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«Era propensa a las crisis de fe. Esa noche, cuando Homer se fue, se sentó en el admirable estudio del coronel Cary, sin duda una de las mejores salas del mundo en términos de adaptación a un propósito, sintiéndose incapaz de leer o ponerse a catalogar. Se preguntó con qué derecho estaba allí y por qué hacía lo que hacía para ganarse la vida. Y quién era.
Normalmente tales dilemas surgían pasadas varias semanas del inicio de un encargo interesante, pero esta vez había aparecido antes, al poco de haber organizado su método de trabajo. Comprendía técnica y hasta emocionalmente la necesidad de redefinir objetivos, pero no lograba entender por qué este período de redefinición debía ir acompañado de depresión, de un grito existencial interno y de una desagradable voz interior que cuestionaba no el proyecto en el que trabajaba, sino a ella en sí. ¿Qué hago aquí?, se preguntaba y el eco de la voz decía: "¿Quién demonios crees que eres para tener el descaro de instalarte aquí?"
Había bebido cerveza. La cabeza le dolía y le daba vueltas. También se sentía culpable, como si le hubiese confiado a Homer un secreto que no le correspondía revelar. Como si hubiese hecho algo malo y él lo supiera.
Procuró concentrarse en lo externo, en sus fichas, en sus notas. Contempló la biblioteca y comprendió que para que el trabajo le durase todo el verano tendría que mentir. No le quedaba ni una semana de trabajo real. Podía irse pronto, pero no quería irse.
Dado que siempre intentaba ser ordenada y catalogar sus ideas y sentimientos, cuando la asaltaba la espantosa y anárquica voz interior tenía la cabeza bien surtida de argumentos eficaces. Para "¿Qué hago aquí?", por ejemplo, contaba con un listado enorme de respuestas. También tenía otro buen repertorio de repuestas para "¿Quién diantres te crees que eres, para aspirar a vivir?". Se justificaba alegando que ella era útil, que ordenaba fragmentos de vidas ajenas.
Aquí, sin embargo, no había justificación posible. ¿De qué servían todas esas fichas, detalles y clasificaciones? Al principio le habían parecido hermosos, capaces de crear un orden propio, capaces de, al fin, archivarse y organizarse de modo que ella pudiera encontrar una estructura, descubrir un secreto. Pero ahora la llenaban de culpabilidad, intuía que allí nunca, jamás, hallaría nada tan revelador ni auténtico, ni tampoco tan relevante, como la historia narrada por Homer. Eran una herejía contra la auténtica verdad.
Se podía coger cualquier verdad, barajarla como si fuera un mazo de naipes y ordenarla en un solitario piramidal para intentar darle cierto sentido, pensó con amargura; pero nunca podría hacer que una ficha titulada "Campbell, Homer" transmitiese nada de lo que Homer le había transmitido esa noche. Pronto tendría que admitir que lo que hacía allí arriba era limitarse a cumplir, llenar el tiempo hasta que le llegase la hora de morir. Sin duda el coronel Cary era una de las grandes irrelevancias de la historia canadiense y ella era otra. Ninguno de los dos estaba vinculado a nada.
Se sentía infantil, enfurruñada. Sabía que tenía que hacer algo concreto hasta que se le pasara el mal humor; de nada servía quedarse ahí sentada, dándole vueltas al asunto. Bajó, desató al oso y se lo llevó al agua. Intentó disfrutar de sus magníficas volteretas y zambullidas, pero también él parecía apagado y triste. La parte cálida del canal era poco profunda y para nadar más hondo Lou tuvo que adentrarse en aguas gélidas. Rio brevemente cuando el oso se le acercó flotando, con solo los ojos y el hocico asomando por el agua, como un cocodrilo. Pero algo empañó también esa alegría, y Lou lo llevó de vuelta a la orilla en medio de un lúgubre silencio.
Volvió a subir al piso de arriba y repasó las fichas que ya había redactado. La biblioteca era convencional y la información personal sobre Cary, escasa. Todavía no había avanzado lo suficiente en la investigación para darle sentido, quizá no lo tenía. Se sentía como una novelista francesa que, tras descartar el argumento y los personajes, debe construir una estructura abstracta y está demasiado apegada a la tradición para conseguirlo. Se notaba débil, incapaz de liberarse de lo concreto. En lugar de ideas, destilaba irritación.
Bueno, bueno, pero ese no es el propósito, le dijo una práctica voz interior. Estás aquí simplemente para cumplir las instrucciones del director.
Debajo de sus carpetas yacía sepultada la carta original del director, que le indicaba: a) catalogar la biblioteca de la isla de Cary que Jocelyn Cary había legado al instituto; b) tomar notas independientes sobre la historia y el estado de dicha biblioteca; c) informar exhaustivamente sobre la idoneidad de la isla de Cary como centro de investigación de la geografía humana de la región septentrional y d) enumerar, citando las fuentes, cualquier información adicional que pudiera ser útil para los historiadores interesados en el período de colonización del coronel Cary.
Leyó las instrucciones dos veces y suspiró, aliviada. Cualquier cosa que hiciese sería relevante. Ahora tenía licencia para existir.»
[El texto pertenece a la edición en español de Editorial Impedimenta, 2015, en traducción de Magdalena Palmer. ISBN: 978-84-15979-56-2.]
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