domingo, 17 de marzo de 2019

El bosque de la noche.- Djuna Barnes (1892-1982)


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7.-Desciende, Matthew
 
«Nora se levantó con un gesto nervioso y empezó a caminar.
 -Soy tan desdichada, Matthew, que ni sé cómo decirlo, pero tengo que hablar. Tengo que hablar con alguien. No puedo vivir así.
 Juntó las manos presionando con fuerza la una contra la otra y siguió paseando sin mirar al doctor.
 -¿Tienes más oporto? -preguntó él, posando la botella vacía.
 Con gestos maquinales, Nora le alcanzó una segunda garrafa. El doctor le sacó el tapón, se lo llevó un momento a la nariz y luego se sirvió una copa.
 -Estás experimentando -dijo el doctor, probando el vino entre el labio inferior y los dientes- la consanguinidad del dolor. La mayoría de nosotros no nos atrevemos. Nos casamos con un extraño y así "resolvemos" nuestro problema. Pero cuando cometes endogamia con el sufrimiento (que equivale a decir que has pillado todas las enfermedades y, por lo tanto, que has perdonado tu carne), te quedas aniquilado, y recuperas tu estructura del mismo modo que una obra maestra antigua desaparece bajo el cuchillo del científico que quisiera saber cómo había sido pintada. Me imagino que la muerte será perdonada por el mismo proceso de identificación; todos llevamos a cuestas la casa de la muerte... el esqueleto, pero al contrario de lo que le sucede a la tortuga, nuestra seguridad está dentro, nuestro peligro, fuera. El tiempo es un congreso de altos vuelos que planea nuestro fin, y la juventud no es más que el pasado dando un paso al frente. ¡Ay, quién fuera capaz de agarrarse al sufrimiento, y aun así dejar libre el espíritu! Y, hablando de quedarse aniquilado, permíteme que a modo de ilustración te hable de una noche oscura, en Londres, en la que yo caminaba deprisa, con las manos delante, rogando por llegar a casa de una vez, poder meterme en la cama y despertarme a la mañana siguiente sin encontrarme con las manos en las pelvis. Iba hacia el puente de Londres... y todo eso sucedía hace mucho tiempo. ¡Ay!, tengo que poner atención en lo que digo, de lo contrario cualquier día contaré una historia que va a revelar mi edad...
 Bien, el caso es que pasé por debajo del puente de Londres, ¿y sabes qué vi? ¡Una Dos-peniques-de-pie! ¿Y sabes qué es una Dos-peniques-de-pie? Es una puta veterana y el puente de Londres, su última estación, así como la última estación de una grue es Marsella, si no le llega el dinero de bolsillo para llegar a Singapur. Por dos peniques, una De-pie es cuanto podría uno esperar. Solían pasear pasito a paso, llenas de frunces y pingajos, tocadas con unos sombreros terroríficos, una horquilla clavada por encima del ojo y prendida hasta la coronilla, con la mitad de sus sombras por el suelo y la otra mitad arrastrándose a lo largo de la pared que las cobija; damas de la haute alcantarilla que dan su último garbeo, la última ronda de su Desfile infame, deambulando lentamente en la oscuridad, levantando sus volantes desgarrados o bien, quietas e inmóviles, dejándote que lo hagas a tu manera, silenciosas e indiferentes como los muertos, como si estuvieran pensando en días mejores, o esperando algo que les habían prometido de pequeñas; con sus pobres malditos vestidos levantados por delante y caídos sobre las nalgas por detrás, todas ellas pliegues y galones, como la montura de un cruzado, con todos los arreos de soslayo de la pena.
 El tiempo que el doctor estuvo hablando, Nora se había quedado quieta, como si por primera vez le hubiera llamado la atención.
 -Y una vez me dijo el padre Lucas: "Sé simple, Matthew, la vida es un libro simple, y un libro abierto, lee y sé simple como las bestias del campo; no basta con ser desdichado... hay que saber también de qué manera serlo". Así que me puse a pensar y me dije: "Eso que me ha encomendado el padre Lucas es una cosa terrible... ser simple como los animales y, con todo, pensar y no hacer daño a nadie". Entonces eché a andar. Había empezado a nevar y estaba anocheciendo. Me fui hacia l'Ile, porque veía las vidrieras de Notre Dame iluminadas y todos los niños en la oscuridad con los cirios titilando, diciendo sus oraciones en voz baja, con el soplo breve que sale de los pulmones pequeños, susurrando fatalmente acerca de nada, que así es como los niños recitan sus oraciones. Entonces dije: "Matthew, esta noche tienes que encontrar una iglesia pequeña y vacía, donde puedas estar solo como un animal y aun así pensar". De modo que di media vuelta y fui bajando hasta llegar a Saint-Merri, allí que entré y allí que me quedé. Todas las velas ardían con regularidad por las aflicciones que la gente les había confiado y yo estaba casi solo, con la excepción de una anciana campesina que desgranaba su rosario en una esquina apartada.
 De modo que me encaminé directamente hacia la caja de las almas del purgatorio, únicamente para demostrar que era un pecador auténtico, por si acaso hubiera habido algún protestante en derredor. Estaba intentando pensar cuál de mis manos era la más bendita, porque hay una caja en Raspail que dice que la mano que utilizas para dar limosna a las Hermanitas de los Pobres quedará bendita durante todo el día, pero me desentendí de la cuestión, con la esperanza de que fuera la derecha.»
 
   [El texto pertenece a la edición en español de Círculo de Lectores, 2004, en traducción de Maite Cirugeda. ISBN: 84-672-0620-9.]

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