Capítulo 3: La hija de Celestina y demás compañeros prosiguen su camino, y ella cuenta a Montufar su vida y nacimiento
«Mientras ella andaba en estos ejercicios, el bueno de mi padre acudía a sus devociones, sin dejar ermita que no visitase, en cuya jornada, y como iba a pie y eran tantas, sólo Dios y él saben los muchos tragos que pasaba, haciendo tan largas oraciones, que muchas veces se quedaba arrobado hora y horas, y aun las noches y días enteros.
Pasólo bien mucho tiempo, hasta que un muchacho que le andaba a los alcances dio noticia a los demás y, entre otros renombres que le achacaron, el que más le dolió fue "Pierres". A los principios de esta persecución que él padecía del vulgo pueril -que suele ser el más desvergonzado y el menos corregible- valióse de una industria, que fue excusarse de las calles principales; pero él hizo obras tales, que llegaron a conocerle en los últimos arrabales, donde le cantaban la misma musa.
Estuvo muy determinado -casi, casi resuelto- a tener vergüenza, apartándose de este mal vicio por excusarse de la afrenta; pero, como achaque antiguo y envejecido en la persona con la edad, curóse mal y, por más que afirmó los pies, volvió a dar de cabeza, sin hallarle remedio los médicos, que con esta enfermedad acabó sus días con no poco dolor del pueblo, que con él se entretenía en este modo:
En una fiesta de toros donde se hallaron los Reyes, entró a romper unos rejones en presencia de los ojos de su dama -por pagarles un singular favor que le habían hecho- cierto príncipe acompañado de más de doscientos lacayos, todos de una librea. Entre los que vistió fue uno mi padre, y como él antes de entrar en la plaza hubiese acudido a sus estaciones y trajese la cabeza trabajosa, tanto, que se había bajado el gobierno del cuerpo a los pies, pensando que huía del toro, le salió al camino y se arrojó sobre sus cuernos. Llegaron aprisa para valerle todos los caballeros, pero ya él había dado su alma a Dios, y a la tierra más vino que sangre.
A todos les pesó y a su amo más que a todos; al fin, con traerle a casa para que le diésemos sepultura, le hicieron pago. Mi madre y yo le lloramos, como cuerdas, lo menos que pudimos, y aun para esto fue menester esforzarnos. Decían unos vecinos nuestros, gente de no mala capa, pero de ruin intención, considerando la vida de mi padre -que fue pacientísima- y después la muerte en los cuernos de un toro, que se había verificado bien aquel refrán: "¿Quién es tu enemigo? El que es de tu oficio."; y sobre esto glosaban otros, extendiéndose a muy largos comentos. Nosotras hicimos a todo oído de mercader, hasta que el tiempo, que olvida las cosas más graves, sepultó ésta entre las demás.
Ya yo era mozuela de doce a trece y tan bien vista de la Corte, que arrastraba príncipes que, golosos de robarme la primera flor, me prestaban coches, dábanme aposentos en la comedia, enviábanme las mañanas de abril y mayo almuerzos y las tardes de julio y agosto meriendas al río de Manzanares. Mirábanme envidiosas algunas de estas doncelluelas fruncidas y decían: "¡Miren con el toldo que va la hija de Pierres y Celestina!", sin acordarse que yo me llamaba Elena de la Paz: Elena, porque nací el día de la Santa, y Paz porque se llamaba así la comadre en cuyas manos nací, que sacándome después de pila quiso hacerme heredera de su nombre.
Ellas me cortaban de vestir aprisa, y mucho más los sastres; porque como mi madre se resolviese a abrir tienda -que al fin se determinó antes que yo cumpliese los catorce de mi edad- no hubo quien no quisiese alcanzar un bocado, obligándome primero con alguna liberalidad; y fueron tantas las que conmigo usaron, que ya me faltaban cofres para los vestidos y escritorios para las joyas.
Tres veces fui vendida por virgen: la primera a un eclesiástico rico; la segunda a un señor de título; la tercera a un genovés, que pagó mejor y comió peor. Este fue el galán más asistente que tuve, porque mi madre envió un día, valiéndose de sus buenas artes, en un regalo de pescado que le presentó, bastante pimienta para que se picase de mi amor toda su vida; andaba el hombre loco, y tanto, que habiendo destruido con nosotras toda su hacienda, murió en una cárcel, habrá pocos días, preso por deudas.
Temióse mi madre de la Justicia y quiso mudar de frontera. Partímonos a Sevilla y en el camino, por robarla, unos ladrones la mataron; y acompañárala yo en esta desdicha si no me hubiera quedado, en razón de venir con poca salud, más atrás dos leguas.
Supe la triste nueva de su muerte luego y, sin pasar más adelante, me volví a Madrid, donde te encontré en casa de aquella amiga y me aficioné de tus buenas partes, siendo el primer hombre que ha merecido mi voluntad y con quien hago lo que los caudalosos ríos con el mar -que todas las aguas que han recogido, así de otros ríos menores como de varios arroyos y fuentes, se las ofrecen juntas- dándote lo que a tantos he quitado.
De allí, como tú sabes, pasamos a esta ciudad de Toledo, de donde volvemos tan acrecentados que, si tú no tuvieras más angosto el ánimo de lo que yo pensé, trajeras mejores alientos. Y porque parece que la conversación ha sido salsa que te ha hecho apetecer el sueño, sosegando algún tanto la inquietud de tu espíritu, reclínate un poco y reposa, considerando que todo lo que el miedo es bueno antes de cometer un delito, porque suspende la ejecución de él, es malo después, porque turba al culpado tanto que suele, en vez de huir de quien con diligencia le busca, ponerse él mismo en sus propias manos.»
[El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Cátedra, 2008. ISBN: 978-84-376-2434-1.]
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