III
«La música, que ya por sí sola hubiese podido formar un pequeño ejército, se componía de tambores, tamboriles, trompetas y sistros.
Pasó el primer pelotón, tocando una estridente fanfarria de triunfo en sus cortos clarines de cobre brillantes como el oro. [...] El traje de aquellos trompetas consistía en una especie de túnica corta ceñida por un cinturón cuyas largas puntas colgaban por delante; [...] Los tambores, vestidos con una simple cota plisada y desnudos hasta la cintura [...] Después de los tambores venían los tañedores de sistro, que sacudían su instrumento con un gesto brusco y entrecortado [...] Los tamboriles llevaban su caja oblonga transversalmente ante sí, colgada al cuello en bandolera [...] Cada cuerpo de música no contaba menos de doscientos hombres, pero el huracán de ruido que producían clarines, tambores, sistros y tamboriles, y que hubiese hecho sangrar los oídos en el interior de un palacio, nada tenía de demasiado restallante ni de demasiado formidable bajo la vasta cúpula del cielo, en medio de aquel inmenso espacio, entre aquel pueblo zumbador y a la cabeza de aquel ejército que cansaría a los nomencladores, que avanzaba con el rugido de masas de agua.
¿Eran demasiado, además, ochocientos músicos para preceder a un Faraón amado de Amón-Ra, representado por colosos de basalto y granito de sesenta codos de altura, [...]?
Tras la música llegaban los cautivos bárbaros, de porte extraño, de expresión bestial, de piel negra, de cabellera crespa, que se parecían tanto al mono como al hombre y vestidos con el traje de su país: una falda por encima de las caderas y sostenida por un único tirante, bordada con adornos de diversos colores.
Una ingeniosa y antojadiza crueldad había presidido el encadenamiento de aquellos prisioneros. Unos iban atados a la espalda por los codos; otros, por las manos elevadas por encima de la cabeza, en la más violenta postura; quiénes llevaban las muñecas apresadas en cangas de madera, quiénes el cuello estrangulado en un dogal o en una cuerda que encadenaba a toda una fila, haciendo un nudo en cada víctima. Parecía que se hubiesen complacido en contrariar en lo posible las actitudes humanas, al agarrotar a aquellos desdichados que avanzaban ante su vencedor con un paso torpe y forzado, poniendo los ojos en blanco y entregándose a contorsiones arrancadas por el dolor.
A su lado caminaban unos guardianes que regulaban su paso a bastonazos.
Detrás venían mujeres curtidas, de largas trenzas colgantes, que llevaban a sus hijos en un jirón de tela anudada a la frente, avergonzadas, encorvadas, dejando ver su desnudez frágil y deforme, vil rebaño destinado a los usos más ínfimos.
Otras, jóvenes y bellas, con la piel de un matiz menos intenso, con los brazos adornados por anchos círculos de marfil y las orejas alargadas por grandes discos de metal, se envolvían en largas túnicas de anchas mangas, rodeadas en el cuello por un ribete de bordados y que caía en pliegues finos y apretados hasta los tobillos, en los que tintinaban varios aros; pobres muchachas arrancadas de su patria, de sus padres, tal vez de sus amores; sonreían sin embargo a través de sus lágrimas, porque el poder de la belleza no conoce límites, la novedad hace nacer el capricho y tal vez a alguna de aquellas cautivas bárbaras le esperase el favor real en las secretas profundidades del gineceo.
Unos soldados las acompañaban y las preservaban del contacto de la gente.
A continuación venían los portaestandartes, alzando los mástiles dorados de sus enseñas que representaban baris místicas, gavilanes sagradas, cabezas de Hathor coronadas por plumas de avestruz, íbices alados, historiadas cartelas con el nombre del rey, cocodrilos y otros símbolos religiosos o guerreros. A aquellos estandartes iban anudadas largas colas blancas, oceladas de puntos negros, a las que hacía revolotear graciosamente el movimiento de la marcha.
Ante el aspecto de los estandartes que anunciaba la venida del Faraón, las diputaciones de sacerdotes y notables tendieron hacia él sus manos suplicantes, o las dejaron colgar sobre sus rodillas, con las palmas vueltas hacia arriba. Algunos incluso se prosternaron con los codos apretados a lo largo del cuerpo, la frente en el polvo, con actitudes de sumisión absoluta y de adoración profunda; los espectadores agitaban en todos sentidos sus grandes palmas.
Un heraldo o pregonero, que llevaba en la mano un rollo cubierto de signos jeroglíficos, se adelantó en solitario entre los portaestandartes y los pebeteros que precedían a la litera del rey.
Proclamaba con voz fuerte, vibrante como una trompeta de bronce, las victorias del Faraón: decía la fortuna de los diversos combates, el número de cautivos y de carros de guerra quitados al enemigo, el monto del botín, las medidas de polvo de oro, los colmillos de elefante, la plumas de avestruz, las masas de goma odorífera, las jirafas, los leones, las panteras y otros raros animales; citaba el nombre de los jefes bárbaros muertos por los dardos o las flechas de Su Majestad, el Aroeris omnipotente, el favorito de los dioses.
A cada enunciación, el pueblo lanzaba un clamor inmenso, y desde lo alto de los taludes, arrojaba al paso del vencedor largas ramas verdes de palmera que agitaba.
¡Por fin apareció el Faraón!
Unos sacerdotes, que se volvían a intervalos regulares, tendían hacia él sus amschirs tras arrojar incienso a los carbones encendidos en el pequeño cáliz de bronce [...].
Doce oeris o jefes militares, con la cabeza cubierta por un ligero casco coronado por una pluma de avestruz, el torso desnudo y el talle ceñido en un taparrabo de pliegues tiesos, que llevaban ante sí la tarja colgada del cinturón, sostenían una especie de pavés sobre el que descansaba el trono del Faraón. [...]
A ambos lados de la parihuela, cuatro flabelíferos agitaban, en la punta de unos mástiles, unos enormes abanicos dorados de plumas de forma semicircular; dos sacerdotes sostenían una gran cornucopia ricamente ornamentada, de la que caían en manojos gigantescas flores de loto.
El Faraón se tocaba con un casco apuntado en forma de mitra, que recortaba mediante una muesca la curva de la oreja y caía hacia la nuca para protegerla. [...] Un ancho pectoral con siete vueltas de esmaltes, piedras preciosas y cuentas de oro desplegaba su curva sobre el pecho del Faraón y lanzaba vivos resplandores al sol.»
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Realiza tu comentario: