viernes, 1 de marzo de 2019

Antimanual de filosofía.- Michel Onfray (1959)


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6.-La historia
La violencia, el nazi y el nihilismo
¿Podemos recurrir a la violencia?

«A veces, cuando hemos intentado todo, todo, realmente todo, y uno se juega la piel, la salud mental o física por culpa de un individuo decidido a hacernos daño, no podemos evitarlo. Hacer un principio absoluto de la no-violencia es dar razón a priori al adversario dispuesto a utilizar todos los medios. Si el mundo fuera ideal, no necesitaríamos llegar a esos extremos, claro está, pero no lo es y, en términos de salud personal, la violencia puede conseguir lo que la seguridad pública, la moral, la salud mental, no logran obtener a pesar de sus esfuerzos, por separado o en conjunto. La violencia es un mal necesario, privarse de ella equivale a declarar vencedor al individuo convencido de no renunciar a ella -y ese espécimen no desaparecerá, desgraciadamente.
 Por desgracia, constatamos que el recurso a esta arma entraña un movimiento que sólo impide la destrucción de uno de los dos protagonistas. Recurrir a ella es confirmar nuestra incapacidad para acabar con el odio que tenemos contra quien la dirigimos. Antes del golpe dado y después, el mal sentimiento persiste, invariable, absolutamente intacto. La violencia es defendible moralmente cuando detiene un proceso que amenaza con ser destructivo y catastrófico, en caso de que sea defensiva. En cambio, la violencia ofensiva es insostenible: la historia de los hombres y la de las naciones procede, sin embargo, de esta tétrica energía que actúa como motor de la historia.
 La violencia es una potencia natural producida siempre por mecanismos semejantes: una amenaza sobre el territorio real o simbólico que controlamos (un pedazo de tierra, pero igualmente un objeto poseído, una identidad que pensamos amenazada, o una persona sobre la cual creemos tener derechos) y del que tememos ser desposeídos. Allí donde el otro pone en peligro mi posesión, reacciono instintivamente. La guerra está naturalmente inscrita en la naturaleza humana; la paz, en cambio, procede de la cultura y de la construcción, del artificio y de la determinación de las buenas voluntades.
 La violencia aflora en cada momento de la historia: tiñe la intersubjetividad (la relación entre los seres) y la internacionalidad (la relación entre las naciones). En el origen, supone una incapacidad para hablarse, una imposibilidad para liquidar la querella por medio del lenguaje, recurriendo sólo a las palabras: educadas, corteses, pero también firmes, claras, o aun vehementes, graves. De la explicación al insulto pasando por el tono apasionado, un espectro importante de posibilidades se ofrece a las buenas voluntades deseosas de resolver una dificultad evitando llegar a las manos. Los que no dominan las palabras, hablan mal, no encuentran explicaciones, son presas destinadas a la violencia. No saber o no poder expresarse conduce pronto a las soluciones que implican la fuerza física.
 La lógica es siempre la misma. Sus huellas trazan la historia: amenazas, intimidaciones, ejecuciones, destrucciones. La gradación se advierte en todas las culturas y civilizaciones: las naciones en conflicto hacen uso de la violencia según esas modalidades. La historia se confunde muy a menudo con la narración de esas tensiones o de sus resoluciones, mucho más que con la de sus prevenciones. No se escribe prioritariamente la historia de los acontecimientos felices, de las relaciones normales y pacíficas. Incluso, Hegel (1770-1831) afirmó que los pueblos dichosos no tenían historia.
 
 Violencia natural o cultural
 
 La paz tiene un precio. El comercio de los hombres, la libre circulación de bienes, el acuerdo entre los pueblos se fabrican, y después se mantienen. En la historia hace falta una voluntad para impedir el triunfo de la negatividad: la diplomacia es el arte de evitar la violencia trabajando en el terreno de la urbanidad, de la cortesía, de los intereses comunes bien preservados. Es un motor poderoso, incluso si trabaja en la sombra, discretamente, sin efectos espectaculares, en colaboración con los servicios de información, los agentes secretos y espías, la policía en sus diferentes brigadas (políticas, financieras, etc.), los embajadores, cónsules y otros altos funcionarios siempre en movimiento planetario para contener la violencia, impedir que se manifieste, en los límites de un ejercicio retórico convenido.
 La diplomacia debe hacer frente a las intimidaciones, que son siempre las manifestaciones primeras de las naciones bélicas, agresivas o guerreras. Desfiles militares suntuosos (exageradamente visibles) y demostrativos, maniobras de unidades numerosas en los lugares escrutados por la prensa extranjera, intoxicación por informaciones erróneas destinadas a hacer creer a los enemigos que se dispone de un potencial de armamento disuasivo, de un entrenamiento ultraprofesional de los soldados, de un presupuesto militar desmedido, de armas desconocidas y mortíferas a gran escala, etc. ¿El objetivo de dichas prácticas? Poner al otro en situación de contener su violencia, de guardarla para sí por la amenaza de tener que enfrentarse a mucha mayor fuerza y determinación.
 Cuando ni la diplomacia ni la disuasión bastan y la guerra fría persiste, se supera la etapa de la guerra teatralizada para traspasar una línea sin retorno: el paso a la acción. A menudo la historia pasa por la memoria registrada de este único estado; se olvida la paz, la serenidad, la ausencia de acontecimientos negativos, se pasa por encima del trabajo diplomático o la teoría de la disuasión para llegar al corazón mismo de su materia: la sangre. Los beligerantes que toman la iniciativa de liberar las pulsiones de muerte sobre el terreno de las naciones buscan y encuentran pretextos: el asesinato de una figura esencial, la transgresión de una frontera, una guerrilla puntual o persistente, una serie de actos terroristas. En realidad, la decisión ya está tomada: se trata de enmascarar la renuncia a la palabra y el advenimiento de la fuerza con montajes, con ficciones contadas a continuación por la historia.
 
 La violencia, motor de la historia
 
 En el origen de los conflictos, el deseo de imperio, la voluntad de extender lo que se cree la verdad política al conjunto del planeta. Desde los primeros tiempos de la humanidad hasta hoy, los imperios obsesionan a los tiranos, los déspotas, los hombres de poder: Gengis Khan, Alejandro, Carlomagno, Carlos V, Napoleón, Hitler, Stalin, todos aspiraban a expandir el territorio de su ambición y a imponer su ideología al conjunto del planeta. Los etnólogos saben que los animales también delimitan un territorio, que lo marcan con su orina y su materia fecal, lo defienden, prohibiendo su frecuentación o sometiéndola a condiciones draconianas, exigiendo evidentes signos de sumisión. Los políticos reactivan sus tropismos (esos fuertes movimientos que obligan y siempre de la misma manera) cuando lanzan sus guerras de imperio y sus conquistas coloniales. La historia de los hombres se reduce muchas veces al registro de hechos y gestos que derivan de sus pulsiones animales.
 En cada una de estas ocasiones, el derecho desaparece bajo la fuerza, la convención se aparta en favor de la agresión, la violencia triunfa allí donde anteriormente el lenguaje y los contratos hacían la ley.»
 
     [El texto pertenece a la edición en español de Editorial EDAF, 2005, en traducción de Irache Ganuza Fernández. ISBN: 84-414-1325-4.]

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