martes, 26 de marzo de 2019

La guitarra azul.- John Banville (1945)


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II

«Gloria me culpa de la muerte de nuestra hija. ¿Qué cómo lo sé? Porque me lo dijo. No, aguardad: lo que dijo fue que no me lo perdonaba, que es algo completamente distinto. La niña, me apresuro a aclarar, murió de una rara y fatídica afección del hígado -me dijeron el nombre, pero lo olvidé al momento-, que no tenía cura. Es difícil imaginar que alguien tan pequeño pueda tener un hígado, la verdad. Fue años después cuando Gloria se volvió hacia mí y, como si se le hubiera ocurrido de improviso -¿de improviso?, parecía largamente meditado, más bien-, me dijo:
 -No puedo perdonártelo, lo sabes.
 No había rencor en su voz, hablaba en un tono suave, coloquial; sin emoción alguna que yo pudiera percibir. Estaba estableciendo un hecho, me estaba informando de una particularidad. Cuando intenté protestar, ella me cortó, en tono amable pero firme:
 -Ya sé lo que me vas a decir, pero yo necesito tener a alguien a quien culpar y ése eres tú. ¿No te importa?
 Lo pensé, antes de contestar que el hecho de que me importara o no, nada tenía que ver con la cuestión. Ella también reflexionó un instante, asintió con un seco movimiento de cabeza y, sin decir una palabra más, seguimos caminando. Qué conversación tan peculiar, pensaréis y tendréis razón; pero a nosotros no nos lo pareció entonces. Os aseguro que el duelo produce extraños efectos; también la culpa, pero ese es otro asunto y está guardado en otro compartimento del sobrecargado y sufriente corazón.
 He olvidado casi todo de nuestra hija, nuestra pequeña Olivia; son muy útiles los sumideros que he horadado en el lecho de la memoria. La he momificado; vive dentro de mí como uno de esos cadáveres de santos milagrosamente preservados que se exponen bajo los altares de las iglesias italianas, resguardados por un cristal; así reposa ella, diminuta, con una palidez cérea, extrañamente quieta; ella, y sin embargo, otra, inmutable a través de las mudanzas de los años.
 Nació cuando vivíamos en la ciudad, en una casa alquilada en Cedar Street, una vivienda diminuta con ventanas minúsculas y un suelo de listones de madera que parecían chillar cuando los pisabas. Me gustaba porque tenía un ático con un tragaluz orientado al norte bajo el cual instalé mi caballete. En aquellos días estaba pintando una tormenta, entre el asombro ante mi talento y el terrible temor de no saber hacia dónde iba y de que me estuviera engañando a mí mismo. Lo peor de la vivienda: que nuestra casera era la madre de Gloria, la Viuda Palmer. El nombre no le va, ya que carece de la figura elegante y lánguida de la palmera. Más bien al contrario, es un pajarraco anquilosado con aspecto de halcón -todavía continúa muy erguida en su jaula-, con el cabello con permanente, una boca pálida y tensa y una de esas narices respingonas -esa palabra es demasiado graciosa para lo que describe- que ofrecen una desagradable visión de los cavernosos orificios nasales hasta cuando miran de frente. Pero estoy siendo demasiado duro. La mujer no tuvo una vida fácil cuando se quedó viuda y aún menos cuando su marido estaba allí para atormentarla. Aquel libertino, Ulrik Palmer, de los Palmer de Palmerstown, como le gustaba hacerse llamar sin el menor atisbo de ironía, fue un gandul que la trató con desprecio mientras vivió y que la dejó sin nada cuando murió, salvo unas cuantas propiedades dispersas por la ciudad, como la casa de Cedar Street, por la que yo debía pagar un alquiler escandalosamente alto, detalle que suscitaba un larvado resentimiento por mi parte y una áspera actitud defensiva por parte de Gloria. Por cierto, no tengo ni la más remota idea de cómo una pareja tan mezquina como Ma y Pa Palmer consiguieron crear una criatura tan magnífica como mi Gloria. Tal vez era huérfana y nunca se lo dijeron, no me extrañaría.
 Fue el dolor lo que nos condujo a aquel sur adormecido por el sol. El dolor alienta los desplazamientos, exhorta a la fuga, a la búsqueda incansable de nuevos horizontes. Tras la muerte de la niña, Gloria y yo nos convertimos en un blanco móvil para esquivar, para intentar esquivar, los dardos abrasadores que el dios del dolor lanza con su ardiente arco. La muerte y el amor tienen en común más de lo que parece, al menos en lo concerniente a los sentimientos. Supongo que era inevitable que volviésemos a los escenarios de nuestros primeros devaneos, como si así pudiésemos anular los años, como si pudiéramos hacer retroceder el tiempo para que lo que había sucedido no sucediera. Gloria vivió con mayor dolor nuestra tragedia y eso, asimismo, era inevitable; después de todo, era una parte de ella, carne de su carne, quien había muerto. Mi papel se había limitado a liberar, tres meses antes, al diminuto y loco velocista cuya meta era abrirse camino fuera de mí y avanzar como un renacuajo hacia el desdeñoso y, al final, muy receptivo blanco. Otra perforación, otro agujero más entre los agujeros. Cuán limpiamente parece ordenarse todo, esta vida, estas vidas.
 Nunca imaginé que la criatura hubiese estado con nosotros suficiente tiempo como para que advirtiéramos con tanta intensidad su presencia, o más bien su ausencia. Era muy pequeña, se marchó muy pronto. Su muerte tuvo un efecto embrutecedor en nuestras vidas, en la de Gloria y en la mía, algo de nosotros murió con ella. No es nada sorprendente, lo sé, no somos los únicos a quienes ha sucedido; continuamente mueren niños y se llevan consigo una parte de sus padres. Teníamos la sensación -y en este caso creo que pudo hablar por Gloria tanto como por mí- de que nos encontrábamos sin llave ante la entrada de nuestra casa y golpeábamos la puerta una y otra vez, pero no oíamos nada dentro, ni siquiera un eco, como si la casa se hubiese llenado de arena, de arcilla, de cenizas hasta el techo.»
 
    [El texto pertenece a la edición en español de Penguin Random House, 2016, en traducción de Nuria Barrios. ISBN: 978-84-204-1364-8.]

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