viernes, 8 de noviembre de 2019

Yo que he servido al rey de Inglaterra.- Bohumil Hrabal (1914-1997)

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4.-Y ya no he vuelto a encontrar la cabeza

«Y así me encontré en la estación de Praga delante del tren para Tabor, entonces me subí la manga para mirar qué hora era y cuando levanté los ojos vi que junto al quiosco estaba Zdenev, me quedé completamente de piedra, esto era lo mío, cómo lo increíble se hacía realidad, me quedé rígido con la mano puesta sobre la manga subida y vi a Zdenev que miraba a su alrededor como si llevara mucho tiempo esperando, y luego levantó la mano, seguramente esperaba a alguien, pues quiso también mirar el reloj, pero de pronto me rodearon tres hombres con abrigos de cuero y me detuvieron, yo seguía con la mano sobre el reloj, pude ver a Zdenev que me miraba como en un sueño, se puso pálido, permanecía inmóvil y miraba cómo los alemanes me metían en el coche y me llevaban, y yo me preguntaba sorprendido adónde me llevaban y por qué, y me llevaron a Pankrác, se abrieron las puertas y me condujeron de nuevo como si fuera un criminal y me empujaron a una celda... en un primer momento me sentí confuso por lo ocurrido, pero después casi me alegraba, sólo temía que me soltaran demasiado pronto, deseaba, pues de todas formas la guerra ya tocaba a su fin, deseaba estar encarcelado, estar en un campo de concentración, deseaba estar encarcelado precisamente por los alemanes, y los alemanes -mi estrella de la suerte volvió a brillar- abrieron las puertas y fui conducido a interrogatorio y, cuando di todos los datos y el motivo por el que había venido a Praga, el que me interrogaba se puso serio y a continuación preguntó: ¿a quién estaba esperando? Y yo dije que a nadie y entonces se abrieron las puertas y entraron dos, vestidos de paisano, se abalanzaron sobre mí y me machacaron la nariz, me saltaron los dientes, caí al suelo, se inclinaron sobre mí y de nuevo me preguntaban: ¿a quién esperaba?, quién debía de pasarme las noticias?, y yo dije que había llegado a Praga de visita, tan sólo de excursión, y uno de ellos se agachó, levantó mi cara y me agarró del pelo y golpeaba el suelo con mi cabeza, el que me interrogaba gritaba que mirar el reloj era la señal convenida y que yo formaba parte del movimiento bolchevique clandestino... y luego me llevaron y me metieron con los demás presos, éstos me sacaron los dientes partidos, me limpiaron la sangre y la ceja abierta y yo me reía y reía, de algún modo no sentía nada, ni aquellos golpes, ni aquellos palos, ni estas heridas, todos los demás me miraban como si fuera un dios, un héroe, cuando los SS me habían tirado allí, con asco me gritaron: ¡cerdo bolchevique!, y para mí ese insulto sonaba como música celestial, como un sobrenombre cariñoso, pues ya empezaba a darme cuenta de que esto era mi salvoconducto, mi billete de vuelta a Praga, la tinta simpática, el único jugo con el que podría borrar todo aquello a lo que había llegado casándome con una alemana, poniéndome en Cheb delante de los médicos nazis que examinaron si mis partes eran dignas de tener trato con una aria germana... este rostro machacado por haber mirado el reloj era mi carnet por el que una vez sería absuelto y entraría otra vez en Praga como un luchador antinazi y, sobre todo, me permitiría mostrar a todos esos Sroubek y Brandejs y demás propietarios de hoteles, que yo pertenecía a su clase, ya que, si seguía con vida, seguramente compraría uno de esos grandes hoteles, aunque a lo mejor no en la misma Praga, sino en algún otro sitio, pues con ese maletín de sellos podría -tal y como quería Liza- comprarme dos hoteles, y escoger entre Austria o Suiza, pero a los ojos de los dueños de hoteles austríacos y suizos yo sería un don nadie, con ellos no tenía necesidad de mostrar ni demostrar nada, con ellos no tenía ninguna cuenta pendiente del pasado, no tenía ninguna necesidad de mostrarme superior a ellos, pero sí de tener un hotel en Praga y pertenecer al gremio de los hoteleros de Praga y llegar a ser el secretario de todos los hoteles praguenses, pues así tendrían que reconocerme -no amarme, sino respetarme-, y a mí para el futuro otra cosa no me interesaba... Estuve unos catorce días en Pankrác, los siguientes interrogatorios demostraron que se trataba de un error, que realmente esperaban a un hombre que debía mirar el reloj, que ya habían apresado al enlace, al que habían sacado lo que necesitaban, excepto de qué otra persona se trataba, y yo me acordé de que allí estuvo Zdenek y también él quiso mirar el reloj, de que Zdenek era mi amigo y lo había visto todo, me habían detenido en su lugar, él debía ser alguien muy importante y, si nadie de mi celda lo hiciese, él seguramente me defendería, y cuando volvía de los interrogatorios, antes de que me empujaran dentro de la celda, me reabría de un manotazo la hemorragia de la nariz y otra vez sonreía y me reía, y la sangre me brotaba por la nariz... y luego me soltaron, el que me había interrogado me pidió disculpas, pero añadió que era en interés del Reich que noventa y nueve justos fuesen castigados por equivocación antes que un solo culpable se les escapara...
 Y así, al anochecer, me encontraba delante de las puertas de prisión de Pankrác y detrás de mí salió otro en libertad... y ése, cuando salió se derrumbó, se sentó en la acera, los tranvías pasaban en la oscuridad morada de las ventanas oscurecidas, los viandantes iban y venían, los jóvenes se paseaban cogidos de las manos y los niños jugaban en la penumbra, como si no hubiera guerra, como si el mundo fuera todo flores y abrazos y miradas amorosas, y las muchachas, en aquella oscuridad cálida, llevaban unas blusitas y unas faldas tan seductoras que hasta yo sentía ganas de mirar lo que se ofrecía a los ojos de los hombres, todo dispuesto a propósito en una perspectiva erótica... ¡qué belleza!... dijo aquel hombre cuando hubo vuelto en sí, y yo me ofrecí a ayudarle... digo, ¿cuánto tiempo? Y él dijo que había estado diez años a la sombra... y quiso levantarse pero no lo conseguía, tuve que sostenerle, me preguntó si no tenía prisa.»

   [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Planeta, 1999, en traducción de Jitka Mlejnková y Alberto Ortiz. ISBN: 84-08-46216-4.]

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