domingo, 30 de abril de 2017

"Manifiesto dadaísta".- Tristan Tzara (1896-1963)


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  «La magia de una palabra —DADA—, que ha puesto a los periodistas ante la puerta de un mundo imprevisto, no tiene para nosotros ninguna importancia.
 Para lanzar un manifiesto es necesario:
 A, B, C.
 irritarse y aguzar las alas para conquistar y propagar muchos pequeños y grandes a, b, c, y afirmar, gritar, blasfemar, acomodar la prosa en forma de obviedad absoluta, irrefutable, probar el propio non plus ultra y sostener que la novedad se asemeja a la vida como la última aparición de una cocotte prueba la esencia de Dios. En efecto, su existencia ya fue demostrada por el acordeón, por el paisaje y por la palabra dulce. Imponer el propio A.B.C. es algo natural, y, por ello, deplorable. Pero todos lo hacen bajo la forma de cristalbluff-madonna o de sistema monetario, de producto farmacéutico o de piernas desnudas invitantes a la primavera ardiente y estéril. El amor por lo nuevo es una cruz simpática que revela un amiquemeimportismo, signo sin causa, frágil y positivo. Pero también esta necesidad ha envejecido.    
 Es necesario animar el arte con la suprema simplicidad: novedad. Se es humano y auténtico por diversión, se es impulsivo y vibrante para crucificar el aburrimiento. En las encrucijadas de las luces, vigilantes y atentas, espiando los años en el bosque. Yo escribo un manifiesto y no quiero nada y, sin embargo, digo algunas cosas y por principio estoy contra los manifiestos, como, por lo demás, también estoy contra los principios, decilitros para medir el valor moral de cada frase. Demasiado cómodo: la aproximación fue inventada por los impresionistas. Escribo este manifiesto para demostrar cómo se pueden llevar a cabo al mismo tiempo las acciones más contradictorias con un único y fresco aliento; estoy contra la acción y a favor de la contradicción continua, pero también estoy por la afirmación. No estoy ni por el pro ni por el contra y no quiero explicar a nadie por qué odio el sentido común.
  DADA— he aquí la palabra que lleva las ideas a la caza; todo burgués se siente dramaturgo, inventa distintos discursos y, en lugar de poner en su lugar a los personajes convenientes a la calidad de su inteligencia, crisálidas en sus sillas, busca las causas y los fines (según el método psicoanalítico que practica) para dar consistencia a su trama, historia que habla y se define. El espectador que trata de explicar una palabra es un intrigante: (conocer). Desde el refugio enguatado de las complicaciones serpentinas hace manipular sus propios instintos. De aquí nacen las desgracias de la vida conyugal.
 Explicar: diversión de los vientres rojos con los molinos de los cráneos vacíos.
Dada no significa nada

 Si alguien lo considera inútil, si alguien no quiere perder tiempo por una palabra que no significa nada….El primer pensamiento que se agita en estas cabezas es de orden bacteriológico…, hallar su origen etimológico, histórico o psicológico por lo menos. Por los periódicos sabemos que los negros Kru llaman al rabo de la vaca sagrada: DADA. El cubo y la madre en una cierta comarca de Italia reciben el nombre de DADA. Un caballo de madera, la nodriza, la doble afirmación en ruso y en rumano DADA. Sabios periodistas ven en todo ello un arte para niños, otros santones jesúshablaalosniños, el retorno a un primitivismo seco y estrepitoso, estrepitoso y monótono. No es posible construir la sensibilidad sobre una palabra. Todo sistema converge hacia una aburrida perfección, estancada idea de una ciénaga dorada, relativo producto humano. La obra de arte no debe ser la belleza en sí misma porque la belleza ha muerto; ni alegre; ni alegre ni triste, ni clara ni oscura, no debe divertir ni maltratar a las personas individuales sirviéndoles pastiches de santas aureolas o los sudores de una carrera en arco a través de las atmósferas. Una obra de arte nunca es bella por decreto, objetivamente y para todos. Por ello, la crítica es inútil, no existe más que subjetivamente, sin el mínimo carácter de generalidad. ¿Hay quien crea haber encontrado la base psíquica común a toda la humanidad? El texto de Jesús y la Biblia recubren con sus amplias y benévolas alas: la mierda, las bestias, los días. ¿Cómo se puede poner orden en el caos de infinitas e informes variaciones que es el hombre? El principio «ama a tu prójimo» es una hipocresía. «Conócete a ti mismo» es una utopía más aceptable porque también contiene la maldad. Nada de piedad. Después de la matanza todavía nos queda la esperanza de una humanidad purificada. Yo hablo siempre de mí porque no quiero convencer. No tengo derecho a arrastrar a nadie a mi río, yo no obligo a nadie a que me siga. Cada cual hace su arte a su modo y manera, o conociendo el gozo de subir como una flecha hacia astrales reposos o el de descender a las minas donde brotan flores de cadáveres y de fértiles espasmos. Estalactitas: buscarlas por doquier, en los pesebres ensanchados por el dolor, con los ojos blancos como las liebres de los ángeles.
 Así nació DADA, de una necesidad de independencia, de des-confianza hacía la comunidad. Los que están con nosotros conservan su libertad. No reconocemos ninguna teoría. Basta de academias cubistas y futuristas, laboratorios de ideas formales. ¿Sirve el arte para amontonar dinero y acariciar a los gentiles burgueses? Las rimas acuerdan su tintineo con las monedas y la musicalidad resbala a lo largo de la línea del vientre visto de perfil. Todos los grupos de artistas han ido a parar a este banco a pesar de cabalgar distintos cometas. Se trata de una puerta abierta a las posibilidades de revolcarse entre muelles almohadones y una buena mesa.
  Aquí echamos el ancla en la tierra feraz. Aquí tenemos derecho a proclamar esto porque hemos conocido los escalofríos y el despertar. Fantasmas ebrios de energía, hincamos el tridente en la carne distraída. Rebosamos de maldiciones en la tropical abundancia de vertiginosas vegetaciones: goma y lluvia es nuestro sudor, sangramos y quemamos la sed.
 Nuestra sangre es vigorosa. […]
 Amo una obra antigua por su novedad. Tan sólo el contraste nos liga al pasado. Los escritores que enseñan la moral y discuten o mejoran la base psicológica, tienen, aparte del deseo oculto del beneficio, un conocimiento ridículo de la vida que ellos han clasificado, subdividido y canalizado. Se empeñan en querer ver danzar las categorías apenas se ponen a marcar el compás. Sus lectores se carcajean y siguen adelante: ¿con qué fin? Hay una literatura que no llega a la masa voraz. Obras de creadores nacidas de una auténtica necesidad del autor y sólo en función de sí mismo. Consciencia de un supremo egoísmo, en el que cualquier otra ley queda anulada.
 Cada página debe abrirse con furia, ya sea por serios motivos, profundos y pesados, ya sea por el vórtice y el vértigo, lo nuevo y lo eterno, la aplastante espontaneidad verbal, el entusiasmo de los principios, o por los modos de la prensa. He ahí un mundo vacilante que huye, atado a los cascabeles de la gama infernal, y he ahí, por otro lado, los hombres nuevos, rudos, cabalgando a lomos de los sollozos.
  He ahí un mundo mutilado y los medicuchos literarios preocupados por mejorarlo. Yo os digo: no hay un comienzo y nosotros no temblamos, no somos unos sentimentales. Nosotros desgarramos como un furioso viento la ropa de las nubes y de las plegarias y preparamos el gran espectáculo del desastre, el incendio, la descomposición. Preparamos la supresión del dolor y sustituimos las lágrimas por sirenas tendidas de un continente a otro. Banderas de intensa alegría viudas de la tristeza del veneno. DADA es la enseñanza de la abstracción; la publicidad y los negocios también son elementos poéticos.
  Yo destruyo los cajones del cerebro y los de la organización social: desmoralizar por doquier y arrojar la mano del cielo al infierno, los ojos del infierno al cielo, restablecer la rueda fecunda de un circo universal en las potencias reales y en la fantasía individual.
  La filosofía, he ahí el problema: por qué lado hay que empezar a mirar la vida, Dios, la idea y cualquier otra cosa. Todo lo que se ve es falso. Yo no creo que el resultado negativo sea más importante que la elección entre el dulce y las cerezas como postre. El modo de mirar con rapidez la otra cara de una cosa para imponer directamente la propia opinión se llama dialéctica, o sea, el modo de regatear el espíritu de las patatas fritas bailando a su alrededor la danza del método.
  Si yo grito:
IDEAL, IDEAL, IDEAL,
conocimiento, conocimiento, conocimiento
bumbúm, bumbúm, bumbúm,

registro con suficiente exactitud el progreso, la ley, la moral y todas las demás bellas cualidades de que tantas personas inteligentes han discutido en tantos libros para llegar, al fin, a confesar que cada uno, del mismo modo, no ha hecho más que bailar al compás de su propio y personal bumbúm y que, desde el punto de vista de tal bumbúm, tiene toda la razón: satisfacción de una curiosidad morbosa, timbre privado para necesidades inexplicables; baño; dificultades pecuniarias; estómago con repercusiones […]
  Si todos tienen razón, y si todas las píldoras son píldoras Pínk., tratemos de no tener razón. En general, se cree poder explicar racionalmente con el pensamiento lo que se escribe. Todo esto es relativo. El pensamiento es una bonita cosa para la filosofía, pero es relativo. El psicoanálisis es una enfermedad dañina, que adormece las tendencias antirreales del hombre y hace de la burguesía un sistema. No hay una Verdad definitiva. La dialéctica es una máquina divertida que nos ha llevado de un modo bastante trivial a las opiniones que hubiéramos tenido de otro modo. ¿Hay alguien que crea, mediante el refinamiento minucioso de la lógica, haber demostrado la verdad de sus opiniones? La lógica constreñida por los sentidos es una enfermedad orgánica. A este elemento los filósofos se complacen en añadir el poder de observación. Pero justamente esta magnífica cualidad del espíritu es la prueba de su impotencia. Se observa, se mira desde uno o varios puntos de vista y se elige un determinado punto entre millones de ellos que igualmente existen. La experiencia también es un resultado del azar y de las facultades individuales.
  La ciencia me repugna desde el momento en que se transforma en sistema especulativo y pierde su carácter de utilidad, que, aun siendo inútil, es, sin embargo, individual. Yo odio la crasa objetividad y la armonía, esta ciencia que halla que todo está en orden: continuad, muchachos, humanidad... La ciencia nos dice que somos los servidores de la naturaleza: todo está en orden, haced el amor y rompeos la cabeza; continuad, muchachos, hombres, amables  burgueses, periodistas vírgenes... Yo estoy contra los sistemas: el único sistema todavía aceptable es el de no tener sistemas. Completarse, perfeccionarse en nuestra pequeñez hasta colmar el vaso de nuestro yo, valor para combatir en pro y en contra del pensamiento, misterio de pan, desencallamiento súbito de una hélice infernal hacia lirios baratos.

