sábado, 30 de marzo de 2019

L'Arrabbiata y otras narraciones.- Paul von Heyse (1830-1914)


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L'Arrabbiata

«-Anda, niña, ven -dijo el sacerdote-. Antonino es un buen muchacho y no piensa enriquecerse con tu miseria. Ven aquí, salta -y le tendió la mano-, y siéntate a mi lado. Mira, ¿ves?, ha extendido su chaqueta para que te sientes con más comodidad. Conmigo no ha sido capaz de hacer eso. Pero la gente joven es así; por una mocita se afana más que por diez religiosos. Vamos, vamos, no necesitas disculparte, Tonino. Está dispuesto así por Dios: cada uno se preocupa por sus iguales.
 Entre tanto, Laurella había saltado dentro y se había acomodado sin decir palabra, después de haber apartado a un lado la chaqueta. El joven barquero esperó a que hubiese terminado, mascullando algo entre dientes. Luego empujó con fuerza en el muelle, y la pequeña lancha se deslizó libremente por las aguas de la bahía.
 -¿Qué traes aquí, en ese paquete? -dijo el sacerdote, mientras ella contemplaba fijamente el mar, que resplandecía ya bajo los primeros rayos del sol.
 -Seda, hilo y un pan, padre. La seda la venderé a una mujer de Capri, que se dedica a tejer cintas y cordones, y el hilo a otra.
 -¿Devanaste tú misma la seda?
 -Sí, señor.
 -Si mal no recuerdo, tú aprendiste también a tejer cintas.
 -Sí, señor. Pero mi madre está otra vez peor y no puedo salir de casa; además no podemos pagar un telar útil y de buena calidad.
 -¿Está peor tu madre? ¡Vaya por Dios! Pues cuando estuve a veros por Pascua, ella estaba levantada.
 -Sí, pero la primavera es la peor estación del año para ella. Desde que tuvimos los grandes temporales y los terremotos ha tenido que permanecer echada, a causa de los dolores.
 -No dejes de rezar y de pedirle a la Santísima Virgen que interceda por ella, hija mía; y sé buena y animosa, para que tu oración sea atendida -y después de una pausa-: Cuando te acercabas por la playa te gritaron: "¡Buenos días, Arrabbiata*!". ¿Por qué te llaman así? Ése no es un nombre digno de una chica cristiana, que debe ser siempre dulce y paciente.
 El moreno rostro de la muchacha enrojeció y sus ojos relampaguearon.
 -Se burlan de mí porque no bailo, ni canto, ni doy tanto palique como otras. Que me dejen en paz; yo no me meto con ellos.
 -Sin embargo, tú tendrías que ser amable con todos. Que bailen y canten otras, cuya vida es más regalada que la tuya. Pero dar una palabra amable, también es conveniente para una persona afligida.
 Bajó ella los ojos y frunció las cejas, cual si quisiera ocultar así su negra mirada. Bogaron en silencio un buen rato; el sol resplandecía, magnífico, sobre las montañas, y la cumbre del Vesubio sobresalía por entre los jirones de la niebla que envolvía aún sus laderas, mientras las casas de la llanura de Sorrento deslumbraban de blancura entre los verdes naranjos.
 -Laurella, ¿no has vuelto a saber nada de aquel pintor, aquel napolitano que quiso casarse contigo? -preguntó el cura.
 Negó ella con la cabeza.
 -Entonces comenzó a pintarte un cuadro. ¿Por qué le rechazaste?
 -Y ¿para qué querría él hacer eso? Hay otras mucho más bonitas que yo. Y después, quién sabe a lo que hubiera llegado; mi madre dijo que podía hechizarme con eso y perjudicar mi alma, o incluso llevarme a la muerte.
 -No creo que fueran cosas tan lamentables -dijo gravemente el sacerdote-. ¿No estás siempre en manos de Dios, sin cuya voluntad no caerá ni un solo cabello de tu cabeza? Y ¿ha de ser más fuerte que el Señor un hombre con un cuadro? Además, bien podías tú ver que te quería bien. De otro modo, ¿cómo hubiera querido casarse contigo?
 Ella callaba.
 -¿Por qué le rechazaste, di? Era un buen muchacho, un chico como Dios manda, y hubiera podido sosteneros a ti y a tu madre mucho mejor de lo que tú puedes ahora, tejiendo y devanando seda.
 -Nosotras somos pobres -dijo con vehemencia-, y mi madre está enferma desde hace mucho tiempo. Habría sido una carga para él. Además, yo no valgo para casarme con un señorito; cuando sus amigos hubiesen ido a verle se habría avergonzado de mí.
 -¿Qué estás diciendo? Yo te digo que él era un hombre muy cabal. Y por si fuera poco, quería mudarse a Sorrento, para vivir allí. No, no volverá tan pronto una persona así, como caída del cielo, para ayudaros.
 -¡No quiero marido nunca, jamás! -dijo ella, tercamente y como ensimismada.
 -¿Es que has hecho voto o quieres entrar en un convento?
 Ella negó de nuevo con la cabeza.»
 
*La rabiosa, la huraña.
 
    [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Orbis, 1983, en traducción de Rafael de la Vega. ISBN: 84-7530-313-7.]

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