lo papas de Graciano.
-Así es -corroboró el canónigo, inclinando respetuoso la cabeza-, pero a esos infieles esto no les preocupa. Insisten en que los tratados deben respetarse. El sultán Saladino respetó a la mayoría de sus prisioneros: pero cuando el margrave de Châtillon declaró que había roto la tregua, estando en su pleno derecho porque su juramento no era válido ante Dios ni ante la Iglesia, acordaos, señores, que entonces el Sultán lo hizo ejecutar. Si no respetamos el tratado con Sevilla, cruzará el mar desde África y caerá sobre nosotros. Y sus soldados son numerosos como las arenas del desierto y contra ellos no son de ninguna ayuda ni la virtud ni el valor. Así pues, si el rey nuestro señor, apelando al derecho divino de la Iglesia, declara el tratado inválido, eso no redundará en beneficio de la Iglesia, sino en su contra.
Don Martín lanzó a su secretario una mirada furibunda; siempre estaba exponiendo ese tipo de sofismas. Pero Don Rodrigue siguió hablando imperturbable:
-Dios, que conoce el interior de nuestros corazones, sabe cuán dispuestos estamos todos nosotros a vengar la vergüenza de la Ciudad Santa. Pero Dios nos ha dado también la razón para que no aumentemos la desgracia de la cristiandad actuando con precipitación por un exceso de celo.
Don Alfonso reflexionaba iracundo.
-Los africanos acudirán en ayuda de Sevilla -dijo después-, esto es cierto. Pero tampoco yo estaré solo. Los cruzados que lleguen a nuestras costas nos ayudarán si ataco a los musulmanes. Ya nos han ayudado con anterioridad.
-Esos cruzados -observó Manrique- acudirán en grupos aislados, no podrán resistir las tropas disciplinadas y perfectamente organizadas del califa.
Y puesto que el rey no se dejaba convencer, don Manrique tuvo que mencionarle el verdadero motivo que obligaba a Castilla a mantenerse al margen. Le miró a la cara y le dijo despacio y con toda claridad:
-Sólo tienes alguna posibilidad, mi señor, si te aseguras el apoyo de tu primo de Aragón y debería ser un apoyo incondicional, ofrecido de todo corazón. Don Pedro debería aceptar voluntariamente tu soberanía. Sin un mando superior único, los ejércitos cristianos de nuestra Península no pueden enfrentarse a los del califa.
En el fondo de su corazón, Don Alfonso ya sabía que esto era cierto. No contestó nada. Dio por finalizado el consejo.
Cuando estuvo solo, se dejó llevar por una rabia incontenible. Tenía casi treinta y tres años, había vivido lo que tarda en pasar una generación y no le había sido concedido realizar grandes hazañas. Alejandro, a su edad, había conquistado el mundo. Y ahora se le presentaba la gran oportunidad, una ocasión única, la cruzada, y con argucias irrefutables le impedían alcanzar la fama de un nuevo Cid Campeador.
Pero no iba a permitir que le prohibieran nada. Y aunque joven necio, aquel pilluelo de Aragón, no le reconociera a él como su soberano, se lanzaría a la batalla sin él. Dios le había elegido como cabeza de la parte occidental del mundo y no iba a dejar que le quitaran de las manos esta misión divina. Podría conseguir suficientes refuerzos también sin Aragón.»
[El texto corresponde a la edición en español de Editorial EDAF, 2001, en traducción de Ana Tortajada. ISBN: 84-414-0797-5.]
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Realiza tu comentario: