domingo, 31 de marzo de 2019

Oso.- Marian Engel (1933-1985)

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«Era propensa a las crisis de fe. Esa noche, cuando Homer se fue, se sentó en el admirable estudio del coronel Cary, sin duda una de las mejores salas del mundo en términos de adaptación a un propósito, sintiéndose incapaz de leer o ponerse a catalogar. Se preguntó con qué derecho estaba allí y por qué hacía lo que hacía para ganarse la vida. Y quién era.
 Normalmente tales dilemas surgían pasadas varias semanas del inicio de un encargo interesante, pero esta vez había aparecido antes, al poco de haber organizado su método de trabajo. Comprendía técnica y hasta emocionalmente la necesidad de redefinir objetivos, pero no lograba entender por qué este período de redefinición debía ir acompañado de depresión, de un grito existencial interno y de una desagradable voz interior que cuestionaba no el proyecto en el que trabajaba, sino a ella en sí. ¿Qué hago aquí?, se preguntaba y el eco de la voz decía: "¿Quién demonios crees que eres para tener el descaro de instalarte aquí?"
 Había bebido cerveza. La cabeza le dolía y le daba vueltas. También se sentía culpable, como si le hubiese confiado a Homer un secreto que no le correspondía revelar. Como si hubiese hecho algo malo y él lo supiera.
 Procuró concentrarse en lo externo, en sus fichas, en sus notas. Contempló la biblioteca y comprendió que para que el trabajo le durase todo el verano tendría que mentir. No le quedaba ni una semana de trabajo real. Podía irse pronto, pero no quería irse.
 Dado que siempre intentaba ser ordenada y catalogar sus ideas y sentimientos, cuando la asaltaba la espantosa y anárquica voz interior tenía la cabeza bien surtida de argumentos eficaces. Para "¿Qué hago aquí?", por ejemplo, contaba con un listado enorme de respuestas. También tenía otro buen repertorio de repuestas para "¿Quién diantres te crees que eres, para aspirar a vivir?". Se justificaba alegando que ella era útil, que ordenaba fragmentos de vidas ajenas.
 Aquí, sin embargo, no había justificación posible. ¿De qué servían todas esas fichas, detalles y clasificaciones? Al principio le habían parecido hermosos, capaces de crear un orden propio, capaces de, al fin, archivarse y organizarse de modo que ella pudiera encontrar una estructura, descubrir un secreto. Pero ahora la llenaban de culpabilidad, intuía que allí nunca, jamás, hallaría nada tan revelador ni auténtico, ni tampoco tan relevante, como la historia narrada por Homer. Eran una herejía contra la auténtica verdad.
 Se podía coger cualquier verdad, barajarla como si fuera un mazo de naipes y ordenarla en un solitario piramidal para intentar darle cierto sentido, pensó con amargura; pero nunca podría hacer que una ficha titulada "Campbell, Homer" transmitiese nada de lo que Homer le había transmitido esa noche. Pronto tendría que admitir que lo que hacía allí arriba era limitarse a cumplir, llenar el tiempo hasta que le llegase la hora de morir. Sin duda el coronel Cary era una de las grandes irrelevancias de la historia canadiense y ella era otra. Ninguno de los dos estaba vinculado a nada.
 Se sentía infantil, enfurruñada. Sabía que tenía que hacer algo concreto hasta que se le pasara el mal humor; de nada servía quedarse ahí sentada, dándole vueltas al asunto. Bajó, desató al oso y se lo llevó al agua. Intentó disfrutar de sus magníficas volteretas y zambullidas, pero también él parecía apagado y triste. La parte cálida del canal era poco profunda y para nadar más hondo Lou tuvo que adentrarse en aguas gélidas. Rio brevemente cuando el oso se le acercó flotando, con solo los ojos y el hocico asomando por el agua, como un cocodrilo. Pero algo empañó también esa alegría, y Lou lo llevó de vuelta a la orilla en medio de un lúgubre silencio.
 Volvió a subir al piso de arriba y repasó las fichas que ya había redactado. La biblioteca era convencional y la información personal sobre Cary, escasa. Todavía no había avanzado lo suficiente en la investigación para darle sentido, quizá no lo  tenía. Se sentía como una novelista francesa que, tras descartar el argumento y los personajes, debe construir una estructura abstracta y está demasiado apegada a la tradición para conseguirlo. Se notaba débil, incapaz de liberarse de lo concreto. En lugar de ideas, destilaba irritación.
 Bueno, bueno, pero ese no es el propósito, le dijo una práctica voz interior. Estás aquí simplemente para cumplir las instrucciones del director.
 Debajo de sus carpetas yacía sepultada la carta original del director, que le indicaba: a) catalogar la biblioteca de la isla de Cary que Jocelyn Cary había legado al instituto; b) tomar notas independientes sobre la historia y el estado de dicha biblioteca; c) informar exhaustivamente sobre la idoneidad de la isla de Cary como centro de investigación de la geografía humana de la región septentrional y d) enumerar, citando las fuentes, cualquier información adicional que pudiera ser útil para los historiadores interesados en el período de colonización del coronel Cary.
 Leyó las instrucciones dos veces y suspiró, aliviada. Cualquier cosa que hiciese sería relevante. Ahora tenía licencia para existir.»

   [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Impedimenta, 2015, en traducción de Magdalena Palmer. ISBN: 978-84-15979-56-2.]

sábado, 30 de marzo de 2019

L'Arrabbiata y otras narraciones.- Paul von Heyse (1830-1914)


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L'Arrabbiata

«-Anda, niña, ven -dijo el sacerdote-. Antonino es un buen muchacho y no piensa enriquecerse con tu miseria. Ven aquí, salta -y le tendió la mano-, y siéntate a mi lado. Mira, ¿ves?, ha extendido su chaqueta para que te sientes con más comodidad. Conmigo no ha sido capaz de hacer eso. Pero la gente joven es así; por una mocita se afana más que por diez religiosos. Vamos, vamos, no necesitas disculparte, Tonino. Está dispuesto así por Dios: cada uno se preocupa por sus iguales.
 Entre tanto, Laurella había saltado dentro y se había acomodado sin decir palabra, después de haber apartado a un lado la chaqueta. El joven barquero esperó a que hubiese terminado, mascullando algo entre dientes. Luego empujó con fuerza en el muelle, y la pequeña lancha se deslizó libremente por las aguas de la bahía.
 -¿Qué traes aquí, en ese paquete? -dijo el sacerdote, mientras ella contemplaba fijamente el mar, que resplandecía ya bajo los primeros rayos del sol.
 -Seda, hilo y un pan, padre. La seda la venderé a una mujer de Capri, que se dedica a tejer cintas y cordones, y el hilo a otra.
 -¿Devanaste tú misma la seda?
 -Sí, señor.
 -Si mal no recuerdo, tú aprendiste también a tejer cintas.
 -Sí, señor. Pero mi madre está otra vez peor y no puedo salir de casa; además no podemos pagar un telar útil y de buena calidad.
 -¿Está peor tu madre? ¡Vaya por Dios! Pues cuando estuve a veros por Pascua, ella estaba levantada.
 -Sí, pero la primavera es la peor estación del año para ella. Desde que tuvimos los grandes temporales y los terremotos ha tenido que permanecer echada, a causa de los dolores.
 -No dejes de rezar y de pedirle a la Santísima Virgen que interceda por ella, hija mía; y sé buena y animosa, para que tu oración sea atendida -y después de una pausa-: Cuando te acercabas por la playa te gritaron: "¡Buenos días, Arrabbiata*!". ¿Por qué te llaman así? Ése no es un nombre digno de una chica cristiana, que debe ser siempre dulce y paciente.
 El moreno rostro de la muchacha enrojeció y sus ojos relampaguearon.
 -Se burlan de mí porque no bailo, ni canto, ni doy tanto palique como otras. Que me dejen en paz; yo no me meto con ellos.
 -Sin embargo, tú tendrías que ser amable con todos. Que bailen y canten otras, cuya vida es más regalada que la tuya. Pero dar una palabra amable, también es conveniente para una persona afligida.
 Bajó ella los ojos y frunció las cejas, cual si quisiera ocultar así su negra mirada. Bogaron en silencio un buen rato; el sol resplandecía, magnífico, sobre las montañas, y la cumbre del Vesubio sobresalía por entre los jirones de la niebla que envolvía aún sus laderas, mientras las casas de la llanura de Sorrento deslumbraban de blancura entre los verdes naranjos.
 -Laurella, ¿no has vuelto a saber nada de aquel pintor, aquel napolitano que quiso casarse contigo? -preguntó el cura.
 Negó ella con la cabeza.
 -Entonces comenzó a pintarte un cuadro. ¿Por qué le rechazaste?
 -Y ¿para qué querría él hacer eso? Hay otras mucho más bonitas que yo. Y después, quién sabe a lo que hubiera llegado; mi madre dijo que podía hechizarme con eso y perjudicar mi alma, o incluso llevarme a la muerte.
 -No creo que fueran cosas tan lamentables -dijo gravemente el sacerdote-. ¿No estás siempre en manos de Dios, sin cuya voluntad no caerá ni un solo cabello de tu cabeza? Y ¿ha de ser más fuerte que el Señor un hombre con un cuadro? Además, bien podías tú ver que te quería bien. De otro modo, ¿cómo hubiera querido casarse contigo?
 Ella callaba.
 -¿Por qué le rechazaste, di? Era un buen muchacho, un chico como Dios manda, y hubiera podido sosteneros a ti y a tu madre mucho mejor de lo que tú puedes ahora, tejiendo y devanando seda.
 -Nosotras somos pobres -dijo con vehemencia-, y mi madre está enferma desde hace mucho tiempo. Habría sido una carga para él. Además, yo no valgo para casarme con un señorito; cuando sus amigos hubiesen ido a verle se habría avergonzado de mí.
 -¿Qué estás diciendo? Yo te digo que él era un hombre muy cabal. Y por si fuera poco, quería mudarse a Sorrento, para vivir allí. No, no volverá tan pronto una persona así, como caída del cielo, para ayudaros.
 -¡No quiero marido nunca, jamás! -dijo ella, tercamente y como ensimismada.
 -¿Es que has hecho voto o quieres entrar en un convento?
 Ella negó de nuevo con la cabeza.»
 
*La rabiosa, la huraña.
 
    [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Orbis, 1983, en traducción de Rafael de la Vega. ISBN: 84-7530-313-7.]

viernes, 29 de marzo de 2019

Farabeuf o la crónica de un instante.- Salvador Elizondo (1932-2006)


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Capítulo VII

«Es preciso tomar en cuenta la simetría de esta imagen. La colocación absolutamente racional, geométrica, de todos los verdugos. Aunque la identidad del verdugo situado a espaldas del supliciado no puede ser precisada, su existencia es indudable. Fíjate en las diferentes actitudes de los espectadores. Es un hecho curioso que en toda esta escena sólo el supliciado mira hacia arriba, todos los demás, los verdugos y los curiosos, miran hacia abajo. Hay un hombre, el penúltimo hacia el extremo derecho de la fotografía que mira al frente. Su mirada está llena de terror. Nota también la actitud de ese hombre situado en el centro de la fotografía entre el verdugo manchú y el Dignatario; trata de seguir todas las etapas del procedimiento y para ello tiene necesidad de inclinarse sobre el hombro del espectador que está a la derecha. El supliciado es un hombre bellísimo. En su rostro se refleja un delirio misterioso y exquisito. Su mirada justifica una hipótesis inquietante: la de que ese torturado sea una mujer. Si la fotografía no estuviera retocada a la altura del sexo, si las heridas que aparecen en el pecho de ese individuo fueran debidas a la ablación cruenta de los senos no cabría duda de ello. Ese hombre parece estar absorto por un goce supremo, como el de la contemplación de un dios pánico. Las sensaciones forman en torno a él un círculo que siempre, donde termina, empieza, por eso hay un punto en el que el dolor y el placer se confunden. No cabe duda de que la civilización china es una civilización exclusivamente técnica. De esta imagen se puede deducir toda la historia. Se trata de un símbolo, un símbolo más apasionante que cualquier otro. Cada vez que lo miro siento el estremecimiento de todos los instintos mesiánicos. Sólo puede torturar quien ha resistido la tortura. Hipótesis inquietante: el supliciado eres tú. El rostro de este ser se vuelve luminoso, irradia una luz ajena a la fotografía. En esta imagen yace oculta la clave que nos libra de la condenación eterna. Es preciso estudiar ese diagrama, ese dodecaedro cuyas cúspides son las manos y las axilas de todos los hombres que se afanan en torno al condenado. Ese hombre, visto en la penumbra, el hombre que se apoya sobre el hombro de su vecino para poder seguir con la mirada cada una de las fases del trabajo de los verdugos, ese hombre parece no creer lo que está viendo. Los chinos nos son ajenos. Es imposible entenderse con ellos...
 
 Conocemos su hipótesis, doctor Farabeuf; una hipótesis que podríamos llamar, stricto sensu, escatológica. Afirma usted, maestro, que el rostro, que ese rostro que usted fotografió, es el rostro de un hombre en el instante mismo de su muerte. Afirma usted, por otra parte, en su interesantísimo trabajo acerca de la fisiología del supliciado que por lo general en estos casos, debido a la concatenación del terror psíquico con el paroxismo de las sensaciones se produce una súbita secreción de adrenalina, la que actúa sobre ciertas células nerviosas... determina por el cambio repentino de polaridades una levísima vibración de la capa superficial del tejido conjuntivo... "una descarga..." -así la llama usted- ¿o no?... Por lo que se refiere al desangramiento su descripción no carece de lirismo... "ello se traduce en una manifestación característica de la fisiología de los órganos masculinos... asimismo de la mujer... en el mismo caso", dice usted. ¿A dónde nos lleva todo esto?
 
 Se trata de un hombre que ha sido emasculado previamente.
 
 Es una mujer. Eres tú. Ese rostro contiene todos los rostros. Ese rostro es el mío. Nos hemos equivocado radicalmente, maestro. Nos engañan las sensaciones. Somos víctimas de un malentendido que rebasa los límites de nuestro conocimiento. Hemos confundido una tarjeta postal con un espejo. Es preciso saber quién tomó esa fotografía.
 
 La fotografía no representa sino una parte mínima del horror.»
 
    [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Cátedra, 2000. ISBN: 84-376-1860-6.]

jueves, 28 de marzo de 2019

Renoir, mi padre.- Jean Renoir (1894-1979)


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Capítulo IV

«Así pues aquel día lluvioso de 1897, Renoir fue en bicicleta a Servigny. Derrapó en un charco, cayó encima de un montón de piedras y, al incorporarse, se dio cuenta de que se había roto el brazo derecho. Metió la bicicleta en la cuneta y volvió a pie, congratulándose por ser ambidextro. Los viticultores con los que se cruzaba y no sabían nada del accidente le daban las buenas tardes. "¿Qué, señor Renoir, todo bien?" Y él contestaba: "Todo bien", pues opinaba que su brazo roto no era asunto de nadie. Pero en realidad nada iba bien. Iba incluso mucho peor de lo que mi padre podía suponerse.
 
 El doctor Bordes, un meridional que ejercía en Essoyes, estaba acostumbrado a las fracturas. Le escayoló el brazo a Renoir y le recomendó que no montase en bicicleta. Mi padre pintó con la mano izquierda y le pidió a mi madre que le preparase la paleta, la limpiara cuando hubiera terminado de usarla y borrase con un trapo empapado en esencia de trementina las partes del cuadro que no le satisfacían. Era la primera vez que le pedía a alguien que lo ayudara en sus tareas de pintor. Al final del verano, volvió a París con la escayola. Al cabo de los cuarenta días reglamentarios, el doctor Journiac, nuestro médico de Montmartre, vino a quitársela. Dijo que el brazo estaba perfectamente soldado y Renoir volvió a pintar con las dos manos indiferentemente, pensando que la aventura ya estaba concluida.
 El día de Nochebuena notó un leve dolor en el hombro derecho. Pero nos acompañó a la calle de Villejust, a casa de "los Manet", donde Paule Gobillard había organizado una fiesta con un árbol de Navidad. Degas, que también había ido, citó casos espantosos de reumatismo deformante consecuencia de fracturas que hicieron reír a todo el mundo, empezando por Renoir. No obstante, llamó a Journiac, que lo preocupó al decirle que la medicina consideraba la artritis como un misterio prácticamente impenetrable. Todo cuanto se sabía era que podía llegar a ser muy grave. Le recetó antipirina. El doctor Baudot no fue más alentador y recomendó purgas frecuentes. Renoir siguió las recomendaciones de ambos y añadió una serie de ejercicios físicos. No creía gran cosa en las caminatas, que ejercitan sobre todo determinados músculos. Se fiaba mucho de los juegos de pelota. Siempre le había gustado hacer juegos malabares. Se obligó a irse todos los días al estudio algo más tarde y practicar ese ejercicio durante diez minutos. "Es un ejercicio tanto mejor cuanto más torpe eres. Cuando se te cae algo, no te queda más remedio que agacharte para ir a buscar la pelota o hacer movimientos no previstos para alcanzarla debajo de un mueble." Hacía juegos malabares con tres pelotitas de cuero de unos seis centímetros de diámetro como las que usan los niños para esos juegos que ya han desaparecido, la pandereta, el escudo, la pelota cazadora, etc. Cuando había ocasión, también jugaba al volante. El tenis le parecía demasiado complicado. "Hay que ir a un sitio especial a unas horas fijadas de antemano. Prefiero mis tres pelotas de niño pequeño que cojo cuando me apetece." Le agradaba el billar, que obliga a posturas inverosímiles. Después de ampliar la casa de Essoyes, mi madre compró una mesa de billar profesional y se convirtió en una jugadora de primer orden. Pese a lo corpulenta que era, ganaba a mi padre con regularidad. Desafió a los jugadores locales y se convirtió en algo así como en una campeona.
 A finales de mayo, mi padre nos llevó a Berneval, a ver a los Bérard. Alquilamos esa casa en que vivía Oscar Wilde en invierno y en que ya había ocurrido la primavera anterior al accidente de bicicleta. Luego vinieron los meses de calor en Essoyes, los paseos a orillas del río y la búsqueda de avellanas en otoño. Volvimos a la calle de La Rochefoucauld para el comienzo de curso de Pierre en Sainte-Croix. En diciembre, Renoir tuvo otro ataque, que en esta ocasión fue tremendo. No podía mover el brazo derecho y tenía tantos dolores que estuvo varios días sin tocar un pincel.
 A partir de ese ataque, su historia fue la de la lucha contra la enfermedad. No pensaba en curarse. Eso estoy seguro que le daba igual. En lo que pensaba era en pintar. Vuelvo al ejemplo del ave migratoria. En algunas comarcas, los hombres tienden unas grandes redes que obstruyen el camino que el destino les ha trazado a esas aves de forma irrevocable. La enfermedad era la trampa que se alzaba en el camino de Renoir. No tenía elección: o se desenredaba de la red y seguía adelante pese a los miembros dañados o cerraba los ojos y se moría. Por supuesto que a Renoir, enemigo de cualquier postura que viciara el intelectualismo, se le planteaba la cuestión en términos más ordinarios. Le decía a mi madre que temía no poder garantizar la vida material de su gente. Tenía una producción gigantesca, pero vendía en el acto casi todo lo que hacía. Aquellas ventas cubrían de sobra nuestra vida despreocupada, pero poco más. Sabido es que a Renoir lo echaba para atrás comprar acciones, que llamaba, con un juego de palabras fácil, malas acciones. En cuanto a mi madre, como buena mujer práctica, no se preocupaba. Le gustaban las casas buenas, la buena mesa compartida con muchos amigos, pero habría sido igual de feliz en una cabaña con tal de que estuvieran con ella su marido y sus hijos.
 La dolencia progresaba de forma irregular. Sitúo el gran cambio físico de Renoir después de que naciera mi hermano Claude, alrededor de 1902. Se hizo más patente la atrofia parcial de un nervio del ojo izquierdo. Era fruto de un enfriamiento que mi padre se había cogido muchos años antes mientras pintaba un paisaje. El reuma aumentó esa parálisis parcial.  En pocos meses, el rostro de Renoir adquirió esa expresión de inmovilidad que tanto impresionaba a quienes lo veían de cerca por primera vez. Tengo que admitir que nosotros nos acostumbramos en seguida a ese nuevo aspecto. Si prescindimos de los ataques, cada vez más dolorosos, se nos olvidaba por completo que estaba enfermo.
 Según pasaban los años iba teniendo la cara más chupada y se le engarfiaban las manos. Una mañana renunció a las tres pelotas con las que le había visto yo darse tanta maña para los juegos malabares. No conseguía ya agarrarlas con los dedos. Las arrojó lejos de sí, acompañando ese gesto de irritación  de un "¡Maldita sea! Me estoy quedando chocho". Pasó a jugar al boliche, "¡igual que Enrique III en Alexandre Dumas!" Se le ocurrió también hacer juegos malabares con un leño de poco tamaño.»
 
