domingo, 16 de abril de 2017

"La vida en un hilo".- Edgar Neville (1899-1967)

 
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 Parte primera

«Mercedes: Es muy bonito, tiene una montura antigua preciosa, pero no creo que mis tías tengan ningún interés en comprarse alhajas, y yo mucho menos; además, aún me quedan muchos meses de azabache. (Después de decir esto, levanta la vista y observa la atención con que la mira doña Tomasita. Al cabo de un cierto tiempo se echa a reír.) Vamos, doña Tomasita, que ya me está usted adivinando el porvenir.
 Tomasita: Yo no adivino el porvenir.
 Mercedes: Pues a mí me han dicho que solamente con mirar a los ojos a la gente sabe usted lo que les va a suceder.
 Tomasita: Pues no es así.
 Mercedes: ¿Entonces es que se me ha metido un carboncillo? (Hace como si se quitara algo de los ojos.)
 Tomasita: (Riendo.) No, señora; es que yo tengo una facultad de adivinadora, pero que desgraciadamente no consiste en adivinar el porvenir. Yo, mirando a los ojos, acabo descubriendo el pasado de las personas.
 Mercedes: Bueno, pero el pasado ya lo saben ellas.
 Tomasita: Pues verá usted, no es eso. Las personas saben solamente el pasado que vivieron, el pasado que les ocurrió, pero yo adivino el pasado que les estuvo rondando, el pasado que hubieran tenido si, un día de su vida, hubieran hecho un gesto en vez de otro, o hubieran mirado a la derecha en vez de mirar a la izquierda. La vida de las personas, como el alma está en un hilo, casi siempre se puede decir que depende del azar, y a todos nos llega un momento en la vida en el que hemos de dudar entre dos o más caminos, no sabemos cuál es el que vamos a seguir, cuál es el que nos conviene más, hasta que escogemos uno.
 Mercedes: ¿Y usted, en el fondo de los ojos, ve lo que hubiera sucedido si se hubiera elegido otro camino?
 Tomasita: Exactamente, eso es lo que yo veo. Pero, claro, eso no le interesa a nadie y por ello no he podido hacer ningún número en el teatro.
 Mercedes: ¿Y qué ha visto usted en mis ojos?
 Tomasita: Pues empiezo a ver cosas curiosas.
 Mercedes: Me extraña, porque mi vida ha sido muy sencilla y nunca se han presentado ante mí dos caminos.
 Tomasita: Me parece que se equivoca usted.
 Mercedes: No, no me equivoco. Desgraciadamente, mi vida ha sido muy monótona: la infancia, los estudios, mi encuentro con mi pobre marido, mi boda con él, y luego unos años sin ninguna variedad para terminar con su fallecimiento y con la herencia de este reloj que se va a encargar de llenar el resto de mi vida.
 Tomasita: No; se equivoca usted. Hubo un día crucial para usted, como lo hay para todo el mundo, y el suyo está muy claro. ¿Usted no se asusta como sus tías?
 Mercedes: No, yo no me asusto de nada. Ya ve usted, me han regalado este reloj y no me he subido encima de los muebles. Puede usted decirme lo que ha visto en mí.
 Tomasita: Pues claramente he visto que el mismo día que conoció a su marido, conoció usted a otro hombre.
 Mercedes: No creo, a Ramón le conocí en una tienda de flores y aquel día no había conocido a nadie más.
 Tomasita: Me parece que está usted equivocada, o puede que no se acuerde, pero se encontró usted en aquella tienda de flores con otro hombre.
 Mercedes: (Haciendo memoria.) ¡No...! ¡Ah! Bueno, un muchacho que... Pero no le llegué ni a conocer.
 Tomasita: Pues ese muchacho llevaba en él el germen de la felicidad. Si en vez de trabar amistad con el que luego fue su marido, lo hubiera hecho con ese otro hombre, su vida habría sido muy distinta; desde luego, menos sosegada y próspera que la que ha vivido, pero mucho más alegre y mucho más divertida, porque así  como este hombre traía en él, como le digo, el germen de su felicidad, su propio esposo, que en paz descanse, llevaba en él el germen del aburrimiento.
 Mercedes: (Que se ha ido interesando mucho.) ¡Y que lo diga!
 Tomasita: Ya ve usted si se ven cosas en el fondo de los ojos.
 Mercedes: ¿Y por qué no me dice usted cómo es ese hombre que lleva mi felicidad? ¿Cómo se llama? ¿Dónde vive?
 Tomasita: Desgraciadamente, no lo sé ni lo puedo saber. Yo veo, como si dijéramos, la figura de un hombre, pero sin rostro, con un rostro tan impreciso que no lo puedo describir, y tampoco sé el nombre, le tendría que poner un nombre cualquiera: José o Manolo o Miguel.
 Mercedes: Miguel me gusta.
 Tomasita: Y en cuanto a las señas, comprenderá usted que no es sitio los ojos para encontrarlas.
 Mercedes: ¡Qué lástima!
 Tomasita: Ya se dará usted cuenta que si yo, además de saber quién es el portador de la felicidad de las personas, supiera su nombre y su dirección, menudo negocio iba a hacer.
 Mercedes: (Riéndose.) Ya lo creo.
 Tomasita: Hay negocios parecidos, pero están mal vistos.
 Mercedes: (Riéndose.) Sí. Tenga usted el collar y siga mirándome para decirme cómo hubiera sido mi vida si aquel día hubiera cogido el otro camino. (Se acerca más a ella. Doña Tomasita la mira fijamente.)
 Tomasita: Pues verá, como le he dicho antes, la cosa comenzó en una tienda de flores, un día que llovía. Allí estaban, como ya recuerda, dos hombres. Los dos se iban a encontrar con usted, y la casualidad, que rige el destino de las personas muchas veces, hizo que eligiera usted uno en lugar de otro y que eso fuera una equivocación.»

 

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