martes, 4 de abril de 2017

"La llave".- Junichiro Tanizaki (1886-1965)


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4 de enero

«Hoy ha sucedido algo curioso. Últimamente tenía muy descuidado el estudio de mi marido y, esta tarde, cuando él había salido a dar un paseo, me dispuse a adecentarlo. Allí, en el suelo, delante de la estantería en la que yo había puesto un florero con narcisos, estaba la llave. Tal vez haya sido tan sólo un accidente pero no puedo creer que se le haya caído por puro descuido. Eso habría sido muy impropio de él. Lleva un diario desde hace muchos años, y jamás había hecho nada parecido.
 Por supuesto, hace largo tiempo que conozco la existencia del diario. Lo guarda en el cajón del escritorio y esconde la llave en algún lugar entre los libros o debajo de la alfombra. Pero eso es todo lo que sé y no tengo interés en saber más. Jamás se me habría pasado por la cabeza abrir ese cuaderno. Pero lo que me duele es que él sea tan suspicaz. Al parecer, no se siente seguro si no se toma la molestia de encerrarlo y ocultar la llave.
 En ese caso, ¿por qué habrá dejado la llave tan a la vista? ¿Acaso ha cambiado de idea y ahora quiere que lo lea? Tal vez comprende que, si me lo pidiera, yo me negaría a hacerlo, así que me está diciendo: "Puedes leerlo en privado: aquí está la llave". ¿Significa eso que cree que no la he encontrado? ¿O quizá lo que dice es que: "A partir de ahora reconozco que los estás leyendo, pero seguiré fingiendo que no lo haces"?
 En fin, no importa. Al margen de lo que él piense, jamás lo leeré. No tengo el menor deseo de comprender su psicología más allá de los límites que yo misma me he fijado. No me gusta permitir que los demás sepan lo que pienso, y tampoco me interesa curiosear en lo que ellos piensan. Además, si él quiere mostrármelo, se me hace cuesta arriba creer que lo escrito sea cierto. Y tampoco creo que me resultara agradable leerlo.
 Mi marido puede escribir y pensar lo que le plazca, y yo haré lo mismo. Este año doy comienzo a mi propio diario. Una mujer como yo, que no abre su corazón al prójimo, por lo menos tiene que hablar consigo misma. Pero no cometeré el error de dejarle sospechar lo que me propongo. He decidido esperar a que él salga de casa antes de ponerme a escribir y ocultar el cuaderno en cierto lugar en el que mi marido jamás se le ocurrirá pensar. En realidad, uno de los atractivos que el diario tiene para mí es que, aunque sé exactamente dónde encontrar el suyo, él ni siquiera imaginará que también yo llevo un diario y eso me proporciona una deliciosa sensación de superioridad.
 Anoche tuvo lugar el primer acontecimiento del nuevo año... ¡pero cómo me avergüenza poner por escrito una cosa así! Mi difunto padre solía decirme: "La discreción ante todo". ¡Ah, si él supiera, cuánto lamentaría la manera en que me he degradado!... Como de costumbre, mi marido experimentó la culminación del placer y, como de costumbre, yo me quedé insatisfecha. Luego me sentí despreciable. Él siempre me pide disculpas por su insuficiencia y no obstante me ataca porque soy fría. Lo que quiere decir al llamarme fría es que, según él, soy demasiado "convencional", estoy "inhibida" en exceso, en una palabra, soy demasiado aburrida. Al mismo tiempo, dice que soy muy activa en la faceta sexual, hasta un punto que es del todo anormal; sólo en ese aspecto no soy pasiva ni reservada. Pero se queja de que durante veinte años nunca he estado dispuesta a desviarme del mismo método, de la misma postura. Y, sin embargo, mis calladas insinuaciones jamás le pasan desapercibidas; es sensible a la menor indirecta, y sabe de inmediato lo que quiero. Tal vez ello se deba a que teme la excesiva frecuencia de mis solicitudes.
 Mi marido me considera prosaica y poco romántica. "No me quieres ni la mitad de lo que yo te quiero", me dice. "Me consideras una necesidad, y defectuosa, por cierto. Si me amaras de verdad, deberías ser más apasionada, deberías acceder a cualquier cosa que te pida." Según él, yo tengo en parte la culpa de que no pueda satisfacerme plenamente, pues si intentara excitarle un poco él no sería tan incapaz. Dice que no hago el menor esfuerzo por cooperar con él... que, por hambrienta que esté, lo único que hago es cruzarme tranquilamente de brazos y esperar a que me sirvan. Cree que soy una mujer insensible y rencorosa.
 Supongo que mi marido no es irracional al pensar eso de mí, pero mis padres me educaron en la creencia de que una mujer debe ser reservada y modosa, y ciertamente, jamás agresiva hacia el hombre. No es que yo carezca de pasión, sino que en una mujer de mi temperamento la pasión se encuentra en lo más profundo de su ser, está a demasiada profundidad para que se manifieste. En el momento en que intento que aflore, empieza a desvanecerse. Mi marido no parece capaz de comprender que mi pasión es como una llama pálida y secreta, no resplandeciente.
 He empezado a pensar que nuestro matrimonio fue un terrible error. Es probable que existiera una pareja mejor para mí, y también para él. Lo cierto es que no podemos ponernos de acuerdo sobre nuestros gustos sexuales. Me casé con él porque mis padres deseaban que lo hiciera, y durante los años transcurridos he creído que el matrimonio es siempre así. Pero ahora tengo la sensación de que acepté a un hombre totalmente inadecuado para mí. Tengo que aguantarle, por supuesto, ya que es mi legítimo esposo, pero hay ocasiones en las que me siento incómoda sólo con verle. No exagero, y no se trata de una sensación nueva para mí. La experimenté la primera noche de nuestro matrimonio, durante la luna de miel -hace tanto tiempo-, cuando me acosté con él por primera vez. Todavía recuerdo que me estremecí al verle la cara cuando se quitó las gafas de miope. Las personas que usan gafas siempre parecen un poco raras sin ellas, pero la cara de mi marido parecía de improviso cenicienta, como la de un muerto. Entonces se inclinó, acercándose a mí, y noté que sus ojos me perforaban. [...]
 Tal vez se debió a que nunca hasta entonces había visto tan de cerca el rostro de un hombre, pero incluso hoy no puedo mirarle con atención durante largo tiempo sin experimentar la misma repulsión. Apago la lámpara que está al lado de la cama para no verlo, pero es entonces, precisamente, cuando él la quiere encendida y desea examinar mi cuerpo con detenimiento, con tanto detalle como le sea posible. (Intento rechazarle, pero él insiste tanto, sobre todo en la contemplación de mis pies, que he de dejarle que los mire.) Nunca he tenido relaciones íntimas con otro hombre y me intriga saber si todos tienen unos hábitos tan desagradables. ¿Son esas innecesarias caricias juguetonas y pegajosas lo que una ha de esperar de todos los hombres?»   
  

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