jueves, 28 de marzo de 2019

Renoir, mi padre.- Jean Renoir (1894-1979)


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Capítulo IV

«Así pues aquel día lluvioso de 1897, Renoir fue en bicicleta a Servigny. Derrapó en un charco, cayó encima de un montón de piedras y, al incorporarse, se dio cuenta de que se había roto el brazo derecho. Metió la bicicleta en la cuneta y volvió a pie, congratulándose por ser ambidextro. Los viticultores con los que se cruzaba y no sabían nada del accidente le daban las buenas tardes. "¿Qué, señor Renoir, todo bien?" Y él contestaba: "Todo bien", pues opinaba que su brazo roto no era asunto de nadie. Pero en realidad nada iba bien. Iba incluso mucho peor de lo que mi padre podía suponerse.
 
 El doctor Bordes, un meridional que ejercía en Essoyes, estaba acostumbrado a las fracturas. Le escayoló el brazo a Renoir y le recomendó que no montase en bicicleta. Mi padre pintó con la mano izquierda y le pidió a mi madre que le preparase la paleta, la limpiara cuando hubiera terminado de usarla y borrase con un trapo empapado en esencia de trementina las partes del cuadro que no le satisfacían. Era la primera vez que le pedía a alguien que lo ayudara en sus tareas de pintor. Al final del verano, volvió a París con la escayola. Al cabo de los cuarenta días reglamentarios, el doctor Journiac, nuestro médico de Montmartre, vino a quitársela. Dijo que el brazo estaba perfectamente soldado y Renoir volvió a pintar con las dos manos indiferentemente, pensando que la aventura ya estaba concluida.
 El día de Nochebuena notó un leve dolor en el hombro derecho. Pero nos acompañó a la calle de Villejust, a casa de "los Manet", donde Paule Gobillard había organizado una fiesta con un árbol de Navidad. Degas, que también había ido, citó casos espantosos de reumatismo deformante consecuencia de fracturas que hicieron reír a todo el mundo, empezando por Renoir. No obstante, llamó a Journiac, que lo preocupó al decirle que la medicina consideraba la artritis como un misterio prácticamente impenetrable. Todo cuanto se sabía era que podía llegar a ser muy grave. Le recetó antipirina. El doctor Baudot no fue más alentador y recomendó purgas frecuentes. Renoir siguió las recomendaciones de ambos y añadió una serie de ejercicios físicos. No creía gran cosa en las caminatas, que ejercitan sobre todo determinados músculos. Se fiaba mucho de los juegos de pelota. Siempre le había gustado hacer juegos malabares. Se obligó a irse todos los días al estudio algo más tarde y practicar ese ejercicio durante diez minutos. "Es un ejercicio tanto mejor cuanto más torpe eres. Cuando se te cae algo, no te queda más remedio que agacharte para ir a buscar la pelota o hacer movimientos no previstos para alcanzarla debajo de un mueble." Hacía juegos malabares con tres pelotitas de cuero de unos seis centímetros de diámetro como las que usan los niños para esos juegos que ya han desaparecido, la pandereta, el escudo, la pelota cazadora, etc. Cuando había ocasión, también jugaba al volante. El tenis le parecía demasiado complicado. "Hay que ir a un sitio especial a unas horas fijadas de antemano. Prefiero mis tres pelotas de niño pequeño que cojo cuando me apetece." Le agradaba el billar, que obliga a posturas inverosímiles. Después de ampliar la casa de Essoyes, mi madre compró una mesa de billar profesional y se convirtió en una jugadora de primer orden. Pese a lo corpulenta que era, ganaba a mi padre con regularidad. Desafió a los jugadores locales y se convirtió en algo así como en una campeona.
 A finales de mayo, mi padre nos llevó a Berneval, a ver a los Bérard. Alquilamos esa casa en que vivía Oscar Wilde en invierno y en que ya había ocurrido la primavera anterior al accidente de bicicleta. Luego vinieron los meses de calor en Essoyes, los paseos a orillas del río y la búsqueda de avellanas en otoño. Volvimos a la calle de La Rochefoucauld para el comienzo de curso de Pierre en Sainte-Croix. En diciembre, Renoir tuvo otro ataque, que en esta ocasión fue tremendo. No podía mover el brazo derecho y tenía tantos dolores que estuvo varios días sin tocar un pincel.
 A partir de ese ataque, su historia fue la de la lucha contra la enfermedad. No pensaba en curarse. Eso estoy seguro que le daba igual. En lo que pensaba era en pintar. Vuelvo al ejemplo del ave migratoria. En algunas comarcas, los hombres tienden unas grandes redes que obstruyen el camino que el destino les ha trazado a esas aves de forma irrevocable. La enfermedad era la trampa que se alzaba en el camino de Renoir. No tenía elección: o se desenredaba de la red y seguía adelante pese a los miembros dañados o cerraba los ojos y se moría. Por supuesto que a Renoir, enemigo de cualquier postura que viciara el intelectualismo, se le planteaba la cuestión en términos más ordinarios. Le decía a mi madre que temía no poder garantizar la vida material de su gente. Tenía una producción gigantesca, pero vendía en el acto casi todo lo que hacía. Aquellas ventas cubrían de sobra nuestra vida despreocupada, pero poco más. Sabido es que a Renoir lo echaba para atrás comprar acciones, que llamaba, con un juego de palabras fácil, malas acciones. En cuanto a mi madre, como buena mujer práctica, no se preocupaba. Le gustaban las casas buenas, la buena mesa compartida con muchos amigos, pero habría sido igual de feliz en una cabaña con tal de que estuvieran con ella su marido y sus hijos.
 La dolencia progresaba de forma irregular. Sitúo el gran cambio físico de Renoir después de que naciera mi hermano Claude, alrededor de 1902. Se hizo más patente la atrofia parcial de un nervio del ojo izquierdo. Era fruto de un enfriamiento que mi padre se había cogido muchos años antes mientras pintaba un paisaje. El reuma aumentó esa parálisis parcial.  En pocos meses, el rostro de Renoir adquirió esa expresión de inmovilidad que tanto impresionaba a quienes lo veían de cerca por primera vez. Tengo que admitir que nosotros nos acostumbramos en seguida a ese nuevo aspecto. Si prescindimos de los ataques, cada vez más dolorosos, se nos olvidaba por completo que estaba enfermo.
 Según pasaban los años iba teniendo la cara más chupada y se le engarfiaban las manos. Una mañana renunció a las tres pelotas con las que le había visto yo darse tanta maña para los juegos malabares. No conseguía ya agarrarlas con los dedos. Las arrojó lejos de sí, acompañando ese gesto de irritación  de un "¡Maldita sea! Me estoy quedando chocho". Pasó a jugar al boliche, "¡igual que Enrique III en Alexandre Dumas!" Se le ocurrió también hacer juegos malabares con un leño de poco tamaño.»
 
    [El texto pertenece a la edición en español de Alba Editorial, 2007, en traducción de María Teresa Gallego Urrutia. ISBN: 84-8428-327-5.]

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