Boda con Alfonso de Este
«No sé si sería producto de mi ilusión, pero el afán de abrirme fácil camino en una tranquila existencia, me hizo suponer que mi tercer traje nupcial era el mejor. Del primero me quedó la impresión de vestir como una gran dama cuando yo cumplía mis trece años. Del segundo, en plena adolescencia, ya fui más consciente aunque poco interesada debido a mi reciente separación. Al ponerme el tercer vestido de novia, mi ansia de vida y de reafirmar mi personalidad no me consintieron perder ni un solo detalle. Confeccionado a listas anchas de raso violado y otras de oro fino, llevaba las mangas largas, forradas de armiño. El oro, el armiño y el violeta daban un tono regio al conjunto y, además, hacían resaltar soberanamente el esplendor de las célebres joyas de los Este: rubíes y diamantes alrededor del cuello y joyas idénticas en la redecilla de los cabellos. Terminado el arreglo personal, recién salida de las manos de mis doncellas, abandoné la casa. En la calle tenía preparado el hermoso caballo blanco adornado con gualdrapa carmesí, regalo de mi suegro. Monté en la magnífica bestia, llevando a mi lado al embajador de Francia. Seguida de una parte de mi cortejo nos dirigimos a la ciudad. En la puerta de la misma aguardaban los doctores y los intelectuales de Ferrara quienes, por turno, llevaron el palio bajo el cual cabalgué sola. El embajador francés continuó acompañándome fuera del palio. Según disposición de mi suegro, el cortejo entró en la ciudad en el orden siguiente: primero, los ballesteros del duque de Ferrara, seguidos por ochenta trompetas y trombones que sonaban con enorme estrépito. Detrás, los nobles ferrareses. Luego los caballeros de la duquesa de Urbino. Después mi marido, sus amigos más íntimos y su cuñado Aníbal Bentivoglio. A continuación los nobles españoles y romanos, los cinco obispos correspondientes al acompañamiento de la hija del Papa, los embajadores, oradores, seis tamboriles y dos bufones anunciadores de mi llegada. Entonces pasaba yo y, más atrás, el duque Hércules. A su lado, la duquesa de Urbino. Cerraban el cortejo tres mujeres: Orsina Orsini, Jerónima Borgia Orsini y Adriana Milá. Por último, mis monturas personales y la hilera de mulas de carga, cubiertas con el raso de los colores de mi divisa. Entre tanta algarabía, el sonido de pífanos y trompetas, gentes asomadas a las ventanas o situadas en lugares estratégicos de las calles, yo avanzaba lenta y señorialmente, hecha un temblor. Atravesando una pequeña plaza, echaron tal número de fuegos artificiales que mi caballo se encabritó, y fui a parar al suelo, resbalando por las ancas del animal. Esto me permitió cierta dignidad en la caída. Acudieron a prestarme ayuda y reclamé trajeran mis mulas, acostumbradas a cualquier clase de ruido.
-Y tú -ordené al paje más vistoso- coge el caballo de las riendas y sigue varios pasos detrás del palio.
Lentamente me recuperé del disgusto. Los gritos de la muchedumbre, los vivas a Lucrecia, los artísticos arcos construidos en mi honor, me hicieron olvidar el gratuito incidente. Pronto llegué a la plaza de la Catedral, pasando delante de su bello pórtico románico y entré en el patio de los Este. Bajo las ventanas adornadas al estilo lombardo iba colocándose el numeroso séquito. También aguardaba mi cuñada Isabel, vestida con un traje muy intelectual lleno de notas musicales, rodeada de damas ferraresas y boloñesas. En cuanto hube descabalgado, Isabel me abrazó.
-¿Estaréis fatigada del viaje, querida Lucrecia?
-No puede haber fatiga en la ruta que me conduce a vuestra casa.
-Sois muy amable, cuñada.
-No como vos, que tanto os interesáis por mí.
-Venid. Os presentaré las damas de nuestra corte.
Durante los saludos aguanté la indisimulada curiosidad de las enjoyadas señoras. A continuación nos encaminamos al interior del castillo. La escalinata era empinada y dividida en dos tramos por un descansillo. A su mitad, me detuve. Miré hacia lo alto. A la luz de las antorchas vi abrirse la puerta. En seguida recibí la impresión de estar en mi hogar. Entré en el salón tapizado en seda, oro y plata, deseando que ya hubiera terminado todo para estar junto a mi esposo. Un anciano humanista, Pellegrino Prisciano, vino a mi encuentro decidido a recitar, por orden del duque de Ferrara, un discurso de bienvenida lleno de elogios para mí, los Este y los Borgia. Acabado el discurso de Prisciano, continuaron los saludos y las presentaciones. Alfonso iba y venía de una parte a otra. Se le notaba satisfecho y su actitud daba alientos a mi corazón. De repente, no soporté el cansancio.
-Querida Isabel -dije bajito a mi cuñada-, estoy rendida. ¿Qué podemos hacer?
-Marcharnos -respondió tajante.
El plural no me extrañó. Conocí por dos veces la impúdica ceremonia que, según costumbre de personas de alcurnia, obligaba a la familia más allegada y a los representantes de sus gobiernos, a presenciar la consumación del matrimonio alrededor del lecho nupcial. Isabel de Este, la duquesa de Urbino, varios familiares íntimos y la comitiva de los embajadores, me condujeron a la cámara de recién casados. Muerta de cansancio y llena de pánico al pensar que aquellos desconocidos iban a contemplar la erótica escena, casi me desmayé. Recordé los comentarios soeces y picantes de César y el Papa después de asistir a la noche nupcial de Jofre y Sancha. El rubor encendió mi rostro. Por suerte, intervino mi esposo negándose a consentir tamaño comportamiento infligido a dos personas anteriormente casadas. De manera que les agradecí la cortesía de acompañarme y mis damas cerraron las puertas de la alcoba. La última cara entrevista fue la de mi cuñada, furiosa a causa de haber perdido el espectáculo. Acompañándose de pícaros comentarios alusivos a la decepción de los ausentes, las doncellas me pusieron la ropa de dormir, recogiendo mis cabellos en una gruesa trenza.»
[El texto pertenece a la edición en español de Editorial Planeta - De Agostini, 1996. ISBN: 84-395-4567-3.]
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