Libro segundo
Capítulo II: De la conducta y obligación del maestro
«Luego que el niño llegue a ser capaz de los
conocimientos de la retórica, será entregado a los maestros de esta facultad:
cuyas costumbres convendrá examinar lo primero de todo. Y la causa de no haber
tocado hasta ahora este punto, no es porque no se haya de poner igual cuidado
en examinar la conducta de los demás maestros, como dije en el primer libro,
sino porque la edad del discípulo nos obliga a hablar de esto. Pues cuando
entra el niño en poder de estos maestros, ya es crecidito, y persevera en el
mismo estudio ya joven: y así debe ponerse mayor esmero, para que la conducta
irreprensible del maestro preserve de todo daño a los años tiernos, y su
circunspección le contenga, para que no se haga desenvuelto, si es de genio
avieso y bravo. Porque no basta que el maestro sea muy comedido en todo, sino
que debe contener a sus discípulos con el rigor de la enseñanza.
Lo primero de todo el maestro
revístase de la naturaleza de padre, considerando que les sucede en el oficio
de los que le han entregado sus hijos. No tenga vicio ninguno, ni lo consienta
en sus discípulos. Sea serio, pero no desapacible; afable, sin chocarrería:
para que lo primero no lo haga odioso, y lo segundo despreciable. Hable a
menudo de la virtud y honestidad; pues cuantos más documentos dé, tanto más
ahorrará el castigo. Ni sea iracundo, ni haga la vista gorda en lo que pide
enmienda: sufrido en el trabajo; constante en la tarea, pero no desmesurado.
Responda con agrado a las preguntas de los unos, y a otros pregúntelos por sí mismo.
En alabar los aciertos de los discípulos no sea escaso ni prolijo; lo uno
engendra hastío al trabajo, lo otro confianza para no trabajar. Corrija los
defectos sin acrimonia ni palabras afrentosas. Esto hace que muchos abandonen
el estudio, el ver que se les reprende, como si se les aborreciese. Dé cada día
a sus discípulos alguno o algunos documentos, para que los mediten a sus solas.
Pues aunque la lección de los autores les suministrará abundantes ejemplos para
la imitación, la viva voz, como dicen, mueve más: principalmente la del
maestro, a quien los discípulos bien educados aman y veneran. Pues no se puede
ponderar con cuánto más gusto imitamos a aquéllos a quienes estimamos.
De ninguna manera debe
permitirse a los niños la licencia, que hay en las más escuelas, de levantarse
de su puesto, ni de dar saltos, cuando a alguno se le alaba; antes aun los
jóvenes, cuando oyeren las alabanzas, las aprobarán, pero con moderación. De
aquí nacerá, que el discípulo estará como pendiente del juicio del maestro,
juzgando que ha obrado bien, sólo cuando el maestro diese su aprobación. Pero
la costumbre, que algunos llaman humanidad, de aplaudir a alguno por cualquier
cosa, es muy reprensible a la verdad; pues no sólo es ajena de la seriedad de
una escuela y propia de los teatros, sino la más contraria de los estudios.
Porque tendrán por ocioso el esmerarse en el trabajo, al ver que por cualquier
cosa que hagan, han de ser aplaudidos.
Tanto los que oyen, como el que declama, deben mirar al maestro, para conocer
lo que él aprueba o desaprueba: con lo que adquirirán facilidad con la
composición, y discernimiento con el continuo oír. Mas al presente vemos que no
solamente al fin de cada cláusula se levantan los discípulos, para aplaudir al
que recita, sino que corren y dan palmoteos y voces descompasadas. Esto lo practican
los unos con los otros; y en esto consiste el buen suceso de la declamación. De
aquí nace el orgullo y vana esperanza que conciben de su saber; en tal forma
que, empavonados ya con aquella vocería de sus condiscípulos, si las alabanzas
del maestro son moderadas, forman mal juicio de él. Aun cuando los mismos
maestros declaman, hagan que los discípulos le oigan con atención y modestia;
porque la censura de lo que el maestro compone, no la ha de esperar de los
discípulos, sino éstos del maestro. Si es posible, debe observar con toda
atención qué cosas alaba cada uno y cómo las alaba; y alégrese de que lo bueno
merezca la aprobación, no tanto por respeto suyo, cuanto por señal de
discernimiento en los que lo alaban.
No apruebo que los niños estén
sentados entre los jóvenes. Porque aunque un hombre tal, cual debe ser el
maestro por la suficiencia y costumbres, pueda tener a raya a los jóvenes, con
todo eso deben los tiernos separarse de los que son crecidos; y no sólo debe
evitar cualquier acción indecorosa, sino aun la sospecha de ella. He tenido por
conveniente dar este aviso sólo de paso; porque si el maestro y los discípulos
carecen aún de los menores vicios, ocioso es el advertir esto. Y si alguno,
cuando toma maestro, no huye de lo que es manifiestamente vicio, entienda, que
cuanto vamos a decir para la utilidad de la juventud, es ocioso sin esto. [...]
Capítulo V: Qué oradores e historiadores se deben leer en
las escuelas de retórica
1. El maestro de
retórica instruya a sus discípulos en la historia y en la lección de los
oradores.-2. Cuide sobre todo de manifestar sus virtudes y aun sus vicios.-3.
Alguna vez propóngales alguna oración viciosa.-4. Hágales frecuentes
preguntas.-5. Este último ejercicio aprovechará más que todo.
1.-De las declamaciones hablaremos después,
pero supuesto que aún no hemos pasado de los primeros rudimentos, parece debo
advertir cuánto aprovechará el maestro a sus discípulos si (a la manera que en
la gramática se instruyeron en la traducción de los poetas) les impone en la
lección de los historiadores, y mucho más de los oradores, como yo lo he
practicado con algunos, cuya edad lo exigía y cuyos padres lo tenían por
conducente. Pero estando ya en estado de conocer lo mejor, ocurrieron dos cosas
que me lo disuadieron: la primera, que la larga costumbre de enseñarles por
distinto método se hizo ley y, no necesitando este trabajo cuando ya eran
hombres hechos, seguían más los ejemplos que yo les había puesto delante que
los de los escritores.
Ni yo tampoco tenía reparo en enseñarles mis conocimientos, si es que a fuerza
de tiempo había inventado algo de nuevo. Y ahora me acuerdo que aun los griegos
practican lo mismo, pero por medio de los pasantes, porque si en todo
cuanto lee cada uno de los discípulos les hubiera de guiar el maestro por sí
mismo, no le alcanzaba el tiempo.
2.- Y ciertamente que la lección de los
autores, que no tiene otro fin que el que los discípulos, que acompañan con la
vista al maestro que los explica, aprendan distintamente y con facilidad sus
escritos, notando aquellos términos que menos ocurren, es mucho menos de lo que
pide la obligación de un maestro de elocuencia. Pero es oficio suyo y peculiar
de su profesión, el notar las virtudes de los autores, y aun los vicios si
ocurre alguno: esto tanto más, cuanto no exijo de ellos el que expliquen
precisamente aquellos libros que quiere el discípulo, como si éste fuera tan
niño que, tomándole en sus brazos, deba condescender con lo que quiere.
Porque a mí me parece más fácil y más útil el método de que, callando todos los
discípulos, uno de ellos (pues deberán ir turnando) lea para todos el autor, y
de este modo se acostumbre a una buena pronunciación: esto hecho, y
desentrañado el argumento del razonamiento que se ha leído (porque de este modo
se entenderá mejor la doctrina del maestro), no se omitirá nada que no se
advierta, ya perteneciente a la invención, ya a la elocuencia; cómo se concilia
el orador en el exordio la benevolencia de los jueces; la claridad, brevedad y
probabilidad de la narración; qué intenta en su oración y los disimulados
medios para conseguirlo (pues todo el artificio retórico consiste en
disimularlo); además de esto con cuánta prudencia y economía divide su asunto;
la sutileza y copia de argumentaciones, y el nervio que tienen; la suavidad en
ganarse los ánimos; la aspereza en reprender, y la gracia en los chistes; cómo
triunfa de los afectos del auditorio, insinuándose y moviendo en los ánimos de
los jueces la pasión que pretende. En el estilo qué palabras y expresiones son
propias, adornadas y sublimes; cuándo es loable la amplificación, y qué vicios
se le oponen; la belleza en los tropos; las figuras de palabra; la dulzura,
rotundidad y vigor en los períodos.
3.- Alguna vez también aprovechará leer en
presencia de los discípulos algunas oraciones defectuosas y sin arte, que andan
escritas y tienen muchos patronos de mal gusto: en ellas se les hará notar su
impropiedad, obscuridad, hinchazón, bajeza de pensamientos, y aun otras cosas
feas de decirse, lascivas y afeminadas; las cuales, no solamente hay infinitos
que las aprueban, sino que (lo que es aún mucho peor) las aprueban por el mismo
hecho de ser malas.
Les parece a los tales, que lo que está según arte y no tiene nada de
extravagante, no tiene nada de ingenioso; y nos admiramos, como de cosa
exquisita, de lo que va fuera de lo regular, aunque defectuoso: a la manera que
a algunos les parecen mejor los cuerpos contrahechos y notables por su
deformidad, que los bien proporcionados: y también hay algunos que, prendados
de la apariencia, piensan que el arrancarse el vello de las mejillas, el
atusarse y enrizar con el hierro y fuego el cabello reluciente con el color
artificial, da más gracia al hombre que una hermosura natural: dando a entender
que la belleza del cuerpo nace de modas perniciosas.
4.- El maestro no solamente deberá
enseñar todo lo dicho, sino preguntar a menudo a los discípulos para calar su
ingenio. De este modo no se fiarán para no atender, ni lo que se explica les
entrará por un oído y les saldrá por otro: con lo que a un mismo tiempo se
moverán a inventar algo por sí mismos y a entender, que es el fin que
pretendemos. Porque ¿qué intentamos con enseñarlos, sino que no haya que
enseñarlos siempre?
5.- Este cuidado
del maestro me atrevo a decir que aprovecha más que cuantas reglas dan las
artes de retórica, aunque éstas ayudan mucho; pero ¿quién podrá comprender
cuánto abarcan todos los géneros de causas que se originan casi todos los días?
Por ejemplo en la milicia: aunque tiene sus preceptos generales, con todo eso
aprovecha mucho más el saber de qué medios se valieron los buenos capitanes en
ciertos lances o lugares, porque en todas las cosas por lo común más aprovecha
la experiencia que el arte. ¿Por ventura se ha de poner a declamar el maestro
para servir de ejemplo a sus discípulos? ¿No les aprovechará mucho más la
lección de Cicerón y Demóstenes? Si el discípulo yerra algo en la declamación,
¿se le ha de corregir delante de todos? ¿No será mejor enmendar toda una
oración, y cosa menos enojosa? Porque todos queremos más que se corrijan los
vicios ajenos que los nuestros. Mucho más tenía que advertir, pero la utilidad
de esto es notoria a todos. ¡Ojalá que, así como no desagradará el saberlo, no
haya pereza para practicarlo! [...]
Capítulo VIII: Aprendan
los niños algunos lugares selectos de los oradores e historiadores; pero raras
veces las composiciones que ellos han trabajado.
En este punto soy de la opinión de que debe
mudarse la costumbre de que los niños aprendan de memoria todo lo que ellos han
compuesto, para decirlo, según es estilo, en día señalado. Esto quien más lo
exige son los padres, persuadidos que entonces estudian sus hijos, cuando
tienen frecuentes declamaciones: siendo así que el aprovechamiento depende del
cuidado. Así como quiero que los niños compongan, y que se ejerciten muchísimo
en esto, así aconsejo mucho más que aprendan de memoria algunos trozos de los
oradores, historiadores, y otros escritos dignos de aprecio. Con esto
ejercitarán la memoria, aprendiendo antes lo ajeno que lo suyo; y los que se
ejercitaren en este género de trabajo dificultoso, aprenderán después con más
facilidad lo que ellos mismos compusieren, se acostumbrarán a lo mejor, y
siempre tendrán buenos modelos que imitar; y además de esto beberán sin sentir
el estilo de lo que hayan aprendido. Tendrán abundancia de expresiones las más
bellas; su estilo y figuras serán naturales, no arrastradas y violentas, sino
que voluntariamente se les ofrecerán, habiendo hecho acopio de ellas. A esto se
junta el que citarán con gusto en las conversaciones lo bueno que otros han
dicho: cosa útil en las causas. Porque siempre da mayor autoridad todo aquello
que se alega, cuando no parece mendigado para probar la causa presente, y los
testimonios ajenos merecen más alabanza que los nuestros.
A veces convendrá también
permitirles a los discípulos el recitar lo que ellos compusieron, para que logren
el fruto de su trabajo viendo que se les alaba. Pero convendrá hacer esto,
cuando hubieren trabajado alguna cosa curiosa y perfecta, para que consigan
este premio de sus afanes, alegrándose de haber merecido el recitarlo en
público. [...]
Entre
los muchos avisos que hemos dado al maestro, quiero dar uno tan sólo a los
discípulos; y es, que no tengan a sus maestros menos amor que al estudio;
persuadiéndose que son padres no corporales, sino espirituales. De este modo
oirán con gusto sus preceptos, les darán crédito y desearán asemejarse a ellos;
y, finalmente, concurrirán al aula gustosos y con gana de saber. Si los
corrige, no se enojarán; si los alaba, gozaranse con la alabanza; y con la
aplicación merecerán su amor. Porque así como la obligación de los unos es el
enseñar, así la de los otros es mostrarse dóciles a la enseñanza; y lo uno sin
lo otro nada vale. Así como el nacer el hombre depende del padre y de la madre,
y en vano se siembra la semilla si no se recibe dentro de una tierra blanda y
esponjada, así la elocuencia no puede llegar a colmo si no van a una la
doctrina del maestro y la docilidad del discípulo.»
[El texto pertenece a la edición de la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, en traducción de Ignacio Rodríguez y Pedro Sandier.]
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