La espontaneidad dadaísta

Yo llamo amíquémeimportismo a una manera de vivir en la que cada cual conserva sus propias condiciones respetando, no obstante, salvo en caso de defensa, las otras individualidades, el twostep que se convierte en himno nacional, las tiendas de antiguallas, el T.S.H., el teléfono sin hilos, que transmite las fugas de Bach, los anuncios luminosos, los carteles de prostíbulos, el órgano que difunde claveles para el buen Dios y todo esto, todo junto, y realmente sustituyendo a la fotografía y al catecismo unilateral.»

 

sábado, 29 de abril de 2017

"El plantador de tabaco".- John Barth (1930)


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Segunda parte: Camino de Malden
 9.-Más poesía marítima, compuesta en los establos del Rey de los Mares

«-Puede que sí -dijo Burlingame-. ¡Piratas, dices! Bueno, no es imposible a fin de cuentas... ¡Pero, bueno, si estás todo cagado!
 Ebenezer emitió un gemido.
 -¡Ignominia! En estas condiciones, ¿cómo voy hasta el muelle a por unos calzones limpios? ¿Andando como un pato?
 -¡Demonio, nadie ha hablado de ir con andares de pato, señor! -dijo Burlingame, adoptando el tono de un criado campesino-. Quítese vuesa merced los calzones y los calzoncillos ahora, para que mi pequeña Dolly se los  limpie, que yo le traeré unos limpios.
 -¿Dolly?
 -Sí, Joan la Pecas, que está allá dentro, en El Rey de los Mares.
 Ebenezer se ruborizó.
 -¡Al fin y al cabo se trata de una mujer, aunque sea puta, y yo soy el Laureado de Maryland! No puedo consentir que lo sepa.
 -¿Que lo sepa? -Burlingame se rió-. ¡Si casi se asfixia! ¿Quién cree que te encontró en el suelo y me ayudó a traerte hasta aquí? ¡Fuera esos calzones ahora mismo, señor Laureado, y ahorraos la modestia! Una mujer te limpió el trasero cuando naciste y otra lo hará cuando seas un viejo chocho: ¿qué más da que entre medias lo haga otra?
 Cuando Ebenezer se hubo desabrochado de mala gana un botón, su amigo, osadamente, le dio un tirón violento y el poeta se quedó en cueros.
 -Vaya, vaya -dijo Burlingame, riéndose entre dientes-. Se puede decir que estás bien proporcionado, aunque eso sí, un poco sucio.
 -Me muero de vergüenza y ni siquiera puedo taparme de lo sucio que estoy -se quejó el poeta-. ¡Haz el favor de darte prisa, Henry, antes de que alguien me vea así!
 -Me daré prisa pues, hombre o mujer, como te vean, no durarás virgen mucho tiempo; te juro que estás de lo más atractivo -Burlingame se volvió a reír de la desgracia de Ebenezer y recogió las ropas manchadas-. Ahora, adieu, pronto regresará tu criado, si es que no le echan el guante antes los piratas. Entretanto, espabila y límpiate.
 -Pero, dime cómo, te lo suplico.
 Barlingame se encogió de hombros.
 -Vuesa merced mire a su alrededor, buen señor. El hombre inteligente nunca anda perdido mucho tiempo -fuese y cruzó el patio llamando a Dolly para que recogiese el botín que le llevaba.
 Ebenezer se puso enseguida a mirar en torno a sí, buscando algún medio con el que poner remedio a su lamentable condición. Descartó inmediatamente la paja, aunque había de sobra en el establo; ni siquiera era posible asirla cómodamente con la mano. Lo siguiente que tomó en consideración fue su fino pañuelo de holanda, acordándose de que lo tenía en el bolsillo de los calzones.
 -Es igual -juzgó después de pensárselo mejor-, porque tiene una hilera asesina de enormes botones franceses.
 Tampoco podía sacrificar la casaca, ni la camisa, ni las medias, porque por una parte andaba bastante escaso de ropas como para andar tirándolas por ahí y, por otra, le faltaba valor para darle a la camarera más prendas que lavar. El hombre inteligente jamás anda perdido mucho tiempo, repitió Ebenezer para sí; acto seguido vio en un establo que había detrás de donde se hallaba, la cola de un enorme caballo castrado, de color bayo, pero también la descartó, pues dadas su altura y su posición, la cola resultaba, a la vez que inaccesible, peligrosa.
 -¿Qué nos enseña esto? -reflexionó, apretando los labios-. ¿No nos enseña que la inteligencia de un solo hombre es en verdad pobre? Los locos y las bestias salvajes viven gracias a la inteligencia de su madre y aprenden de la experiencia; el hombre sabio aprende de la inteligencia y de la vida de los otros. ¡Santo cielo! ¿Me he pasado dos años en Cambridge y tres veces dos años con Henry allá en el pabellón de mi padre para nada? ¡Si la inteligencia innata no me puede salvar, entonces me salvará mi educación!
 Consecuentemente, Ebenezer dio un repaso a la educación que había recibido, buscando socorro, y comenzó por sus conocimientos de historia.
 -¿Por qué deberían los hombres reconocer la validez de las crónicas del pasado -se preguntó- de no ser porque encierran una lección para el tiempo presente?
 Y, sin embargo, a pesar de que no le eran desconocidos Heródoto, Tucídides, Polibio, Suetonio, Salustio ni otros cronistas antiguos y modernos, Ebenezer no logró recordar que hubiera en ellos ningún precedente de la penosa situación por la que atravesaba él en aquellos momentos, por lo que tampoco podía extraer consejo alguno, así que no le quedó más remedio que desistir del intento.
 -Está claro -concluyó- que la Historia no le enseña al hombre individual sino a la humanidad; la musa de esta disciplina tiene por discípulo al cuerpo político de los dirigentes. No, mejor dicho -dijo, llevando más lejos su razonamiento y tiritando un poco por causa de la brisa procedente del puerto-, los ojos de Clío son como los de las serpientes, que nada pueden detectar salvo el movimiento: ella registra la ascendencia y la caída de las naciones, pero en las cosas inmutables (las verdades eternas y los problemas ajenos al transcurrir del tiempo) ella no repara, y hace bien, pues tiene miedo a penetrar cual cazador furtivo en los territorios que son dominio de la Filosfía.
 Por consiguiente, acto seguido, Ebenezer invocó mentalmente cuanto conocimiento tenía de Aristóteles, Epicuro, Zenón, Agustín, Tomás de Aquino y todos los demás, sin olvidarse de sus catedráticos platónicos y del que en tiempos fuera amigo de los mismos, Descartes; pero aunque todos ellos eran de un interés extraordinario a la hora de dirimir si el aprieto en que se hallaba el poeta era real o imaginario, así como para decidir si tal aprieto merecía ser considerado sub specie aeternitatis, siendo asimismo relevante la cuestión de si la actitud que pudiera adoptar Ebenezer para salir del apuro estaba determinada de antemano o bien dependía por completo de él, pese a todo ello, ninguno de aquellos filósofos le proporcionaba ningún consejo práctico.
 -¿Sería quizás que todos ellos expelían silogismos sin hedor ni mácula -se preguntó el poeta- y aparte de eso nada más? ¿O será que por la Razón que esgrimen jamás surca el miedo hasta el punto de ensuciarles los calzones?
 Ebenezer concluyó, oteando el patio, tratando en vano de dar con Henry, que la verdad de la cuestión estribaba en que la filosofía se ocupaba  tan sólo de generalidades, categorías y abstracciones, tales como la densidad eterna de More; la filosofía sólo hablaba de los problemas personales en la medida que servían para ilustrar los problemas generales; fuera como fuere, entre todo lo que recordaba Ebenezer no halló respuesta alguna para situaciones difíciles, caseras, de orden práctico, como era la que él atravesaba.
 Ni siquiera tomó en consideración la física, la astronomía ni los demás campos de la filosofía natural, y ello por el mismo motivo; tampoco se estrujó la memoria sacando a colación sus conocimientos de artes plásticas pues sabía muy bien que ni Fidias ni Miguel Ángel se dignarían  inmortalizar un estado como el que ofrecía él, por mucho que les atrajera la desgracia humana. No, resolvió por fin; tenía que buscar ayuda en la literatura, pues entre todas las artes y ciencias la literatura era la única que tenía como dominio propio el campo entero de la experiencia  y el comportamiento humanos (de la cuna a la tumba y aún más allá, del emperador a la puta barata; desde la quema de ciudades hasta el modo de luchar contra el viento), así como los problemas de toda magnitud que afectan al hombre: sólo en el ámbito de la literatura es posible hallar catalogados con idéntica consideración a los antepasados de Noé y a los barcos de los aqueos...
 -¡Y a los golpes de culo de Gargantúa! -exclamó en voz alta-. ¿Cómo es que no he pensado en ellos hasta ahora?»

 

viernes, 28 de abril de 2017

"Memorias de Idhún".- Laura Gallego García (1977)


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La resistencia
Libro I: Búsqueda
III.- Victoria

«Victoria entró en casa y se arrojó en brazos de su abuela, temblando de miedo.
 -¡Niña! -exclamó ella, sorprendida-. ¿Qué te pasa?
 -En el metro... Me... perseguía...
 -¿Quién?
 Victoria era incapaz de hablar. Allegra se separó de ella y la miró fijamente.
 -¿Quién, Victoria? -repitió, muy seria.
 Algo en su mirada tranquilizó a Victoria. Su abuela era severa y fuerte como una roca y la muchacha se sintió a salvo por primera vez desde su encuentro con Kirtash.
 -Un... hombre -mintió-. No sé qué quería, quizá robarme... Me ha dado mucho miedo.
 Un destello de comprensión brilló en las pupilas de la anciana.
 -¿Ha sido muy lejos de aquí?
 -¿Qué...?
 -Que si ha sido muy lejos de aquí, Victoria. Que si podría averiguar dónde vives. O haberte seguido hasta aquí.
 -No, yo... no lo creo, abuela. Fue en la estación de metro de Sol. Pero...
 No pudo terminar la frase porque su abuela la estrechó de pronto entre sus brazos, con fuerza. La muchacha se sintió mucho mejor.
 -Hay mucha gente rara por ahí -musitó-. No te preocupes, hija. Ya ha pasado, ¿de acuerdo? Ya estás en casa. Aquí no va a pasarte nada malo.
 Victoria asintió, reconfortada. Su abuela no solía abrazarla. Ella sabía que la quería, aunque no fuera muy dada a demostrar su afecto. Quizá por esta razón aquel abrazo la consoló profundamente.
 Una vez en su habitación, Victoria bajó la persiana, se quitó los zapatos y se tumbó sobre la cama, aún con el uniforme puesto.
 Sabía que nadie la molestaría. Su abuela respetaba su intimidad. Jamás entraba en su habitación sin llamar a la puerta primero. Nunca se le habría ocurrido ir a verla después del "toque de queda". Esto era no sólo porque la anciana tuviese sus normas sino también, sobre todo, porque confiaba en ella.
 Victoria suspiró, se giró para dar la espalda a la puerta y dejó vagar sus pensamientos.
 "Alma...", llamó mentalmente.
 Aquel cosquilleo familiar la recorrió de nuevo de arriba abajo. Sintió algo en un rincón de sus pensamientos, algo parecido a un mudo asentimiento. El Alma la había escuchado.
 "Llévame a Limbhad", musitó ella sin palabras.
 Pero, cuando ya sentía al Alma acogiéndola en su seno y envolviéndola como una madre para transportarla a su refugio secreto, sonaron golpes en la puerta.
 Victoria vaciló. Por lo general, si su abuela llamaba a la puerta y ella no respondía, la mujer daba por hecho que estaba dormida y no la molestaba. Pero no hacía ni cinco minutos que se habían separado y, además, ella estaría preocupada. De modo que le pidió al Alma que aguardara un momento y, lentamente, su cuerpo volvió a tomar consistencia sobre la cama.
 -¿Sí? -dijo de mala gana.
 Su abuela abrió la puerta.
 -Espero no molestar. ¿Estabas durmiendo?
 -Estaba a punto -sonrió ella-. No pasa nada.
 -Estaba pensando... que podemos ir a la policía a poner una denuncia. ¿Recuerdas cómo era ese hombre?
 La imagen de Kirtash acudió de nuevo, nítida, a la mente de Victoria. Un joven ligero, rápido y sutil como un felino, vestido de negro, de cabello castaño claro, muy liso, que enmarcaba un rostro de facciones finas pero de expresión impenetrable y unos ojos fríos como un puñal de hielo. Jamás podría olvidarlo. Sabía que poblaría sus peores pesadillas durante mucho tiempo.
 -No -dijo finalmente-. No lo recuerdo. Todo ha sido muy rápido.»

 

jueves, 27 de abril de 2017

"El Concejo y Consejeros del Príncipe".- Fadrique Furió Ceriol (1527-1592)


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Capítulo II: Del Consejero i primeramente de sus calidades en cuanto al alma

«Esta suficiencia se conosce por quinze calidades, que son las siguientes:
 La primera es que sea el Consejero de alto i raro ingenio; porque el grande ingenio es principio, es medio i fin de grandíssimas i más que humanas empresas. Todas quantas virtudes se hallan, i hallar se pueden, en un hombre (si el mismo no es de grande ingenio) son baxas, pierden su fuerça i casi son nada. [...]
 La segunda calidad, que muestra la suficiencia del alma en el Consejero, es que sepa las artes de bien hablar; porque como los hombres nos diferenciamos de todas las alimañas con el entendimiento i palabra, de creer es que entre los hombres, aquéllos son más ecelentes que saben mejor i con más gracia hablar i razonar. [...]
 La tercera calidad, que muestra la suficiencia del alma en el Consejero, es que sepa muchas lenguas i principalmente las de aquellos pueblos que su Príncipe govierna, o tiene por aliados, o por enemigos. Esto se entenderá mejor con un exemplo. Sea pues de un Rei de España, según está el presente. El Consejero deste Rei, allende de su lengua natural, es bien que sepa Latín, Italiano, Arávigo, Francés i Alemán; [...]
 La quarta calidad, que muestra la suficiencia en el alma del Consejero, es que sea grande historiador, digo, que haia visto i leído con mui grande atención i esaminado sotilmente las historias antiguas i modernas, i principalmente las de su Príncipe, las de sus aliados, las de sus vecinos y las de sus enemigos. [...]
 La quinta calidad, que muestra la suficiencia del alma en el Consejero, es que sepa bien i perfetamente el fin, la materia, el cómo, quándo i hasta quánto se estienda cada virtud. Porque es cosa en que se ierra a cada passo i, si el Consejero sigue el vulgo en ello, dará terribles porradas. [...]
 La sexta calidad, que muestra la suficiencia del alma en el Consejero, es que sea político, digo, que sea plático en el gobierno de paz i de guerra i cosas a ello pertenescientes. Porque siendo el oficio i obligación del Príncipe puesto en estas dos cosas, en el gobierno i protección; lo uno i lo otro se refieren a paz i a guerra, pero más propiamente el govierno es de la paz, i la protección de la guerra; i si no entiende estas dos cosas cómo i en qué manera se suelan guiar, es impossible que pueda el Consejero hacer cosa que vala. [...]
 La séptima calidad, que muestra la suficiencia del alma en el Consejero, es haver andado i visto muchas tierras i entre ellas la de su Príncipe señaladamente, las de sus contrarios, las de sus aliados i las de sus vecinos. Esta peregrinación ha de ser curiosa i prudente, no descuidada i nescia, como suele ser la de hombres ociosos i vagabundos, [...]
 La otava calidad, que muestra la suficiencia del alma en el Consejero, es que sepa las fuerças i poder de su Príncipe, de sus aliados, de sus enemigos i vecinos. [...]
 La novena calidad, que muestra la suficiencia del alma en el Consejero, es que no solamente ame el bien público, pero que en procurarlo, se olvide de su propio provecho i reputación; de tal manera que, do se pueda aprovechar al bien común, el Consejero se debe emplear en ello con todas sus fuerças i diligencia, aunque de allí se le haia de recrescer daño propio en fama, vida i bienes. [...]
 La décima calidad, que muestra la suficiencia del alma en el Consejero, es que sepa curar todo el cuerpo del principado i no que, curando una parte, desampare otra; que es como si un médico, fuera propósito, por aprovechar a un miembro, dañasse a otro. Portanto el buen Consejero se debe despojar de todos los interesses de amistad, parentesco, parcialidad, bandos i otros qualesquier respetos; [...]
 La onzena calidad, que muestra la suficiencia del alma en el Consejero, es que sea justo i bueno; porque el tal es amigo de pagar a cada uno según sus méritos, que es castigar al malo i remunerar al bueno; i en  lo uno i en lo otro guarda la devida mediocridad, que ni en el castigo es cruel o floxo, ni en el galardonar corto o sobrado o vano. [...]
 La dozena calidad, que muestra la suficiencia del alma en el Consejero, es que sea franco i liberal; porque el pueblo se paga mucho de la franqueza, la ama i aun la adora. [...]
 La trezena calidad, que muestra la suficiencia del alma en el Consejero, es que sea benéfico, digo, amigo de hazer bien. Esta virtud es la que en Latín se llama beneficentia, i no se refiere a dar dinero, o algo de la hazienda, como lo da la liberalidad, sino en aiudar a la República (digo al bien común) i a todos sus miembros particulares [...]
 La quatorzena calidad, que muestra la suficiencia del alma en el Consejero, es que sea manso i afable; porque el tal da audiencia a grandes i pequeños, a ricos i pobres, recójelos con clara i suave frente, oie sus razones atenta i diligentemente, responde con amor, promete con gravedad, niega i quita sin pesadumbre, reprehende sin injurias, despide con respeto i sin altivez. [...]
 La quinzena i última calidad, que muestra la suficiencia del alma en el Consejero, es que sea fuerte; i esta fortaleza no se entiende de las fuerças del cuerpo, sino del pecho interior, que es aquélla por do se llaman los hombres heróicos, es saber, más que hombres; [...]
 Aquí se acaban las quinze calidades por las quales se suele conocer la suficiencia del Consejero en quanto al alma, que es ver i entender perfetamente si es idóneo, o no, para ser elegido en el Concejo: porque el que tuviere todas las quinze no hai duda sino que es suficientíssimo; i el que menos dellas tuviere o más, así será más o menos suficiente.»

 

miércoles, 26 de abril de 2017

"Vida entre los indios".- George Catlin (1796-1872)


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Capítulo IV

«Puede decirse propiamente que todas las tribus americanas son guerreras. Ya he explicado las causas principales de sus guerras y aún se podría escribir un libro sobre sus modos de llevarlas y terminarlas. Sus armas, como he expuesto, no son numerosas ni tan destructivas como las que usan las naciones civilizadas y, por consiguiente, sus guerras no son tan devastadoras.
 La guerra entre esas gentes es conducida generalmente por pequeños grupos de voluntarios a las órdenes de un jefe guerrero, para vengar algunas afrentas o crueldades infligidas por el enemigo; y cuando han arrancado algunas cabelleras, suficientes para desquitarse, generalmente vuelven, se jactan de ello y divierten a los del poblado con la danza de las cabelleras y otras ceremonias.
 Como estas gentes tienen menos armas y menos eficaces, dependen algo más que el hombre blanco de la estrategia para conseguir ventajas; y en ésta son más ingeniosos e inventivos de lo que podría imaginarse.
 En la guerra entre estas gentes y las fuerzas civilizadas, los indios son a menudo condenados por su estrategia como "cobardes", porque prefieren emboscadas y sorpresas, en vez de salir a campo abierto y "librar una batalla limpia" (es decir, salir y ponerse delante de la boca de los cañones para ser abatidos como pichones). Esto es falso; los pobres indios conocen las ventajas que los hombres blancos tienen a campo abierto con sus rifles, sus revólveres y sus cañones; y su negativa a situarse delante de éstos y ser abatidos debería llamarse prudencia más que cobardía, en estas circunstancias.
 No hay otro pueblo en la tierra más valiente y esforzado que los indios americanos, siempre que tengan la seguridad de que contienden con un enemigo que cuenta con iguales armas. Su sagacidad para descubrir o reconocer al enemigo, y eludir la persecución si es necesario, queda casi fuera de la comprensión de aquellos que no conocen bien sus modos de acción.
 Sus señales en la guerra son muchas y muy inteligentes así como curiosas. El mundialmente conocido (pero juzgado parcialmente) grito de guerra es una de ellas y lo lanzan todas las tribus, tanto en Norteamérica como en Sudamérica, exactamente igual, al precipitarse la batalla. Es una nota aguda y penetrante, pronunciada de modo sostenido, y con un crescendo y diminuendo, en el tono más alto de la voz humana y con la vibración más rápida posible, producida golpeando con la palma de la mano o los dedos contra los labios.
 [...] no hay otro, quizá, que pueda oírse de tan lejos y de forma tan clara, en el estrépito y confusión de la batalla. Son las asociaciones que establecen los que conocen su sentido y su carácter las que le dan su terror, pues se sabe que es la señal infalible de ataque (el grito de guerra no se pronuncia nunca hasta que el ataque se ha desencadenado y las armas se han alzado para verter sangre).
 [...] Ningún indio está autorizado a lanzar el grito de guerra en tiempo de paz, excepto en la danza guerrera y otras ceremonias toleradas por los jefes, por miedo de que fuera repetido por sus centinelas de las cumbres y por sus partidas de caza por todo su territorio, provocando así una alarma innecesaria y catastrófica.
 Otra señal es el silbato de guerra, que es muy curioso. Cada jefe que acaudilla en la guerra lleva un pequeño silbato de siete u ocho pulgadas de largo, hecho con el hueso de una pata de pavo, cuyos dos extremos tienen dos sonidos muy distintos, tan agudos y penetrantes, y tan distintos del confuso grito de guerra y otro estrépito de las batallas, que se oyen claramente desde una enorme distancia. Soplar en un extremo es la señal para el avance y soplar en el otro para la retirada. Ningún jefe va a la batalla sin uno de estos pequeños silbatos de guerra colgando del cuello sobre el pecho; y ningún guerrero va a la guerra sin conocer la diferencia y significado de estos sones.
 También usan banderas como señales de guerra. La bandera blanca es en todas las tribus una bandera de tregua, un emblema de paz; y una bandera encarnada es el desafío al combate. [...] ¡Qué extraño es, no que los indios la usen, pues las naciones civilizadas han sacado esta costumbre de la vida de los salvajes, sino que todas las razas nativas del mundo usen el mismo color como emblema de la paz, e igualmente sagrado e inviolable, incluso en el estrépito y fragor de la batalla!
 Pero está, claro, la "salvaje crueldad de arrancar cabelleras"; salvaje, desde luego, porque la practican los salvajes, pero, ¿dónde está la crueldad en arrancar la cabellera? A un hombre se le quita una porción de la piel del cráneo después que está muerto; no le duele, la crueldad estaría en matarlo. Y en el mundo cristiano matamos en batalla a miles de nuestros semejantes, allí donde los pobres indios matan a uno. Quitar un pedacito de piel de la cabeza de un muerto es más bien algo repugnante; pero, veamos, ¿qué cosa mejor puede el indio coger? Él tiene que guardar alguna prueba. Estas gentes no tienen periodistas que los sigan a las batallas y describan al mundo sus victorias; sus costumbres sancionan el modo, y los jefes lo exigen.
 [...] ¿Pero arrancan los indios la cabellera a los vivos? Sí, eso ocurre algunas veces, pero muy raramente. Puesto que el cuero cabelludo es sólo la piel con el cabello, a un hombre se lo pueden arrancar sin lastimar el hueso y, por supuesto, sin acabar con la vida. Y en la precipitación y confusión de la batalla, a los heridos y caídos, dados por muertos, les han sido arrancadas a veces las cabelleras, cuando los indios se han abalanzado sobre ellos y luego se han levantado del campo de batalla y se han recuperado: yo he visto algunos así. Estas cabelleras, si el indio llegase a conocer el hecho, no las llevaría, sino que serían enterradas como cosas que los guerreros no tendrían derecho a reivindicar y de las que sus supersticiosos temores los inducirían a deshacerse.
 La cabellera, para ser legítima, ha de ser de la cabeza de un enemigo y que ese enemigo esté muerto, y muerto a manos del que lleva y cuenta la cabellera. [...] Las cabelleras son las insignias o medallas del indio, que éste debe conseguir con sus propias manos; no puede comprarlas ni venderlas sin deshonrarse y, cuando muere, se las entierra con él en la tumba. Sus hijos no pueden heredarlas; si quieren cabelleras, deben obtenerlas del mismo modo como su padre obtuvo las suyas.
 En las guerras de los salvajes, se cogen prisioneros de guerra como en las naciones civilizadas. La crueldad de los salvajes con sus prisioneros a veces es terrible, pero se ha exagerado mucho a su respecto. Sus maneras de torturar a un prisionero de guerra, en los pocos casos que conocemos, han sido crueles y diabólicas, casi rayando en lo inimaginable, pero estos casos se han dado muy raramente en cualquier época y, en el último medio siglo no se ha sabido de ninguno.»

 

martes, 25 de abril de 2017

"Doce pequeños huéspedes".- Karl R. von Frisch (1886-1982)


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12.- Garrapatas
 Biografía habitual de una garrapata

«Una vez que han caído al suelo, las hembras empiezan a los catorce días la puesta de los huevos, los que llevan consigo sobre la cabeza y en el lomo. Después de que se han entregado durante algunas semanas a esa ocupación, se van consumiendo poco a poco y mueren cubiertas por algunos millares de huevos.
 Cuando las garrapatas pequeñuelas hacen eclosión de los huevos sólo tienen al principio seis patas, lo que es realmente algo inaudito para un arácnido. El último par de patas crecerá algo más tarde. Durante los dos primeros estadios larvales suelen saciar sus ansias de sangre en las lagartijas y en las culebras, a veces también en los polluelos de las aves que construyen sus nidos en el suelo. Los nidos que se encuentran elevados, en los arbustos y en los árboles, no están al alcance de su esfera vital. Su tercer y último almuerzo de sangre lo hacen por regla general en el cuerpo de un mamífero.
 Todo esto suena muy fácil. Pero imaginémonos por un momento que somos unas garrapatas diminutas y que nos encontramos por la hierba o en alguna hoja cercana al suelo, sabiendo que no encontraremos nada de comer hasta que no nos hayamos encaramado a lo alto de una lagartija o, si es que somos mayores, hasta que no hayamos trepado por las patas de un zorro o de algún otro mamífero...; pienso que se nos irían las ganas de vivir. Cómo se las arreglan las garrapatas más jóvenes para hacerse con su lagartija, eso es algo que no sé. Probablemente no hagan nada más que ponerse a esperar, a ver si una les pasa por encima por casualidad, para poderse aprovechar entonces de la ocasión. Muchas garrapatas jóvenes esperarán en verdad inútilmente; la mayoría morirá miserablemente de hambre. No obstante, dos circunstancias impiden la extinción de las garrapatas.
 En primer lugar, no se mueren tan fácilmente de hambre. Incluso las más jóvenes pueden esperar perfectamente durante un año su primer almuerzo. Una persona bastante incrédula y desconfiada decapitó a sus garrapatas para estar completamente seguro de que no tomarían comida a escondidas. En su descabezamiento vivieron aún cuatro largos años y no murieron tampoco de muerte natural. Pues bien, con esto las cosas se ven algo distintas. Cierto es que no hay demasiadas posibilidades de que hoy o mañana se deslice un reptil por encima de nosotros, si nos encontramos como un puntito diminuto perdidos en la hierba. Pero con el correr de los meses puede ocurrir muy bien tal cosa; y si no ocurre ahora, será el año que viene. Pero si los lugares son los inapropiados y toda la espera resulta inútil, dejando a un lado los destinos individuales, todo esto será compensado por lo numeroso de la prole. Es ley universal de la naturaleza que los animales con bajas esperanzas de vida se caracterizan por engendrar una prole especialmente numerosa. Entre esos millares de retoños de garrapata, alguno que otro, después de haber esperado y pasado hambre durante el tiempo suficiente, será rozado por una lagartija o por una culebra.
 Las garrapatas mayorcitas, por las que somos tenidos en cuenta como posibles donantes de sangre, son algo más emprendedoras. Trepan por los hierbajos y se apostan en las cabezas de los tallos a la espera de algo comestible. Con frecuencia eligen sus asientos en lugares más elevados, para dejarse caer en el momento apropiado. No podré olvidar nunca un descanso que hicimos bajo el tosco tejado de tablas de una glorieta a orillas del lago Wolfgangsee. Poco después estábamos cubiertos de garrapatas. ¿Cómo advirtieron nuestra presencia?

 Animales faltos de gusto

 Nuestras garrapatas no tienen ojos. Las del tejado, por tanto, no pudieron habernos visto. Ellas mismas revelan al observador atento el sentido que están utilizando. Olfatean mientras se encuentran apostadas y al acecho en sus elevados lugares.
 El acto de olfatear, por cierto, reviste formas distintas a las nuestras entre las garrapatas. Y es que sus órganos olfatorios se hallan en pequeñas hendiduras situadas cerca de los extremos del primer par de patas. Es por eso por lo que se sientan con las patas delanteras levantadas y ejecutan una especie de lento pataleo en cuanto son excitadas por algún olor.
 Además de esto, un sentido del calor muy desarrollado significa una ayuda importante para encontrar a su huésped. Si colocamos algunas garrapatas sobre la superficie de un papel y mantenemos un objeto caliente a varios centímetros de ellas, los animales se encaminarán hacia el objeto y se dejarán conducir por la fuente de calor hacia el sitio que uno quiera.
 Si se les va guiando entonces hasta un campo aromático atrayente, hasta las emanaciones de un trozo bien oculto de piel fresca, por ejemplo, empezarán inmediatamente a mover en el aire las patas delanteras, las que mantienen elevadas durante la marcha como si se tratase de antenas, se detendrán y se quedarán clavados en un punto.
 Es evidente que también en la naturaleza serán dirigidas desde sus puestos de acecho hasta el huésped por el calor que despiden los animales y el hombre, a lo que sumarán las percepciones olfativas.
 Con el fin de poder observar mejor su manera de comer, se ha intentado inducir a las garrapatas a chupar de una botellita llena de sangre, a la que se había provisto de una membrana delgada como tapa. Si la sangre se calienta a la temperatura necesaria, serán atraídas por ella, pero no la chuparán. Es muy probable que el sentido del olfato le sindique que no se encuentran en el terreno apropiado. Efectivamente, sólo necesitamos amputarles los extremos de las patas con las hendiduras olfativas y tendremos un éxito completo. En el momento mismo en que la nariz cesa de producir su alarma, el calor cautivante adquiere una fuerza seductora. Taladran entonces la membrana con sus trompas y se llenan el estómago con el contenido de la botellita, importándoles bien poco si el contenido está compuesto realmente por sangre o si un hombre movido por las ansias de saber la ha llenado de sopa, ácido acético o agua salada. Parece ser que carecen totalmente del sentido del gusto. Desde tiempos inmemoriales el calor y el aroma han sido más que suficientes para conducirlas hasta las fuentes de las que manaba el zumo vivificante de sus vidas. La creación no tuvo para nada en cuenta las artimañas de la ciencia.»