    [El texto pertenece a la edición en español de Alba Editorial, 2007, en traducción de María Teresa Gallego Urrutia. ISBN: 84-8428-327-5.]

miércoles, 27 de marzo de 2019

El zoo humano.- Desmond Morris (1928)


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VII.-El adulto infantil

«Como las supertribus están aumentando continuamente de tamaño y el zoo humano se está volviendo cada vez más angosto y abarrotado, esto requiere una planificación más cuidadosa e imaginativa. Sobre todo, exige una consideración de las demandas biológicas de la especie humana por parte de administradores y planificadores de ciudades mucho mayor de la que se ha manifestado en un reciente pasado.
 Cuanto más atentamente se examina la situación, más alarmante aparece ésta. Reformadores y organizadores bienintencionados trabajan para conseguir lo que consideran mejores condiciones de vida, sin poner ni por un momento en duda el valor de lo que están haciendo. Después de todo, ¿quién puede negar el valor de suministrar más casas, más pisos, más automóviles, más hospitales, más escuelas y más alimentos? Si existe, tal vez, cierto grado de monotonía y uniformidad en todas estas comodidades, se trata de algo que no puede evitarse. La población humana está creciendo con tanta rapidez que no hay tiempo ni espacio suficientes para hacerlo mejor. El inconveniente es que, mientras por una parte todas estas nuevas escuelas están saturadas de alumnos, plenamente dispuesta la inventiva para modificar las cosas, los otros nuevos progresos están conspirando para hacer cada vez más imposibles las innovaciones sorprendentes. En su monotonía altamente organizada y en continua expansión, estos progresos favorecen incuestionablemente la generalizada aceptación de las más triviales soluciones a la lucha de estímulo. Si no tenemos cuidado, el zoo humano se irá convirtiendo cada vez más en algo parecido a una casa de fieras victoriana, con pequeñas jaulas de agitados paseantes cautivos.
 Algunos escritores de ciencia ficción adoptan una postura pesimista. Cuando describen el futuro, lo representan como una existencia en la que los individuos humanos se hallan sometidos a un sofocante grado de uniformidad, como si los nuevos progresos hubieran llevado casi a un punto muerto las ulteriores invenciones. Todo el mundo lleva trajes de tonos tristes, y predomina la automación. Si tienen lugar nuevas invenciones, sólo sirven para apretar más aún la trampa en torno al cerebro humano.
 Podría alegarse que esta imagen tan sólo refleja la pobreza de imaginación de los escritores, pero hay algo más que eso. Hasta cierto punto, se limitan a exagerar la tendencia que ya pueden detectar en las condiciones actuales. Están respondiendo al incansable crecimiento de lo que se ha denominado la "prisión del planificador". Lo malo es que a medida que los nuevos progresos en medicina, higiene, alojamiento y producción de alimentos permiten amontonar con eficacia cada vez más gente en un espacio dado, los elementos creadores de la sociedad se preocupan de problemas de cantidad, más que de calidad. Se da preferencia a aquellos inventos que permiten nuevos incrementos de la reiterada mediocridad. La eficiente homogeneidad goza de preferencia sobre la estimulante heterogeneidad.
 Como señalaba un planificador rebelde, un sendero recto entre dos edificios puede ser la solución más eficaz (y barata), pero eso no significa que sea el mejor sendero por lo que se refiere a satisfacer las necesidades humanas. El animal humano necesita un territorio espacial en que vivir que posea características distintivas, sorpresas, singularidades visuales, puntos de referencia y peculiaridades arquitectónicas. Sin todo esto, puede tener escaso significado. Una forma geométrica y limpiamente simétrica tal vez sea útil para sostener un techado, o para facilitar la prefabricación de unidades de alojamiento producidas en masa, pero cuando se aplica al nivel del paisaje va contra la naturaleza del ser humano. ¿Por qué, si no, resulta tan ameno pasear por un serpenteante camino rural? ¿Por qué, si no, los niños prefieren jugar entre los montones de escombros de edificios abandonados, en vez de hacerlo en sus inmaculados, desnudos y geométricamente dispuestos campos de recreo?
 La actual tendencia arquitectónica hacia la austera sencillez de diseño puede fácilmente llegar a desbocarse y ser utilizada como excusa de la falta de imaginación. Las manifestaciones estéticas mínimas sólo son excitantes como contraste con otras manifestaciones más complejas. Cuando llegan a dominar la escena, los resultados pueden ser extremadamente perjudiciales. La arquitectura moderna ha estado siguiendo esta dirección algún tiempo, fuertemente estimulada por los planificadores del zoo humano. Enormes bloques de apartamentos, todos iguales, han proliferado en muchas ciudades como respuesta a las demandas de alojamiento de las poblaciones supertribales, en continuo aumento. La excusa ha sido la eliminación de los suburbios, pero, con demasiada frecuencia, el resultado ha sido la creación de los supersuburbios del inmediato futuro. En cierto sentido, son peores que nada, ya que dan una falsa impresión de progreso, originan complacencia y satisfacción por la obra realizada y disminuyen la posibilidad de un auténtico progreso.»
 
    [El texto pertenece a la edición en español de Plaza & Janés editores, 1979, en traducción de Adolfo Martín. ISBN: 84-01-44061-0.]

martes, 26 de marzo de 2019

La guitarra azul.- John Banville (1945)


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II

«Gloria me culpa de la muerte de nuestra hija. ¿Qué cómo lo sé? Porque me lo dijo. No, aguardad: lo que dijo fue que no me lo perdonaba, que es algo completamente distinto. La niña, me apresuro a aclarar, murió de una rara y fatídica afección del hígado -me dijeron el nombre, pero lo olvidé al momento-, que no tenía cura. Es difícil imaginar que alguien tan pequeño pueda tener un hígado, la verdad. Fue años después cuando Gloria se volvió hacia mí y, como si se le hubiera ocurrido de improviso -¿de improviso?, parecía largamente meditado, más bien-, me dijo:
 -No puedo perdonártelo, lo sabes.
 No había rencor en su voz, hablaba en un tono suave, coloquial; sin emoción alguna que yo pudiera percibir. Estaba estableciendo un hecho, me estaba informando de una particularidad. Cuando intenté protestar, ella me cortó, en tono amable pero firme:
 -Ya sé lo que me vas a decir, pero yo necesito tener a alguien a quien culpar y ése eres tú. ¿No te importa?
 Lo pensé, antes de contestar que el hecho de que me importara o no, nada tenía que ver con la cuestión. Ella también reflexionó un instante, asintió con un seco movimiento de cabeza y, sin decir una palabra más, seguimos caminando. Qué conversación tan peculiar, pensaréis y tendréis razón; pero a nosotros no nos lo pareció entonces. Os aseguro que el duelo produce extraños efectos; también la culpa, pero ese es otro asunto y está guardado en otro compartimento del sobrecargado y sufriente corazón.
 He olvidado casi todo de nuestra hija, nuestra pequeña Olivia; son muy útiles los sumideros que he horadado en el lecho de la memoria. La he momificado; vive dentro de mí como uno de esos cadáveres de santos milagrosamente preservados que se exponen bajo los altares de las iglesias italianas, resguardados por un cristal; así reposa ella, diminuta, con una palidez cérea, extrañamente quieta; ella, y sin embargo, otra, inmutable a través de las mudanzas de los años.
 Nació cuando vivíamos en la ciudad, en una casa alquilada en Cedar Street, una vivienda diminuta con ventanas minúsculas y un suelo de listones de madera que parecían chillar cuando los pisabas. Me gustaba porque tenía un ático con un tragaluz orientado al norte bajo el cual instalé mi caballete. En aquellos días estaba pintando una tormenta, entre el asombro ante mi talento y el terrible temor de no saber hacia dónde iba y de que me estuviera engañando a mí mismo. Lo peor de la vivienda: que nuestra casera era la madre de Gloria, la Viuda Palmer. El nombre no le va, ya que carece de la figura elegante y lánguida de la palmera. Más bien al contrario, es un pajarraco anquilosado con aspecto de halcón -todavía continúa muy erguida en su jaula-, con el cabello con permanente, una boca pálida y tensa y una de esas narices respingonas -esa palabra es demasiado graciosa para lo que describe- que ofrecen una desagradable visión de los cavernosos orificios nasales hasta cuando miran de frente. Pero estoy siendo demasiado duro. La mujer no tuvo una vida fácil cuando se quedó viuda y aún menos cuando su marido estaba allí para atormentarla. Aquel libertino, Ulrik Palmer, de los Palmer de Palmerstown, como le gustaba hacerse llamar sin el menor atisbo de ironía, fue un gandul que la trató con desprecio mientras vivió y que la dejó sin nada cuando murió, salvo unas cuantas propiedades dispersas por la ciudad, como la casa de Cedar Street, por la que yo debía pagar un alquiler escandalosamente alto, detalle que suscitaba un larvado resentimiento por mi parte y una áspera actitud defensiva por parte de Gloria. Por cierto, no tengo ni la más remota idea de cómo una pareja tan mezquina como Ma y Pa Palmer consiguieron crear una criatura tan magnífica como mi Gloria. Tal vez era huérfana y nunca se lo dijeron, no me extrañaría.
 Fue el dolor lo que nos condujo a aquel sur adormecido por el sol. El dolor alienta los desplazamientos, exhorta a la fuga, a la búsqueda incansable de nuevos horizontes. Tras la muerte de la niña, Gloria y yo nos convertimos en un blanco móvil para esquivar, para intentar esquivar, los dardos abrasadores que el dios del dolor lanza con su ardiente arco. La muerte y el amor tienen en común más de lo que parece, al menos en lo concerniente a los sentimientos. Supongo que era inevitable que volviésemos a los escenarios de nuestros primeros devaneos, como si así pudiésemos anular los años, como si pudiéramos hacer retroceder el tiempo para que lo que había sucedido no sucediera. Gloria vivió con mayor dolor nuestra tragedia y eso, asimismo, era inevitable; después de todo, era una parte de ella, carne de su carne, quien había muerto. Mi papel se había limitado a liberar, tres meses antes, al diminuto y loco velocista cuya meta era abrirse camino fuera de mí y avanzar como un renacuajo hacia el desdeñoso y, al final, muy receptivo blanco. Otra perforación, otro agujero más entre los agujeros. Cuán limpiamente parece ordenarse todo, esta vida, estas vidas.
 Nunca imaginé que la criatura hubiese estado con nosotros suficiente tiempo como para que advirtiéramos con tanta intensidad su presencia, o más bien su ausencia. Era muy pequeña, se marchó muy pronto. Su muerte tuvo un efecto embrutecedor en nuestras vidas, en la de Gloria y en la mía, algo de nosotros murió con ella. No es nada sorprendente, lo sé, no somos los únicos a quienes ha sucedido; continuamente mueren niños y se llevan consigo una parte de sus padres. Teníamos la sensación -y en este caso creo que pudo hablar por Gloria tanto como por mí- de que nos encontrábamos sin llave ante la entrada de nuestra casa y golpeábamos la puerta una y otra vez, pero no oíamos nada dentro, ni siquiera un eco, como si la casa se hubiese llenado de arena, de arcilla, de cenizas hasta el techo.»
 
