domingo, 24 de noviembre de 2019

Los apaches de París. Memorias de Casque d'Or.- Amélie Élie (1878-1933)

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«...Para terminar y, como hay que contarlo todo, también habría que mencionar al bestia que te muerde, al borracho que jura por todos los demonios, al que no quiere pagar y que te da de tortas... En mi caso, lo cierto es que los golpes que me he llevado los han pagado con creces. Bouchon, que nunca andaba muy lejos, acudía, atrapaba al hombrecillo y lo dejaba hecho puré en menos de dos minutos. Bouchon no era partidario de meter las narices en las discusiones que yo pudiera tener con un cliente, pero les juro que cuando lo hacía era porque había una buena razón para ello. Tenía unos dedos que parecían estacas y que no soltaban lo que tenían una vez lo habían agarrado y puños que hubieran podido echar abajo las puertas del infierno. Cuando Bouchon te hablaba de tan cerca, uno podía darse por muerto... Y con todo y con eso, tenía una habilidad y un valor que causaban la admiración de todos los que lo veían en combate. Además de sus propios ajustes de cuentas, de los que yo nada sabía, Bouchon no dudaba en destrozar a los clientes que yo le señalaba. Escuchaba mis razones, dejaba hablar al otro y a continuación me enviaba a mis asuntos... Lo que pasaba después no era de mi incumbencia.
 Por aquella época -cualquiera podrá confirmárselo-, Bouchon no tenía igual a la hora de hacer respetar a su mujer...
 Sobre este punto, he de contestar a algunos curiosos.
 "Casque d'Or -me preguntan-, ¿y cómo hacía Bouchon, o cómo hacen esos tristes amantes tuyos, para soportar que su mujer entre las siete y las diez u once de la noche les ponga unos cuernos descomunales?"
 Disculpen, pero ¡ahí está precisamente el error! En todo este asunto no hay ningún cornudo, ¡ninguno!... Les ruego, de rodillas si hace falta, que no confundamos los términos, no nos llevemos las manos a la cabeza por nada. Una tiene que ganarse el pan de alguna manera... Pero hasta aquí. No llevemos las cosa más lejos. Esta exageración de las cosas nos mata, impide que nos pongamos de acuerdo...
 Porque, vamos a ver: ¿no es verdad que, en el amor, primero está el deseo, después está la entrega y en último lugar está el placer? Si esto es verdad, ¿cómo quieren que le ponga los cuernos a mi hombrecito si yo dejo para él, y nada más que para él, el deseo y el placer? Si esto es así, ¿qué más da lo que yo dé al cliente si éste no obtiene de mí más que la entrega, nada antes, nada después? Pueden ustedes plantear la cuestión como les parezca, lo único que hay que preguntarse es: la mujer, ¿corresponde o no corresponde?, ¿consiente o no consiente?
 Si no corresponde, pueden verlo del color que les parezca, ¡no hay cornudo que valga!... Si corresponde, sí, es verdad, ¡hay uno! Incluso han llegado a decirme que, en el gran mundo, algunas veces hay hasta dos. Figúrense que en Charonne todo el mundo está al corriente de esto. Por eso, aunque la farra nos está permitida, no así el capricho amoroso. Y el día en que alguien se entera de que una ha correspondido, ha consentido, ese día ese alguien se echa encima de la Môme Café y la ahorca, ese día alguien se levanta y apuñala a Leca...
 Por otra parte, vean si el siguiente ejemplo no es prueba de lo que digo. Ese día salimos Bouchon y yo a un local de vinos del bulevar Sebastopol en el que trabajaba uno de esos chicos guapos que tienen sangre árabe, creo, y que, tocado con un fez, vende normalmente turrones en las fiestas de pueblo.
 De broma, opiné -demasiado alto, ¡para mi desgracia!- que una mujer no podría aburrirse con un tipo tan guapo. Bouchon hizo como que no se enteraba y no hizo comentario alguno. Me habló de otra cosa y yo no pensé más en ello. Pero en el coche que nos llevaba a Les Halles -a Bouchon no le gustaba ni caminar ni tomar el ómnibus-, volvió a sacar el tema.
 -Hace un rato, has hablado de más.
 -Ah.
 -Has dicho que una mujer no se aburriría con aquel chico que nos servía.
 -Sí, lo dije.
 -¿Es eso lo que piensas?
 -¡Pues claro que sí! -y me eché a reír.
 ¿Saben? No hay mujer que no sea un poco testaruda, es como una enfermedad: hablar de esto y de lo de más allá y no dar nunca el brazo a torcer.
 Bouchon se había levantado y se abotonaba la chaqueta. De repente, y sin importarle si había gente o no en la rue Rambuteau que estábamos cruzando, se inclinó hacia mí, me agarró por el cuello y por el estómago, y me tiró de un golpe a la calzada... No sé cómo no me rompí la crisma contra el adoquinado. Sin duda existe una Providencia para las mujeres que no piensan lo que dicen... Comoquiera que sea, esta simple historia prueba que se teme la cornamenta en Charonne como en cualquier otra parte, y que la sola mención de los posibles cuernos es suficiente para aplicar un correctivo a cualquier mujer de Charonne.
 Estoy llegando a la época sombría de mi vida con Bouchon. La última época. Hasta aquel momento yo sólo había conocido a un Bouchon de mentalidad abierta, un Bouchon bien plantado y seguro de sí mismo. Pero, ay, me estaba destinado, al final, el conocer a otro, a un Bouchon suspicaz, a un Bouchon salvaje, a un Bouchon que me exigía unas ganancias mínimas y que me mataba a palos cuando no lo lograba.»

    [El texto pertenece a la edición en español de Trama Editorial, 2016, en traducción de Paula Izquierdo. ISBN: 978-84-92755-75-2.]

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