La legión romana
«Cuatro de los veteranos de César, que habían participado en las campañas de la Galia y Britania, volvieron cubiertos de gloria después de haber obtenido el mayor triunfo que nunca viera el mundo. Pues bien, esos cuatro héroes, a saber: Bulio, antiguo cabo; Lucio, llamado el Flaco por su delgadez; Sartor, llamado Hilla, veterinario de la segunda legión y, finalmente, Estrobus de Gaeta, se reunieron en la taberna de un griego de Sicilia, estafador de primera, llamado Onócrates, para recordar juntos los grandes e históricos acontecimientos militares de que habían sido testigos. Como hacía bastante calor, Onócrates les puso la mesa en la calle, y allí aquellos cuatro soldados bebían y hablaban a voz en grito. ¿Hay algo de extraño en que pronto se reuniera a su alrededor un montón de gente de aquella misma calle, artesanos, acemileros, niños y mujeres con niños de pecho en los brazos, para oír su conversación? Créanme ustedes, los gloriosos hechos del gran César todavía despertaban interés entre los ciudadanos romanos.
-Bueno -dijo Estrobus de Gaeta-, escuchad lo que ocurrió cuando nos encontramos frente a treinta mil cenomanos en aquel río.
-Espera -le corrigió Bulio-; primero, allí no había treinta mil de esos cenomanos, sino apenas dieciocho mil; y segundo, tú estabas en la novena legión, que nunca luchó contra los cenomanos. Vosotros estabais descansando en el campo de Aquitania y nos arreglabais las botas, porque en vuestra legión servían solamente zapateros de tres al cuarto. Bien, ahora ya puedes continuar.
-Estás muy equivocado -objetó Estrobus-. Para que lo sepas, aquella vez estábamos en Lutecia. Y las botas os las arreglamos el día que os rompisteis las suelas huyendo de Gergovia. Entonces vosotros y la quinta legión os llevasteis una buena paliza y os estuvo muy bien empleado.
-No fue así -cortó Lucio el Flaco-. La quinta legión no estuvo nunca en Gergovia. Recibió una buena tunda al principio, en Bibracte, y desde entonces no hubo quien la hiciera ir a ninguna parte, como no fuera para tragar algo... ¡Vaya legión aquella! -dijo el Flaco escupiendo lejos.
-Pero, ¿quién tuvo la culpa -intervino Bulio- de que la quinta legión se metiera en un lío en Bibracte?Tenía que adelantar la sexta para ir a reemplazarla. Pero aquellos holgazanes no tuvieron ganas... Precisamente, acababan de volver de Massilia, de visitar a las chicas...
-¿De dónde sacas eso? -objetó Sartor, llamado Hilla-. La sexta legión ni siquiera estuvo en Bibracte. No vio el frente hasta Asona, cuando tenía el mando Galba.
-¡Sí que estás tú enterado de eso, mataburros! -dijo Bulio-. En Asona estaban la segunda, tercera y séptima legiones. A la sexta hacía ya tiempo que los eburones la habían enviado con sus mamaítas.
-¡Todo eso no es más que una sarta de mentiras! -exclamó Lucio el Flaco-. La verdad es que la segunda legión, en la que yo servía, luchó en Asona. Lo demás son cuentos tuyos.
-No digas tonterías... -dijo Estrobus de Gaeta-. Vosotros estabais roncando en Asona, en la reserva, y cuando os despertasteis ya se había terminado la batalla. Quemar a los cenomanos, eso sí que supisteis hacerlo; y para deshacer a tajos a unos cuantos cientos de civiles por haber colgado a tres usureros... para eso sí llegasteis a tiempo.
-Fueron órdenes de César -dijo el Flaco encogiéndose de hombros.
-¡No es verdad! -gritó Hilla-. Eso no lo ordenó César, sino Labieno. ¿Cómo podía ordenar César una cosa así? Él era demasiado político para eso; pero Labieno era un soldado.
-¡Galba sí que era un soldado! -exclamó Bulio-. No tenia miedo. Pero Labieno estaba siempre a media milla del frente para no correr peligro. ¿Dónde estaba Labieno cuando nos cercaron los nerusos, eh? Aquella vez cayó nuestro comandante y yo, que era el cabo de más edad, tomé el mando. ¡Muchachos!, les dije, ¡el que retroceda un paso...!
-Con los nerusos no ocurrió absolutamente nada -le interrumpió Estrobus-. Esos disparaban contra vosotros con piñas y bellotas. Peor fue con los de Auvernia.
-¡No cuentes historias! -objetó el Flaco-. A los de Auvernia ni siquiera les pudimos alcanzar. ¡Muchachos, aquello era como perseguir liebres!
-En Aquitania -dijo Hilla- maté una vez un ciervo... Era una pieza tan inmensa que tenía los cuernos como un árbol... Dos caballos se necesitaron para arrastrarlo al campamento.
-Eso no es nada -declaró Estrobus-. ¡En Britania sí que había ciervos!
-¡Sostenedme, sostenedme, que me caigo! -gritó Bulio-. Este Estrobus quiere hacernos creer que estuvo en Britania.
-Pero tampoco tú estuviste allí -objetó el Flaco-. ¡Eh, Onócrates, vino! Os digo que ya he conocido bastantes embusteros que decían que habían estado en Britania, pero nunca creí a ninguno.
-Yo estuve -dijo Hilla-. Llevé allá cerdos. Estaban allí la séptima, octava y décima legiones.
-¡No digas tonterías! -dijo Estrobus-. La décima nunca fue más allá del campamento de Secuano. Debíais haber visto cómo llegaron de brillantes a Alesia. Pero allí les dieron una buena a aquellos mocosos.
-Allí nos dieron a todos -interrumpió Bulio-. Nos dieron más palos que a una estera y, sin embargo, ganamos.
-No fue así -objetó el Flaco-. Aquello no fue una gran batalla. Cuando salí por la mañana de la tienda...
-La cosa no fue así -replicó Hilla-. En Alesia empezó el baile ya durante la noche.
-¡Vete a... alguna parte! -dijo Bulio. Comenzó cuando acabamos de comer. Precisamente habíamos tenido carnero...
-No es cierto -dijo Hilla golpeando la mesa-. En Alesia teníamos carne de vaca, porque se morían de la peste. ¡Ya nadie quería tragar aquello!
-Yo digo que era carnero -siguió en sus trece Bulio-. Aquella vez vino el capitán Longo de la quinta legión.
-¡Hombre! -dijo el Flaco-. Longo estaba precisamente en la nuestra, en la segunda, y cuando lo de Alesia hacía tiempo que estaba ya en el otro mundo. La quinta la mandaba Hircio.
-¡No mientas, hombre! -dijo Hilla-. En la quinta estaba ese... ¿cómo se llamaba? Ajá... Corda.
-¡Qué va! -afirmó Bulio-. Corda estaba en Massilia. Era Longo y ¡basta! Vino y nos dijo: "¡Maldita lluvia!"
-No bromees -exclamó Estrobus-. ¡Si no fue así! En Alesia aquella vez no llovió. Hacía un calor asfixiante. Recuerdo bien cómo apestaba aquella carne de cerdo.»
[El texto pertenece a la edición en español de Editorial Valdemar, 2009, en traducción de Ana Orozco de Falbr. ISBN: 978-84-7702-623-5.]
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