    [El texto pertenece a la edición en español de Penguin Random House, 2016, en traducción de Nuria Barrios. ISBN: 978-84-204-1364-8.]

lunes, 25 de marzo de 2019

Apócrifos.- Karel Capek (1890-1938)


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La legión romana

«Cuatro de los veteranos de César, que habían participado en las campañas de la Galia y Britania, volvieron cubiertos de gloria  después de haber obtenido el mayor triunfo que nunca viera el mundo. Pues bien, esos cuatro héroes, a saber: Bulio, antiguo cabo; Lucio, llamado el Flaco por su delgadez; Sartor, llamado Hilla, veterinario de la segunda legión y, finalmente, Estrobus de Gaeta, se reunieron en la taberna de un griego de Sicilia, estafador de primera, llamado Onócrates, para recordar juntos los grandes e históricos acontecimientos militares de que habían sido testigos. Como hacía bastante calor, Onócrates les puso la mesa en la calle, y allí aquellos cuatro soldados bebían y hablaban a voz en grito. ¿Hay algo de extraño en que pronto se reuniera a su alrededor un montón de gente de aquella misma calle, artesanos, acemileros, niños y mujeres con niños de pecho en los brazos, para oír su conversación? Créanme ustedes, los gloriosos hechos del gran César todavía despertaban interés entre los ciudadanos romanos.
 -Bueno -dijo Estrobus de Gaeta-, escuchad lo que ocurrió cuando nos encontramos frente a treinta mil cenomanos en aquel río.
 -Espera -le corrigió Bulio-; primero, allí no había treinta mil de esos cenomanos, sino apenas dieciocho mil; y segundo, tú estabas en la novena legión, que nunca luchó contra los cenomanos. Vosotros estabais descansando en el campo de Aquitania y nos arreglabais las botas, porque en vuestra legión servían solamente zapateros de tres al cuarto. Bien, ahora ya puedes continuar.
 -Estás muy equivocado -objetó Estrobus-. Para que lo sepas, aquella vez estábamos en Lutecia. Y las botas os las arreglamos el día que os rompisteis las suelas huyendo de Gergovia. Entonces vosotros y la quinta legión os llevasteis una buena paliza y os estuvo muy bien empleado.
 -No fue así -cortó Lucio el Flaco-. La quinta legión no estuvo nunca en Gergovia. Recibió una buena tunda al principio, en Bibracte, y desde entonces no hubo quien la hiciera ir a ninguna parte, como no fuera para tragar algo... ¡Vaya legión aquella! -dijo el Flaco escupiendo lejos.
 -Pero, ¿quién tuvo la culpa -intervino Bulio- de que la quinta legión se metiera en un lío en Bibracte?Tenía que adelantar la sexta para ir a reemplazarla. Pero aquellos holgazanes no tuvieron ganas... Precisamente, acababan de volver de Massilia, de visitar a las chicas...
 -¿De dónde sacas eso? -objetó Sartor, llamado Hilla-. La sexta legión ni siquiera estuvo en Bibracte. No vio el frente hasta Asona, cuando tenía el mando Galba.
 -¡Sí que estás tú enterado de eso, mataburros! -dijo Bulio-. En Asona estaban la segunda, tercera y séptima legiones. A la sexta hacía ya tiempo que los eburones la habían enviado con sus mamaítas.
 -¡Todo eso no es más que una sarta de mentiras! -exclamó Lucio el Flaco-. La verdad es que la segunda legión, en la que yo servía, luchó en Asona. Lo demás son cuentos tuyos.
 -No digas tonterías... -dijo Estrobus de Gaeta-. Vosotros estabais roncando en Asona, en la reserva, y cuando os despertasteis ya se había terminado la batalla. Quemar a los cenomanos, eso sí que supisteis hacerlo; y para deshacer a tajos a unos cuantos cientos de civiles por haber colgado a tres usureros... para eso sí llegasteis a tiempo.
 -Fueron órdenes de César -dijo el Flaco encogiéndose de hombros.
 -¡No es verdad! -gritó Hilla-. Eso no lo ordenó César, sino Labieno. ¿Cómo podía ordenar César una cosa así? Él era demasiado político para eso; pero Labieno era un soldado.
 -¡Galba sí que era un soldado! -exclamó Bulio-. No tenia miedo. Pero Labieno estaba siempre a media milla del frente para no correr peligro. ¿Dónde estaba Labieno cuando nos cercaron los nerusos, eh? Aquella vez cayó nuestro comandante y yo, que era el cabo de más edad, tomé el mando. ¡Muchachos!, les dije, ¡el que retroceda un paso...!
 -Con los nerusos no ocurrió absolutamente nada -le interrumpió Estrobus-. Esos disparaban contra vosotros con piñas y bellotas. Peor fue con los de Auvernia.
 -¡No cuentes historias! -objetó el Flaco-. A los de Auvernia ni siquiera les pudimos alcanzar. ¡Muchachos, aquello era como perseguir liebres!
 -En Aquitania -dijo Hilla- maté una vez un ciervo... Era una pieza tan inmensa que tenía los cuernos como un árbol... Dos caballos se necesitaron para arrastrarlo al campamento.
 -Eso no es nada -declaró Estrobus-. ¡En Britania sí que había ciervos!
 -¡Sostenedme, sostenedme, que me caigo! -gritó Bulio-. Este Estrobus quiere hacernos creer que estuvo en Britania.
 -Pero tampoco tú estuviste allí -objetó el Flaco-. ¡Eh, Onócrates, vino! Os digo que ya he conocido bastantes embusteros que decían que habían estado en Britania, pero nunca creí a ninguno.
 -Yo estuve -dijo Hilla-. Llevé allá cerdos. Estaban allí la séptima, octava y décima legiones.
 -¡No digas tonterías! -dijo Estrobus-. La décima nunca fue más allá del campamento de Secuano. Debíais haber visto cómo llegaron de brillantes a Alesia. Pero allí les dieron una buena a aquellos mocosos.
 -Allí nos dieron a todos -interrumpió Bulio-. Nos dieron más palos que a una estera y, sin embargo, ganamos.
 -No fue así -objetó el Flaco-. Aquello no fue una gran batalla. Cuando salí por la mañana de la tienda...
 -La cosa no fue así -replicó Hilla-. En Alesia empezó el baile ya durante la noche.
 -¡Vete a... alguna parte! -dijo Bulio. Comenzó cuando acabamos de comer. Precisamente habíamos tenido carnero...
 -No es cierto -dijo Hilla golpeando la mesa-. En Alesia teníamos carne de vaca, porque se morían de la peste. ¡Ya nadie quería tragar aquello!
 -Yo digo que era carnero -siguió en sus trece Bulio-. Aquella vez vino el capitán Longo de la quinta legión.
 -¡Hombre! -dijo el Flaco-. Longo estaba precisamente en la nuestra, en la segunda, y cuando lo de Alesia hacía tiempo que estaba ya en el otro mundo. La quinta la mandaba Hircio.
 -¡No mientas, hombre! -dijo Hilla-. En la quinta estaba ese... ¿cómo se llamaba? Ajá... Corda.
 -¡Qué va! -afirmó Bulio-. Corda estaba en Massilia. Era Longo y ¡basta! Vino y nos dijo: "¡Maldita lluvia!"
 -No bromees -exclamó Estrobus-. ¡Si no fue así! En Alesia aquella vez no llovió. Hacía un calor asfixiante. Recuerdo bien cómo apestaba aquella carne de cerdo.»
 
