El primer día
Tres
«No había nacido para ser policía.
Su padre no lo había matriculado en la facultad de derecho para que se hiciera madero, sino Funcionario del Estado, como él mismo. Y cuando lo decía, levantando un dedo y una ceja blanca sobre la frente huesuda, con su boca de labios finos y bigote como Giovanni Giolitti, en ese "Funcionario" y en ese "Estado" se notaban las mayúsculas.
Cuando nació, por la mañana temprano del día 29 de diciembre de 1895, su padre era prefecto de Turín con el gobierno de Francesco Crispi, como el bisabuelo, que lo había sido en Trieste con el emperador de Austria y como el abuelo en Milán, prefecto de Francisco José I y de Cavour más tarde, porque, como él decía, "el Estado es el Estado, hable la lengua que hable".
Los tres colgaban de las paredes del salón antiguo: Bisabuelo, Abuelo y Padre, con una pose inmóvil y circunspecta, y las dimensiones de los retratos eran exactamente iguales, idéntica anchura, idéntica altura, con la misma moldura delgada y negra, como las de los muebles de oficina. Cuando era un niño de pelo rizado con bucles cayéndole por el cuello de marinerito, se paraba a veces ante la rendija de la puerta entornada y los miraba a escondidas. Había un espacio vacío entre el último cuadro y el rincón de la pared y su madre le había dicho que en aquel hueco de la pared, tan blanco que casi deslumbraba, algún día estaría él. Desde entonces, cada vez que tenía que pasar solo por delante de aquel cuarto de muebles grandes y silenciosos cubiertos por intocables tapetes de encaje, se paraba junto a la puerta y espiaba con cuidado, y luego echaba a correr hasta el final del pasillo por miedo a que los hombres de los cuadros salieran de la pared para agarrarlo y absorberlo al vacío de aquel deslumbrante espacio blanco.
Cuando se licenció, con tres años de retraso por culpa de la guerra, era el mes de marzo de 1922 y para entonces ya sabía cuáles serían su destino, su vida y su camino. Pero la imagen de aquel hueco en la pared por las noches le cortaba la respiración, ahogándolo de miedo y de angustia, y cuando por fin se decidió a hablar con su padre y decirle que tal vez él no era, que mejor sería que y que tal vez no era el caso, cuando se decidió a hablar con él, su padre lo recibió precisamente en el salón antiguo, al pie de los cuadros de los prefectos. En la mesa grande tenía la solicitud de admisión al concurso para el puesto de comisario de policía, y encima la estilográfica ya lista para firmar. La policía, explicó con el dedo, el bigote y la ceja levantados, sólo era el paso más rápido hacia la prefectura. Sólo un paso, derecho y expedito, hacia el cuadro. Ya tenía encargado el marco.
Su padre murió a finales de verano de aquel año. Murió por la mañana, mientras los agentes de guardia pegaban en los tableros de la prefectura la lista con los resultados del concurso, en la que él, que aún no lo sabía, figuraba el primero. Lo último que le dijo, dando estertores entre los bigotes que el hálito acre de la enfermedad había amarilleado y agarrándole del brazo con los dedos enflaquecidos de muerte y decrepitud, lo último que le dijo, resoplando con fuerza para ahogar el murmullo del cura que había junto a él, lo último fue: "Recuerda, hijo mío, recuerda: el Sentido del Estado".
Así fue como, siendo vicecomisario adjunto en Ferrara, el 15 de marzo de 1923, encontró a los cuatro sujetos que en Comacchio habían degollado a un socialista durante una pelea en un bar, y sin ser él de ese partido, ni fascista ni popular ni liberal ni nada, sino solamente un vicecomisario adjunto, los arrestó y los metió en la cárcel.
Pero aquellos cuatro pertenecían a las escuadras de acción fascistas del dirigente Italo Balbo, héroe de la marcha sobre Roma, amigo personal de su excelencia el Duce y, en realidad, el amo de Ferrara. Y antes de que terminara el mes, fue ascendido a comisario y destinado a la isla, promoción que era poco menos que una broma.
La comisaría de la isla era la más pequeña de Italia; no estaban más que él y un brigadier.
En todo esto iba pensando el comisario mientras esperaba en la calle, apoyado de espaldas en la pared de la enfermería, la mirada fija en el suelo y los brazos cruzados sobre la chaqueta oscura del uniforme, a que el doctor terminara de examinar con calma el cadáver del camisa negra. En mente tenía, entre el frío cálculo de horas de luz, de corrientes y de mareas, la duda torturadora de no estar a la altura. En el corazón, la sensación sutil de que en lo alto del peñasco mejor hubiera estado callado. En los oídos, traída por un soplo imperceptible de viento, aquella voz remota, infantil y molesta que casi al límite de los sentidos seguía repitiendo "Ludovico".»
[El texto pertenece a la edición en español de Mds Books/ Mediasat, 2003, en traducción de Juan Manuel Salmerón. ISBN: 84-96200-16-7.]
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