Primera parte
IV
«Semper ego auditor tantum*? Es una queja tan natural en teología, moral y filosofía como lo fue en la época del satírico Juvenal en poesía. La ley fundamental de la conversación, cuyo establecimiento anhela fervientemente todo el mundo, es que cada cual pueda hablar a su debido tiempo. Cualquier razonamiento avanza más en un minuto o dos mediante preguntas y respuestas, que con la sucesión de soliloquios interminables. Las arengas sólo valen para agitar pasiones y la retórica tiene la facultad de aterrorizar, exaltar, arrebatar o deleitar, antes que la de convencer o enseñar. Un debate libre es un cuerpo a cuerpo. El soliloquio, en comparación, no es más que luchar contra molinos de viento. Es lógico que cuando se nos reduce a meros oyentes de las arengas de otros sobre cualquier asunto, sin poder intervenir, terminemos deplorando tanto el asunto de tales discursos como a los que los pronuncian. Los hombres prefieren razonar sobre naderías, siempre que puedan hacerlo libremente y sin la imposición de la autoridad, que sobre las cosas más útiles e importantes del mundo si están obligados a mantener ciertas formas y temen decir lo que se les ocurre.
No es raro que la gente razone tan poco y no se preocupe demasiado de argumentar con rigor en sociedad sobre cualquier asunto trivial, puesto que están tan poco acostumbrados al ejercicio de la razón para pensar en grandes materias y suelen verse obligados a argumentar lo mínimo a propósito de cuestiones que requerirían la mayor actividad y esfuerzo. Lo mismo sucede cuando los cuerpos fuertes y vigorosos se encuentran encerrados en un espacio reducido y, puesto que no pueden hacer ejercicio, se ven forzados a adoptar posturas incómodas y hacer contorsiones extrañas: siguen moviéndose, pero de la forma más torpe imaginable. Y es que los espíritus animales no pueden yacer muertos o inactivos en esos miembros sanos y vigorosos. Del mismo modo, por más que se intente sojuzgar a los espíritus libres por naturaleza de los hombres ingeniosos ellos encontrarán otras maneras de moverse para hacer más llevadera su situación y ya sea mediante el recurso a la burla, la imitación o la payasada, les hará inmediatamente felices desahogarse y vengarse de quienes los oprimen.
Si se prohíbe a los hombres expresarse seriamente sobre determinados temas, lo harán irónicamente. Si se les prohíbe hablar de tales asuntos, o les parece efectivamente peligroso hacerlo, adoptarán un disfraz, se envolverán en misterio y hablarán de manera ininteligible o al menos difícil de interpretar para aquellos que están dispuestos a causarles problemas. Eso es lo que hace que se ponga de moda la burla y que llegue hasta el paroxismo. El espíritu de persecución ha promovido el espíritu burlón: la ausencia de libertad puede explicar la ausencia de auténtica cortesía así como las bromas de mal gusto y el mal uso del humor.
Respecto a ese mal uso, el hecho de que a veces traspasemos el límite de lo que llamamos urbanidad y caigamos en la rusticidad del bufón, podemos agradecérselo a la ridícula solemnidad y el humor amargo de nuestros pedagogos o, mejor dicho, ellos deberían agradecerse a sí mismos el ser objeto de la mordacidad más descarnada. Es natural que se aplique una intensidad proporcional a la severidad de quien reprime: cuanto mayor la opresión, más ácida la sátira. Cuanto más dura la esclavitud, más refinada la bufonería.
Para darse cuenta de ello, basta fijarse en los países donde existe una férrea tiranía espiritual. Pues los más destacados bufones son italianos y las bufonadas y el género burlesco dominan en su literatura, sus conversaciones familiares, sus teatros y sus calles. Es el único medio de que dispone el infeliz oprimido para dar rienda suelta a un pensamiento libre. Hemos de concederles la superioridad en esa clase de ingenio. No es extraño, pues, que quienes gozamos de mayor libertad mostremos menor destreza en ese género ilustre de la broma y la parodia.»
*Juvenal, Sátiras, I, 1: "¿Siempre yo oyente solo? ¿Nunca voy a replicar [...]?", trad. de Bartolomé Segura Ramos, Madrid, CSIC, 1996.
[El texto pertenece a la edición en español de Editorial Acantilado, 2017, en traducción de Eduardo Gil Bera. ISBN: 978-84-16748-44-0.]
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