  [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Valdemar, 2009, en traducción de Ana Orozco de Falbr. ISBN: 978-84-7702-623-5.]
 

domingo, 24 de marzo de 2019

Trieste.- Dasa Drndic (1946-2018)


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Franz Suchomel, SS-Unterscharführer (subteniente)

«-¿Cómo fue posible "procesar" a dieciocho mil personas al día?
 Dieciocho mil. Es una exageración.
 -Pero es lo que está escrito en los informes.
 No tengo ninguna duda.
 -Para poder liquidar dieciocho mil personas al día...
 Se trata de una mera exageración, señor Lanzmann.
 -¿Cuántos, entonces?
 De doce a quince mil. Trabajando todas las noches. En el mes de enero, los trenes empezaban a llegar a las seis de la madrugada.
 -Es decir, que primero llegaban los trenes, ¿y luego?
 Los trenes llegaban a Treblinka desde Malkinia. La distancia que las separa es de unos diez kilómetros. Treblinka es un pueblecito. En el auge de la acción llegaban entre treinta y cincuenta vagones diarios. Cada vez llegaban a la rampa del campo quince vagones, mientras los otros esperaban en la estación. Las aperturas en los vagones estaban protegidas con alambre de espino, nadie hubiera podido escapar. En los techos de los vagones hacían guardia los cerberos -los ucranianos y los letones. En la rampa delante de cada vagón había dos judíos de la Unidad Azul, encargados de meter prisa a la gente, vamos, más rápido, más rápido, todos fuera. Detrás de ellos estaban los SS y los ucranianos armados. Los efectivos de la Unidad Azul estaban distribuidos por aquí y los de la Unidad Roja, por allá. Allí mismo.
 -¿Y qué hacían los de la Unidad Roja?
 Se llevaban la ropa. En la misma rampa, las personas se tenían que desnudar. Y los de la Unidad Roja eran los encargados de llevarse la ropa de allí.
 -¿Cuánto tiempo pasaba entre el desembarque y que se empezasen a desnudar?
 Las mujeres, por ejemplo, una hora, hora y media. Para vaciar el tren entero, dos horas. En dos horas todo estaba acabado...
 -Dos horas desde la llegada hasta...
 La muerte.
 -¿Todo estaba acabado en dos horas?
 Sí, en dos horas, en dos horas y media. Nunca más de tres.
 -¿Todo un tren?
 El tren entero
 -¿Y para un convoy? ¿Para diez vagones? ¿Cuánto tiempo se necesitaba para procesar diez vagones?
 No lo sé. Los convoyes llegaban uno detrás del otro, ¿me entiende usted? Los hombres estaban sentados allí, esperando. Y nosotros enseguida empezamos a dirigirlos hacia el "tubo". Las mujeres iban las últimas. Ellas esperaban ahí, en grupos de cincuenta. Ellas esperaban ahí, un grupo de cincuenta, sesenta mujeres con niños, esperaban a que en las cámaras se retirasen los cadáveres de los que iban primero. Todos esperaban desnudos. En verano y en invierno.
 -Los inviernos en Treblinka debían de ser fríos.
 Hasta menos cuatro o cinco grados. A nosotros, al comienzo, nos parecía un frío terrible. No llevábamos los uniformes adecuados.
 -Dentro del túnel debía de hacer aún más frío. Describa usted ese túnel.
 Era ancho, unos cuatro metros, y cerrado por los dos lados con alambre de espino en el cual estaban enganchadas ramas de pino. ¿Lo entiende usted? Eso se llama camuflaje. Existía en el campo también una Unidad de Camuflaje, que consistía en doce judíos. Iban cada día a los bosques y traían ramas frescas. No era posible ver nada a través de ese vallado. Ni desde dentro ni desde fuera.
 -¿Ese túnel se llamaba "el camino hacia el cielo", Himmelsweg, no es verdad?
 Los judíos lo llamaban el Día de la Ascensión.
 -¿Y luego? Las personas entraban en el túnel, completamente desnudas. ¿Y luego?
 Completamente desnudas. Aquí, ¿lo ve?, aquí había dos guardias ucranianos con látigos y aguijoneaban a todos los que se rezagaban. Repartían latigazos sólo a los hombres. A las mujeres no.
 -Parece humano.
 La mujeres esperaban en el túnel. Podían oír el zumbido de los motores. Es posible que oyeran las súplicas desde dentro de las cámaras. Mientras estaban allí esperando sentían "el pánico de la muerte". Y cuando uno siente "el pánico de la muerte", los esfínteres se relajan, todo se relaja. El vientre se vacía por delante y por detrás. Le pasó lo mismo a mi madre cuando estaba muriendo. Se meo dentro de su propia cama. Pobre.
 -¿Su madre?
 Sí. Así fue, allí donde estaban esperando las mujeres quedaban después seis filas de deposiciones. De deposiciones diversas.
 -¿Lo hacían de pie?
 Es posible que de pie o bien agachadas. No lo vi nunca en persona. Lo único que vi fueron sus deposiciones.
 -¿Y eso es lo que les pasaba a las mujeres?
 Sí, a las mujeres. Los hombres no tenían tiempo. Ellos eran azuzados para pasar el túnel lo más rápido posible. Svidse, Svidse, gritaban los guardias y repartían latigazos. No puedo pronunciar bien esa palabra, me faltan los dientes. Svidse, quiere decir más rápido. Y las mujeres tenían que esperar a que las cámaras se vaciaran.
 -Es decir, ¿ése era el procedimiento?
 Sí. Todo tenía que hacerse con prisa, con mucha prisa. La Unidad Azul tenía que "acompañar" a los viejos y a los enfermos hasta el "ambulatorio" para que no obstaculizaran el flujo de las personas hacia las cámaras de gas. Los alemanes eran los que decidían quién estaba destinado al "ambulatorio" y quién acababa en la cámara. A algunos hasta los llevaban en camilla. Las mujeres viejas, los niños enfermos, los niños de las madres enfermas, los nietos de viejecitas débiles, esas personas eran destinadas al "ambulatorio". En el edificio del "ambulatorio" estaba la bandera blanca con la cruz roja, nadie se esperaba lo que les habían preparado, no protestaban. Hasta el "ambulatorio" conducía un pasillo protegido por un vallado que continuaba hasta las fosas. Hasta que no llegaban delante de las fosas, esas personas no podían ver los montones de cadáveres. Allí mismo tenían que desnudarse completamente y sentarse al borde de la fosa. Recibían un disparo en la nuca y se desplomaban dentro del precipicio. Dentro de la fosa había basura y restos de papel. Siempre había también fuego encendido. Las personas son un combustible excelente.»
 
   [El texto pertenece a la edición en español de Automática Editorial, 2015, en traducción de Simona Skrabec. ISBN: 978-84-15509-28-8.]

sábado, 23 de marzo de 2019

La hija de Celestina.- Alonso Jerónimo de Salas Barbadillo (1580-1635)


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Capítulo 3: La hija de Celestina y demás compañeros prosiguen su camino, y ella cuenta a Montufar su vida y nacimiento 

«Mientras ella andaba en estos ejercicios, el bueno de mi padre acudía a sus devociones, sin dejar ermita que no visitase, en cuya jornada, y como iba a pie y eran tantas, sólo Dios y él saben los muchos tragos que pasaba, haciendo tan largas oraciones, que muchas veces se quedaba arrobado hora y horas, y aun las noches y días enteros.
 Pasólo bien  mucho tiempo, hasta que un muchacho que le andaba a los alcances dio noticia a los demás y, entre otros renombres que le achacaron, el que más le dolió fue "Pierres". A los principios de esta persecución que él padecía del vulgo pueril -que suele ser el más desvergonzado y el menos corregible- valióse de una industria, que fue excusarse de las calles principales; pero él hizo obras tales, que llegaron a conocerle en los últimos arrabales, donde le cantaban la misma musa.
 Estuvo muy determinado -casi, casi resuelto- a tener vergüenza, apartándose de este mal vicio por excusarse de la afrenta; pero, como achaque antiguo y envejecido en la persona con la edad, curóse mal y, por más que afirmó los pies, volvió a dar de cabeza, sin hallarle remedio los médicos, que con esta enfermedad acabó sus días con no poco dolor del pueblo, que con él se entretenía en este modo:
 En una fiesta de toros donde se hallaron los Reyes, entró a romper unos rejones en presencia de los ojos de su dama -por pagarles un singular favor que le habían hecho- cierto príncipe acompañado de más de doscientos lacayos, todos de una librea. Entre los que vistió fue uno mi padre, y como él antes de entrar en la plaza hubiese acudido a sus estaciones y trajese la cabeza trabajosa, tanto, que se había bajado el gobierno del cuerpo a los pies, pensando que huía del toro, le salió al camino y se arrojó sobre sus cuernos. Llegaron aprisa para valerle todos los caballeros, pero ya él había dado su alma a Dios, y a la tierra más vino que sangre.
 A todos les pesó y a su amo más que a todos; al fin, con traerle a casa para que le diésemos sepultura, le hicieron pago. Mi madre y yo le lloramos, como cuerdas, lo menos que pudimos, y aun para esto fue menester esforzarnos. Decían unos vecinos nuestros, gente de no mala capa, pero de ruin intención, considerando la vida de mi padre -que fue pacientísima- y después la muerte en los cuernos de un toro, que se había verificado bien aquel refrán: "¿Quién es tu enemigo? El que es de tu oficio."; y sobre esto glosaban otros, extendiéndose a muy largos comentos. Nosotras hicimos a todo oído de mercader, hasta que el tiempo, que olvida las cosas más graves, sepultó ésta entre las demás.        
 Ya yo era mozuela de doce a trece y tan bien vista de la Corte, que arrastraba príncipes que, golosos de robarme la primera flor, me prestaban coches, dábanme aposentos en la comedia, enviábanme las mañanas de abril y mayo almuerzos y las tardes de julio y agosto meriendas al río de Manzanares. Mirábanme envidiosas algunas de estas doncelluelas fruncidas y decían: "¡Miren con el toldo que va la hija de Pierres y Celestina!", sin acordarse que yo me llamaba Elena de la Paz: Elena, porque nací el día de la Santa, y Paz porque se llamaba así la comadre en cuyas manos nací, que sacándome después de pila quiso hacerme heredera de su nombre.
 Ellas me cortaban de vestir aprisa, y mucho más los sastres; porque como mi madre se resolviese a abrir tienda -que al fin se determinó antes que yo cumpliese los catorce de mi edad- no hubo quien no quisiese alcanzar un bocado, obligándome primero con alguna liberalidad; y fueron tantas las que conmigo usaron, que ya me faltaban cofres para los vestidos y escritorios para las joyas.
 Tres veces fui vendida por virgen: la primera a un eclesiástico rico; la segunda a un señor de título; la tercera a un genovés, que pagó mejor y comió peor. Este fue el galán más asistente que tuve, porque mi madre envió un día, valiéndose de sus buenas artes, en un regalo de pescado que le presentó, bastante pimienta para que se picase de mi amor toda su vida; andaba el hombre loco, y tanto, que habiendo destruido con nosotras toda su hacienda, murió en una cárcel, habrá pocos días, preso por deudas.
 Temióse mi madre de la Justicia y quiso mudar de frontera. Partímonos a Sevilla y en el camino, por robarla, unos ladrones la mataron; y acompañárala yo en esta desdicha si no me hubiera quedado, en razón de venir con poca salud, más atrás dos leguas.
 Supe la triste nueva de su muerte luego y, sin pasar más adelante, me volví a Madrid, donde te encontré en casa de aquella amiga y me aficioné de tus buenas partes, siendo el primer hombre que ha merecido mi voluntad y con quien hago lo que los caudalosos ríos con el mar -que todas las aguas que han recogido, así de otros ríos menores como de varios arroyos y fuentes, se las ofrecen juntas- dándote lo que a tantos he quitado.
 De allí, como tú sabes, pasamos a esta ciudad de Toledo, de donde volvemos tan acrecentados que, si tú no tuvieras más angosto el ánimo de lo que yo pensé, trajeras mejores alientos. Y porque parece que la conversación ha sido salsa que te ha hecho apetecer el sueño, sosegando algún tanto la inquietud de tu espíritu, reclínate un poco y reposa, considerando que todo lo que el miedo es bueno antes de cometer un delito, porque suspende la ejecución de él, es malo después, porque turba al culpado tanto que suele, en vez de huir de quien con diligencia le busca, ponerse él mismo en sus propias manos.»
 
    [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Cátedra, 2008. ISBN: 978-84-376-2434-1.]