martes, 12 de marzo de 2019

El amor de un hombre de cincuenta años.- Anthony Trollope (1815-1882)


Resultado de imagen de anthony trollope 
Volumen I
II.-El señor Whittlestaff

«El señor Whittlestaff no había sido un hombre con suerte, teniendo en cuenta lo que la gente considera suerte. No había tenido éxito en los negocios que había emprendido. En efecto, sólo había experimentado superficialmente su necesidad de éxito en cuanto al dinero se refiere, pero había fracasado en algunos otros asuntos que le habían afectado de cerca. Su vida había cosechado éxitos en algunos aspectos; pero ésos eran asuntos que la gente no consideraba como la buena suerte que, por lo general, propiciaba la felicidad de un hombre. Nunca le dolía la cabeza, se había resfriado muy pocas veces y no tenía gota en absoluto. Se había torcido un dedo meñique y le habían recomendado que bebiera whisky, cosa que hizo de buen grado porque era barato. Ahora tenía cincuenta años y estaba tan dispuesto como siempre para el trabajo duro, tanto física como mentalmente. Y tenía mil libras al año para gastar y las gastaba sin jamás sentir la necesidad de ahorra un chelín. Y además, no odiaba a nadie, y todos los que le conocían le apreciaban. No pisaba a nadie para beneficiarse y, en términos generales, era el hombre más estimado de la parroquia. Estas características no suelen considerarse como señales de la buena suerte; pero sí aumentan la felicidad de la que un hombre goza en este mundo. Se necesitaría una crónica de su vida algo más extensa para hablar de sus desgracias. Pero aquí tan sólo hace falta mostrar las circunstancias. Se había opuesto a todas las expectativas de su padre. Éste, quien le consideraba un muchacho inteligente, había planeado en un principio que fuera abogado. Pero él rechazó por completo toda actividad jurídica antes de abandonar Oxford. "¿Qué demonios quieres ser?", le preguntó su padre que, por aquel entonces, podía darle a su hijo dos mil libras al año. El hijo contestó que trabajaría para obtener una beca y que se dedicaría a la literatura. El viejo almirante mandó la literatura al infierno y le dijo a su hijo que era idiota. Pero el muchacho no consiguió la beca y ni su padre ni su madre supieron nunca lo mucho que sufrió por ese motivo. Inspiraba lástima, escribía poesía y se gastaba sus ahorros para publicarla, lo que de nuevo le provocaba sufrimiento, no por la pérdida de su dinero sino por la oscuridad de su poesía. Tuvo que admitir que Dios no le había concedido el don de escribir poesía; y, tras aceptarlo, nunca más volvió a escribir dos líneas seguidas. No dijo nada de todo esto; pero la sensación de fracaso apenó su corazón. Y en esos difíciles momentos, su padre sólo se burlaba de él, sin creerse las palabras de su mujer que, de vez en cuando, le aseguraba que su hijo estaba sufriendo.
 Entonces el viejo almirante declaró que, como su hijo no haría nada por sí mismo, él debía trabajar por su hijo. Y olvidó su vejez para ir a la ciudad y especular con acciones. Entonces el almirante murió. Las acciones no llegaron a nada y hubo reclamaciones; y cuando la señora Whittlestaff siguió a su marido, su hijo, considerando la situación, compró Croker's Hall, recortó gastos y prescindió del criado, lo que para la señora Bagget fue un asunto que le causó una profunda tristeza.
 Pero el señor Whittlestaff se había enfrentado al mayor sufrimiento de su vida antes de eso. Ni la beca perdida, ni la poesía rechazada le habían causado tanto sufrimiento como eso. Había amado a una joven, ésta lo había aceptado pero luego la joven lo había dejado plantado. Por aquel entonces rondaba los treinta; y en lo que respecta al mundo exterior, la catástrofe le dejó totalmente confuso. Hasta ese momento había sido un moderado deportista, había pescado bastante, había disparado un poco y había salido de caza únicamente con su caballo. Pero desde que sucedió la desgracia, nunca más volvió a pescar, a disparar o a cazar. [...]
 
Volumen II
XIII.- En Little Alresford
 
 El señor Hall era un agradable caballero inglés que ya rozaba los setenta años y que "jamás en la vida había tenido un quebradero de cabeza", como solía alardear, pero que vivía cautelosamente, como quien procura no tener demasiados quebraderos de cabeza. Sin duda alguna, él no tenía ninguna intención de calentarse la cabeza con problemas mundanos. Era un hombre muy bien acomodado, es decir, con bastantes miles de libras al año y se las apañaba para vivir con la mitad de ese dinero. Esto había sido así durante muchos años, ya que se habían reducido los derechos de propiedad de la finca de un pariente lejano y porque había escogido no dejar a su progenie en la indigencia. Cuando llegaron las chicas, él decidió de inmediato que nunca iría a Londres y mantuvo su resolución. Se suponía que no era necesario ir a un peluquero londinense más que una vez cada tres o cuatro años; y estaba bastante satisfecho de tener a un médico fuera de Alresford, al que pagaba un chelín,  incluido el desplazamiento. En estos tiempos difíciles, sus aparceros siempre habían pagado los alquileres, pero lo habían hecho porque éstos no habían aumentado desde que el terrateniente había llegado al trono. El señor Hall sabía perfectamente que si deseaba librarse de quebraderos de cabeza en ese sentido, lo mejor que podía hacer era arrendar sus tierras facilitando el pago. Era muy hospitalario, pero nunca ofrecía tortugas marinas de Londres o pescado de Southampton, ni tampoco fresas o guisantes a primeros de abril. Podía servir una cena sin champaña y hasta dar cuarenta chelines para pagar doce botellas de porto o de Jerez o incluso un burdeos. Tenía un carruaje para sus cuatro hijas y no le contaba a nadie, por nada del mundo, que los caballos pasaban la mitad de su tiempo en faenas de labranza. Las cuatro hijas tenían dos sillas de montar para repartirse entre ellas y el padre tenía una para su uso particular. No cazaba el zorro (viviendo en esa zona de Hampshire, creo que hacía bien) y disparaba igual que nuestros antepasados; salía a dar una vuelta, por ejemplo, con el señor Blake y quizás el señor Whittlestaff y traía a casa tres faisanes, cuatro perdices, una liebre y los conejos que la cocinera pudiera haber pedido. Era un hombre decidido a no vivir por encima de sus posibilidades y no tenía gran necesidad de parecer rico; no sentía especial cariño por nadie, ni tampoco es que fuera especialmente generoso. Aquellos que lo conocían, y a quienes no les gustaba, decían que era un egoísta. Aquellos que estaban de su parte decían que jamás había debido un chelín que no pudiera pagar y que sus hijas estaban muy contentas de tener un padre así. Era un hombre atractivo y de bonitas facciones, pero de los que se tienen que ver a menudo para recordarlos, y como he dicho antes, él "jamás en la vida había tenido un quebradero de cabeza".»
 
    [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Funambulista, 2012, en traducción de Alma Fernández Simón y Maite Roig Costa. ISBN: 978-84-940293-8-7.]
 

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Realiza tu comentario: