sábado, 8 de abril de 2017

"El mirón".- Alain Robbe-Grillet (1922-2008)


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III

«El cuerpo de la niña fue encontrado a la mañana siguiente, con la marea baja. Unos pescadores de bueyes de mar -cangrejos de caparazón liso, también llamados "dormilones"- lo descubrieron por casualidad buscando entre las rocas, bajo la curva de los dos kilómetros.
 El viajero se enteró de la noticia mientras se tomaba un aperitivo en la barra del café "A la esperanza". El marino que lo estaba contando parecía muy bien informado en cuanto al emplazamiento, la postura y el estado del cadáver; pero no era uno de los que lo habían encontrado, ni tampoco, según lo que decía, lo había examinado personalmente. Tampoco parecía afectado en absoluto por lo que estaba contando: igual podía haberse tratado de un maniquí que hubiesen arrojado a la playa. El hombre hablaba despacio y con una cierta voluntad de precisión, facilitando -aunque en un orden muchas veces poco lógico- todos los detalles materiales necesarios y proporcionando incluso, para cada uno de ellos, explicaciones muy plausibles. Todo parecía claro, evidente, banal.
 La pequeña Jacqueline yacía totalmente desnuda, sobre una alfombra de algas oscuras, entre unas enormes rocas de forma redonda. Sin duda el vaivén de las olas la había desnudado, pues era improbable que se hubiese ahogado, al querer bañarse, en aquella época del año y en una costa tan peligrosa. Debía haber perdido el equilibrio mientras jugueteaba por el borde del acantilado que en aquel lugar era muy abrupto. Tal vez hubiera intentado bajar hasta el agua por un espolón escarpado, más o menos practicable, que había a la izquierda. Pudo dar un paso en falso, resbalar o buscar apoyo en una aspereza demasiado frágil de la roca. Se mató al caer -desde una altura de varios metros- y se rompió su delicado cuellecito.
 También había que rechazar, junto con la del baño, la hipótesis de que una ola imprevista la hubiese arrastrado al subir la marea; efectivamente tenía muy poca agua en los pulmones, mucho menos, ciertamente, que si hubiera muerto ahogada. Presentaba además unas heridas en la cabeza y en los miembros que podían atribuirse más fácilmente a una caída y a los golpes contra los salientes de las piedras que a las alteraciones de un cuerpo sin vida sacudido por la mar contra las rocas. No obstante -y era lógico- también podían verse, en la carne del resto del cuerpo, marcas superficiales que parecían más bien las consecuencias de aquellos roces.
 De todos modos, a pesar de estar acostumbrados  a aquel tipo de accidentes, resultaba difícil, para quienes no eran especialistas, determinar a ciencia cierta cuál había sido el origen de las diferentes heridas y hematomas que podían apreciarse sobre el cuerpo de la muchacha; más aún cuando los estragos de algunos cangrejos y peces de gran tamaño, se habían hecho notar en algunos puntos particularmente tiernos. El pescador opinaba que un hombre -sobre todo un adulto- habría podido resistirlos durante más tiempo.
 Dudaba por otra parte de que un médico hubiese podido decir algo más sobre aquel caso que, a su juicio, no se prestaba a equívocos. De paso, el viajero se enteró de que no había ningún médico en la isla y de que el hombre que hablaba con tanta seguridad había servido como enfermero en la marina nacional. Tan sólo había un viejo guardia civil en la isla que se había limitado, como de costumbre, a levantar en acta el fallecimiento.
 Llevaron el cadáver a casa de la madre, junto con dos o tres fragmentos del vestido, dispersados y rasgados, que habían recogido por los alrededores, entre las algas. Según el narrador, la señora Leduc parecía "haberse calmado" al saber qué había sido de la menor de sus hijas y conocer la razón mayor que le había impedido volver a casa el día anterior. Ninguno de los allí presentes se sorprendió.
 Los oyentes -otros cinco marinos, el dueño y la joven camarera- escucharon el relato sin  interrumpirlo, limitándose a mover la cabeza en los pasajes más decisivos. Mathias se contentó con hacer lo mismo que ellos.
 Al final, hubo una pausa. Después el enfermero repitió algunos de los elementos de su historia tomados de aquí y allá, utilizando exactamente los mismos términos y construyendo frases idénticas.
 "Los cangrejos ya habían empezado a mordisquear las partes más tiernas: los labios, el cuello, las manos... también otros sitios... sólo empezado: apenas nada. O tal vez fue una anguila roja, o algún barbo..."
 Tras un nuevo silencio, alguien dijo:
 "¡Al final el demonio la castigó!"
 Era uno de los marinos -uno joven.
 Hubo un murmullo a su alrededor, bastante débil, que no llegaba a significar ni el asentimiento ni la protesta. Después todos callaron. Al otro lado de la puerta de cristal, más allá de las baldosas y de la arena, el agua del puerto tenía aquella mañana un color grisáceo, apagado y sin profundidad. El sol no había vuelto a aparecer.
 Sonó una voz, detrás de Mathias:
 "Quizás alguien la empujó -¿por qué no?- a propósito...  Esa niña era más bien lista."
 Esta vez el silencio fue más largo. El viajero se volvió hacia la sala y buscó entre los rostros el del hombre que acababa de hablar.»   
  

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