viernes, 15 de marzo de 2019

Elogio de la lentitud.- Carl Honoré (1967)


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I.-Hacerlo todo más rápido

«No obstante, aun cuando el tiempo siga siendo elusivo, todas las sociedades han ideado maneras de medir su paso. Los arqueólogos creen que, hace más de veinte mil años, los cazadores europeos de la era glacial contaban los días que transcurrían entre las fases lunares tallando líneas y agujeros en palos y huesos. Toda gran cultura del mundo antiguo, sumerios y babilonios, egipcios y chinos, mayas y aztecas, creó su propio calendario. Uno de los primeros documentos que salieron de la imprenta de Gutenberg fue el "Calendario de 1448".
 Una vez que nuestros antepasados aprendieron a medir los años, los meses y los días, el paso siguiente consistió en dividir el tiempo en unidades más pequeñas. Un reloj de sol egipcio, que data de 1.500 a.C., es uno de los instrumentos más antiguos que se conservan para dividir el día en partes iguales. Los "relojes" primitivos se basaban en el tiempo que tardaba el agua o la arena en pasar por un orificio o para que ardiera una vela o una lamparilla de aceite. La medida del tiempo dio un gran salto adelante en el siglo XIII, con la invención del reloj mecánico. A finales del siglo XVII, la gente podía medir con precisión no sólo las horas sino también los minutos y los segundos.
 La supervivencia fue uno de los incentivos para medir el tiempo. Las antiguas civilizaciones utilizaban los calendarios para saber cuándo era el momento de plantar y cosechar. Pero, desde el comienzo, la medida del tiempo resultó ser un arma de doble filo. Por una parte, la programación puede hacer que cualquiera, desde el campesino hasta el ingeniero de software, sea más eficiente. No obstante, en cuanto empezamos a dividir el tiempo, las tornas se vuelven y el tiempo nos domina. Entonces nos convertimos en esclavos del horario: éste nos fija fechas límite que, por su misma naturaleza, nos dan un motivo para apresurarnos. Como dice un proverbio italiano: "el hombre mide el tiempo y éste mide al hombre".
 Dado que hacían posible la programación diaria, los relojes prometían una mayor eficiencia, pero también un control más estricto. No obstante, los relojes primitivos eran demasiado inseguros para regir a la humanidad como lo hacen los relojes actuales. Los relojes de sol no funcionaban de noche ni cuando el cielo estaba nublado, y la longitud de una hora de reloj solar variaba de un día a otro debido a la inclinación de la Tierra. Los relojes de agua y arena, ideales para medir una tarea concreta, no servían para indicar la hora del día. ¿Por qué tantos duelos, batallas y otros hechos históricos tenían lugar al amanecer? No se debía a que a nuestros antepasados les gustara levantarse temprano, sino a que el alba era el único momento del día que todo el mundo podía identificar con precisión. En ausencia de relojes exactos, la vida obedecía a los dictados de lo que los sociólogos denominan el tiempo natural. La gente hacía las cosas cuando le apetecía, no cuando se lo decía un reloj de pulsera. Comían cuando tenían hambre y dormían cuando se amodorraban. Sin embargo, desde el principio, saber la hora fue de la mano con decirle a la gente lo que debe hacer.
 Ya en el siglo VI, los monjes benedictinos se regían por un horario que enorgullecería a un moderno administrador del tiempo. Sirviéndose de relojes primitivos, hacían sonar las campanas, a intervalos determinados a lo largo del día y de la noche, a fin de apresurarse a pasar de una tarea a otra, de la oración al estudio, a la horticultura, al descanso y de nuevo a la oración. Cuando los relojes mecánicos empezaron a aparecer en las plazas de las ciudades europeas, la línea divisoria entre saber con precisión la hora y mantener el control se borró todavía más. Un caso revelador lo ofrece Colonia. En los archivos históricos hay constancia de que, alrededor de 1370, se instaló un reloj público en la ciudad alemana. En 1374, la municipalidad aprobó una ley que fijaba el comienzo y el final del horario laboral de los trabajadores y limitaba la pausa para el almuerzo a "una hora y no más". En 1391, la ciudad impuso el toque de queda a partir de las nueve de la noche (las ocho en invierno) a los visitantes forasteros y, en 1398, dictaminaron que el toque de queda sería general a las once. En el transcurso de una generación, los habitantes de Colonia pasaron de no saber nunca con precisión la hora que era a permitir que un reloj dictara cuándo trabajaban, el tiempo que podían tomarse para comer y la hora en que se retiraban a sus casas por la noche. El tiempo del reloj estaba ganando el pulso al tiempo natural.
 [...] El capitalismo industrial se alimentaba de la velocidad y la recompensaba como jamás lo había hecho hasta entonces. Las empresas que fabricaban y enviaban sus productos con más rapidez podían vender más barato que sus rivales. Cuanto más breve era el tiempo en que uno convertía el capital en beneficio, con tanta mayor celeridad podía reinvertirlo para obtener mayores ganancias. No es por casualidad que la expresión "hacer un dólar rápido" se acuñara en el siglo XIX.
 En 1748, en el alba de la era industrial, Benjamin Franklin bendijo el matrimonio entre el beneficio y la prisa con un aforismo que hoy sigue en plena vigencia: "el tiempo es oro". Nada reflejaba o reforzaba mejor la nueva mentalidad que el cambio que suponía pagar a los trabajadores por horas en vez de hacerlo por lo que producían. Una vez establecido que cada minuto costaba dinero, las empresas emprendieron una carrera interminable por acelerar la producción. Producir más artefactos por hora equivalía a un mayor beneficio. Mantenerse por delante de la manada permitía instalar el último grito en tecnología ahorradora de tiempo antes de que lo hicieran tus rivales. El capitalismo moderno llevaba incorporado el imperativo de ir hacia arriba, de acelerar, de ser cada vez más eficiente.
 La urbanización, otra característica de la era industrial, ayudó a apresurar el paso. Las ciudades siempre han atraído a personas enérgicas y dinámicas, pero la misma vida urbana actúa como un acelerador de partículas gigantesco. Cuando la gente se traslada a la ciudad, empieza a hacerlo todo con mayor rapidez. [...]
 Persuadir a los primeros trabajadores industriales de que vivieran de acuerdo con el reloj no fue tarea fácil. Muchos de ellos trabajaban a su propio ritmo, hacían pausas cuando se les antojaba o no se presentaban en su puesto, lo cual era un desastre para los directivos de la fábrica que les pagaban por horas. A fin de enseñar a los operarios la nueva disciplina del horario que exigía el capitalismo moderno, las clases dirigentes promovieron la puntualidad como un deber cívico y una virtud moral, mientras denigraban la lentitud y la tardanza como pecados capitales. En su catálogo de 1891, la compañía Electric Signal Clock advertía contra los males de no mantener el ritmo: "Si hay una sola virtud que debería cultivar más que cualquier otra quien desee triunfar en la vida, es la puntualidad; si hay un error que debe evitarse, es el retraso". Uno de los relojes de la empresa, que recibía el apropiado nombre de Autócrata, prometía "revolucionar a los rezagados y los impuntuales". [...]
 A medida que el reloj se imponía y la tecnología posibilitaba que todo se hiciera con mayor rapidez, el apresuramiento ocupó todos los rincones de la vida. Se esperaba del individuo que pensara, trabajara, hablara, leyera, escribiera, comiera y se moviera con más rapidez. Un observador decimonónico bromeó diciendo que el neoyorquino medio "siempre camina como si tuviera una buena cena por delante y un alguacil por detrás". En 1880, Nietzsche detectó una cultura creciente "de la prisa, del apresuramiento indecente y sudoroso, que quiere tenerlo todo hecho en el acto". [...]
 A finales del siglo XIX, un protoasesor de dirección empresarial, Frederick Taylor, dio otra vuelta de tuerca a la cultura de la celeridad.»
 
    [El texto pertenece a la edición en español de RBA Libros, 2009, en traducción de Jordi Fibla Feito. ISBN: 84-7871-249-6.]

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