«En el colegio me dio por correr. Me entrenaba incansablemente, siempre que tenía un ratito de tiempo. Ponía tal pasión, tal ímpetu, que pronto empecé a destacar. No sentía cansancio, podía correr durante horas sin llegar a experimentar fatiga. Me sentía bien mientras lo hacía. Las largas zancadas sobre la arena, la tensión de los músculos, el viento golpeándome el rostro. La sensación de avanzar, de hacerlo como si no me dirigiera a ningún sitio definido, sin necesidad de saber lo que andaba buscando. Empecé a participar en competiciones, a destacar claramente del resto. Tampoco había mucha competencia y en aquel país de tuertos que eran entonces el deporte femenino fui pronto una de las mejores. Ganaba con facilidad y empecé a acumular éxitos. Llegaron a pensar en mí para una competición internacional. Habría tenido que viajar a otros países, medirme con las corredoras de allí. Pero la tía me lo prohibió. No consideraba que aquello fuera propio de una muchacha, y corría riesgos impredecibles. Había oído decir que el deporte excesivo podía llegar a ser causa de esterilidad. Traté de rebelarme, pero no dio su brazo a torcer. Es más, ante la insistencia de las monjas, me sacó del colegio y me hizo volver a casa. Era a mediados de curso y como no sabía qué hacer conmigo me mandó con don Ernesto. Se daba una circunstancia especial. Le acababan de operar de los ojos y aún convalecía de su enfermedad. No podía leer, apenas podía valerse por su cuenta, y necesitaba a alguien de confianza que le ayudara hasta que ese momento llegara. No me importó, porque el ambiente en casa era irrespirable. Olga ya había vuelto, después del fracaso de su matrimonio. Comía más que nunca, y no podía hablarse con ella de nada. José y Angelines se habían casado y vivían en sus respectivos hogares y Fernando había muerto hacía dos años. No eran unas perspectivas muy halagüeñas y acepté con gusto la propuesta de la tía. Recuerdo sin embargo que al regresar a aquella casa después de varios meses de ausencia tuve un sentimiento casi de triunfo. No me sentía responsable de lo que había sucedido, y en cierta forma hasta me sentía dichosa por no tener que cargar con la culpa de un mundo oscurecido por otros, por poder recorrer de nuevo aquel pasillo de mis temores infantiles en un silencio casi inocente.
Don Ernesto era amigo de la familia. Era notario y desde la muerte del tío nos ayudaba a administrar los escasos bienes que éste nos había dejado. Era un hombre afable y culto que, desde su jubilación, vivía encerrado en su casa, sin apenas salir. Una de mis funciones era leerle en alto. Tenía sus preferencias. Sobre todo El mundo como voluntad y representación, que era un libro escrito por un filósofo alemán que se llamaba Arturo Schopenhauer. Una y otra vez tenía que leerle ese libro, que prácticamente conocía de memoria. Según don Ernesto toda la verdad de la vida, que se relacionaba siempre con la búsqueda de la disminución del dolor, estaba contenida en sus páginas, que eran ciertamente muy hermosas y que yo le leía un día tras otro sin llegar a entenderlas del todo.
Un día estaba limpiando su despacho y me fijé en su fichero. Don Ernesto había sido el notario de la casa y yo recordé los días en que el tío murió inesperadamente, de un ataque al corazón. Me fueron a buscar al colegio en un taxi, y como no tenían preparada ropa de luto me dejaron con el uniforme. Recuerdo que el tío estaba sobre la cama, y que no me pareció muerto, sino infinitamente abstraído. Como si de pronto se hubiera desentendido de todos los asuntos que le ocupaban hasta entonces, y permaneciera concentrado en otros pensamientos, que nosotros nunca alcanzaríamos a conocer. Tal vez por eso, y aun después del entierro, no podía creer en su muerte, al menos como algo definitivo, algo que le fuera a apartar para siempre de nuestro lado. Hasta llegué a pensar que en cualquier momento podía volver a aparecer. Sobre todo cuando estaba acostada y sentía crujir la tarima del pasillo. Me parecía que estaba a punto de empujar la puerta de mi habitación para entregarme otra de aquellas monedas.
Una de esas tardes don Ernesto vino a casa. Se encerró con la tía en el cuarto y les oí discutir. Don Ernesto salió al poco rato con la cara desencajada y al verme en el pasillo se arrodilló ante mí y me apretó muy fuerte contra su pecho, para levantarse al instante y salir a la calle visiblemente emocionado. Siempre me había preguntado por el significado de aquella escena, que en esos instantes volvió nítida a mi memoria. Busqué en el fichero, hasta encontrar la carpeta con los viejos documentos. Había una copia del testamento, y la estuve leyendo con atención. Me extrañó que faltaran dos hojas, dos hojas que habían sido arrancadas una vez compuesto el cuadernillo pues aún se veían entre las otras los restos del papel.
No mencioné el tema, pero Uve Doble, que venía a trabajar por las mañanas, me preguntó si había andado en el archivo. Yo lo negué todo, pero él estaba muy nervioso y al día siguiente lo había cerrado con llave. Una sospecha empezó a crecer en mi pensamiento. Algo que se relacionaba con el testamento, que tenía que ver con aquella remota conversación. Tal vez el tío me mencionaba en alguna de sus páginas y la tía se las había arreglado para hacérselas arrancar a don Ernesto. Esta interpretación que parecía tan descabellada tenía una ventaja. Explicaba la escena del pasillo, cuando don Ernesto se arrodilló ante mí y, en cierta forma, tanto su generosidad posterior como la del propio Uve Doble, que parecía seguir en esto las consignas de su padre, y que, a pesar de la clara antipatía que nos profesábamos, siempre se portó conmigo como el más conspicuo de los caballeros.»
[El texto pertenece a la edición en español de Círculo de Lectores, 1997. ISBN: 84-226-6456-9.]
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