viernes, 29 de noviembre de 2019

La vida de los insectos.- Viktor Pelevin (1962)

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I.-El bosque ruso

«Arthur alzó el vuelo e, intentando zumbar lo más quedo posible, se acercó a Sam. Éste todavía no había hecho ningún agujero y se encontraba sentado en unos montículos de la piel, entre los cuales se elevaban varios pelos que hacían pensar en abedules jóvenes.
 Sam se levantó, se apoyó sobre uno de los abedules y, pensativo, fijó la mirada en los cerros lejanos de los pezones cubiertos de espesos matorrales rojizos.
 -¿Saben? -dijo Sam cuando Arthur aterrizó a su lado-. Yo viajo mucho y siempre me sorprende lo irrepetible y único de cada paisaje. Hace no mucho estuve en México. Por supuesto, no se puede comparar. Aquella es una naturaleza rica, generosa, incluso demasiado generosa. A veces sucede que, para poder beber, hay que adentrarse mucho en los matojos pectorales hasta encontrar el lugar apropiado. No te puedes descuidar ni un instante, porque desde la cima de un pelo puede lanzarse contra ti un piojo salvaje y entonces...
 -¡Cómo! ¿Puede abalanzársete un piojo? -preguntó incrédulo Arthur.
 -Verán, los piojos mexicanos son muy perezosos y por supuesto les resulta más fácil chupar la sangre del delicado estómago de un mosquito que procurarse el alimento a base de trabajo honrado. Sin embargo, son muy torpes y, cuando un piojo se te echa encima, suele darte tiempo de levantar el vuelo. Pero luego, en el aire, te puede atacar una pulga. En pocas palabras, es un mundo difícil, cruel y, al mismo tiempo, apasionante. Aunque a mí, debo reconocerlo, me gusta más Japón. Inmensos espacios amarillos, casi privados de vegetación, pero que no tienen aspecto de desierto. Cuando los ves desde lo alto te parece que has caído en la antigüedad profunda. Bueno, créanme que es algo digno de verse. No hay nada más hermoso que las nalgas japonesas cuando los primeros rayos del sol las iluminan con su luz dorada y sopla un viento suave... ¡Dios mío, qué hermosa puede ser la vida!
 -¿Y le gusta lo de aquí?
 -Cada paisaje tiene su encanto -respondió Sam de manera evasiva-. Yo compararía estos parajes (señaló con la cabeza la oreja que sobresalía del cuello) con Canadá, con la región de los Grandes Lagos. Sólo que aquí todo está más cerca de la naturaleza indómita, todos los olores son naturales... (Tocó con la pata la base de un pelo.) Casi hemos olvidado el olor de nuestra húmeda madre-piel...
 Por el tono con que Sam pronunció estas últimas palabras, Arthur entendió que estaba haciendo gala de conocer los giros idiomáticos del ruso.
 -En una palabra -añadió Sam-, la diferencia es más o menos la misma que entre Japón y China.
 -¿Ha estado usted en China? -preguntó Arthur.
 -He tenido ocasión.
 -¿Y en África?
 -Varias veces.
 -¿Y qué tal?
 -No puedo decir que me haya gustado particularmente. Uno tiene la sensación de haber caído en otro planeta. Todo es negro, sombrío. Y además... Entiéndanme bien, no es que sea racista, pero los mosquitos locales...
 Arthur no encontró más preguntas que hacer; entonces Sam le sonrió, amable, y se puso manos a la obra. Todo era insólito. Separó las protuberancias laterales y su aguda trompa comenzó a girar a una velocidad increíble y se hundió en el suelo junto a la base del abedul más cercano como se hunde un cuchillo en un trozo de embutido.
 Arthur también estaba listo para saciar su apetito, pero tras imaginar su burda y gruesa nariz entrando con un crujido en la piel rígida, se sintió avergonzado y decidió esperar. Sam se las había ingeniado para encontrar el capilar desde el primer intento y su barriguita iba perdiendo poco a poco el tono marrón y se teñía de rojo.
 La superficie bajo los pies tembló y hasta ellos llegó el suave mugido de una exhalación. Arthur estaba convencido de que el cuerpo hacía eso por razones propias e internas, que nada tenían que ver con lo que estaba sucediendo, pero de todas formas se sintió ligeramente incómodo.
 -Sam -dijo-, quítese. Esto no es Japón.
 Sam no prestó ninguna atención a esas palabras. Arthur lo miró y se estremeció. El sedoso pico de Sam, hasta hacía sólo un momento tan sensato e inteligente, se desfiguró de forma muy extraña, y sus ojos prominentes y peludos, rodeados de una delgada línea negra que hacía pensar en un par de lentes, perdieron toda expresión, como si hubieran dejado de ser el espejo del alma para convertirse en dos faros apagados. Arthur se acercó y lo empujó ligeramente.
 -Eh -le dijo con insistencia-, ya es hora.
 Sam no reaccionó. Entonces Arthur lo empujó con más fuerza, pero aquél parecía estar hundido en la tierra. Su panza continuaba inflándose. De pronto el cuerpo que estaba bajo sus pies se giró y dejó escapar un rugido ronco. Presa del pánico, Arthur pegó un salto y gritó con todas sus fuerzas:
 -¡Arnold! ¡Aquí!
 Pero Arnold, alertado por el ajetreo y los gritos, ya se acercaba volando.
 -¿Por qué zumbas tan alto? ¿Qué pasa?
 -Algo le sucede a Sam -respondió Arthur-. Creo que se ha paralizado. No logro moverlo.
 -Llevémoslo en alas. Así, muy bien. Cuidado, le estás pisando una pata. Sam, ¿puede volar?
 Sam asintió débilmente con la cabeza. La piel sobre la que estaban parados se estremeció y comenzó  a escurrirse hacia la derecha.»

   [El texto pertenece a la edición en español de Círculo de Lectores, 2001, en traducción de Selma Ancira. ISBN: 84-226-8915-4.]

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