19.- Miedo en la oscuridad
«Sin duda, los agujeros eran toscos. -"Lo más apropiado para un grupo de vagabundos como nosotros", dijo Pelucón-, pero los que están exhaustos y aquellos que vagan por un territorio extraño no son escrupulosos respecto a su vivienda. Por lo menos había sitio para doce conejos y las conejeras estaban secas. Dos de las galerías -las que estaban entre los espinos- conducían directamente a agujeros excavados en la parte superior del subsuelo de greda. Los conejos no forran los lugares donde duermen y un suelo demasiado duro, casi rocoso, resulta muy incómodo para los que no están acostumbrados. No obstante, los agujeros del declive tenían galerías en la habitual forma de arco que bajaban a la greda y luego volvían a curvarse hacia arriba para acceder a conejeras con suelos de tierra batida. No había pasajes de comunicación, pero los conejos estaban demasiado cansados para preocuparse por eso. Durmieron cuatro en cada conejera, abrigados y seguros. Avellano permaneció despierto un buen rato, lamiendo la pata de Espino Cerval, que estaba rígida y sensible. Le tranquilizó descubrir que no había olor a infección, pero las cosas que había oído sobre las ratas le impulsaron a cuidar de que Espino Cerval hiciera mucho reposo y se mantuviera alejado de la suciedad hasta que la herida hubiese mejorado. "Es el tercero que se hace daño: no obstante, en conjunto, las cosas podrían haber ido mucho peor", pensó, adormeciéndose.
La breve oscuridad de junio se escurrió en pocas horas. La luz volvió pronto a la alta colina, pero los conejos no se movieron. Siguieron durmiendo hasta mucho después del amanecer, en medio del silencio más profundo que habían conocido en su vida. Hoy en día, el nivel de ruido en campos y bosques es elevado, excesivo para ser tolerado por algunas especies de animales. Pocos lugares escapan al estrépito de la vida de los humanos: coches, autobuses, motocicletas, tractores, camiones. El ruido de una urbanización por la mañana puede oírse a gran distancia. La gente que graba el canto de los pájaros suele hacerlo muy temprano -antes de las seis-, siempre que puede. Pocos después, la invasión de ruidos lejanos en los bosques se torna demasiado alta y constante. Durante los últimos cincuenta años el silencio ha desaparecido en buena parte del mundo natural. Pero allí, a la colina de Watership, sólo llegaban débiles ecos de los ruidos de la llanura.
El sol ya estaba alto, aunque no tanto como la colina, cuando Avellano despertó. Con él se encontraban en la conejera Espino Cerval, Quinto y Puchero. Era él el que estaba más cerca de la entrada y no los despertó cuando se deslizó hacia el corredor. Cuando salió al exterior se detuvo para hacer hraka y luego fue dando saltitos a través de los espinos hasta la hierba. Abajo, el campo aparecía cubierto de niebla temprana que ya empezaba a dispersarse. Aquí y allá, en la lejanía, se distinguían las formas de árboles y tejados de los que pendían jirones de niebla como olas que rompieran contra las rocas. No había nubes en el cielo y su azul intenso se tornaba en malva en la franja del horizonte. El viento había remitido y las arañas se habían escondido bajo la hierba. Sería un día muy caluroso.
Avellano erró de un lado a otro como suelen hacer los conejos cuando comen: cinco o seis brincos lentos y oscilantes por la hierba; una pausa para mirar a su alrededor, sentados con las orejas tiesas: luego mordisquean otro rato y saltan de nuevo unos metros. Por primera vez en muchos días se sentía relajado y seguro. Empezó a preguntarse si habría muchas cosas que aprender sobre su nuevo hogar.
"Quinto tenía razón -pensó. Éste es el lugar que nos conviene. Pero debemos acostumbrarnos a él y cuantos menos errores cometamos, mejor. Me pregunto qué fue de los conejos que hicieron estos agujeros. ¿Dejaron de correr o se limitaron a mudarse? Si pudiéramos encontrarlos, podrían contarnos muchas cosas."
En ese momento vio a un conejo salir indeciso del agujero más apartado. Era Zarzamora. Él también hizo hraka, se rascó y entonces salió a plena luz y se peinó las orejas. Cuando empezó a comer, Avellano le alcanzó y siguió a su lado, mordisqueando las matas de hierba y yendo adonde se le antojaba a su amigo. Encontraron una mata de polígala -de un azul tan intenso como el del cielo-, con largos tallos que se arrastraban entre la hierba y unas flores diminutas que extendían sus pétalos como alas. Zarzamora la olió, pero las hojas eran ásperas y nada apetitosas.
-¿Qué es esto? ¿Lo sabes? -preguntó.
-No, no lo sé -dijo Avellano-. Nunca lo había visto.
-Hay muchas cosas que no sabemos -dijo Zarzamora-. Acerca de este lugar, quiero decir: las plantas son nuevas, los olores son nuevos. También nosotros necesitamos ideas nuevas.
-Bueno, tú eres el tipo de las ideas -observó Avellano-. Nunca sé nada hasta que tú me lo dices.
-Pero tú vas al frente y arrostras los peligros antes que nadie -contestó Zarzamora-. Todos lo hemos visto. Y ahora nuestro viaje ha terminado, ¿verdad? Este lugar es tan seguro como vaticinó Quinto. Nada puede acercarse a nosotros sin que lo sepamos: es decir, mientras podamos olerlo, verlo y oírlo.
-Todos podemos hacer eso.
-Menos cuando dormimos: y no podemos ver en la oscuridad.
-Pero la noche es oscura -dijo Avellano- y los conejos tienen que dormir.
-¿A la intemperie?
-Bueno, podemos seguir utilizando estos agujeros, si queremos, pero supongo que muchos se acostarán al aire libre. Después de todo, no puedes esperar que un grupo de conejos machos se ponga a cavar. Tal vez escarben un poco, como aquel día que cruzamos el berzal, pero nada más.
-Eso es lo que estaba pensando -dijo Zarzamora-. Esos conejos que hemos dejado, Prímula y el resto, hacían muchas cosas que no eran naturales en los conejos, como clavar piedras en la tierra y llevarse comida bajo tierra y Frith sabe qué más.
-Bien pensado, al Threarah le llevaban la lechuga bajo tierra.
-Exactamente. ¿No lo entiendes? Cambiaban lo que los conejos hacen de modo natural porque pensaban que podían mejorar. Y si ellos cambiaban sus costumbres, también podemos hacerlo nosotros, si queremos. Dices que los conejos machos no cavan. Y es verdad. Pero podrían cavar si quisieran. Supón que tuviéramos madrigueras profundas y cómodas para dormir. Para protegernos del mal tiempo y estar a cubierto por la noche. Entonces sí que estaríamos seguros. Y no hay nada que nos impida tenerlas, excepto que los machos no quieren cavar. No es que no puedan, es que no quieren.
-¿Qué piensas, entonces? -preguntó Avellano, interesado y reacio al mismo tiempo-. ¿Quieres que intentemos convertir estos agujeros en una buena madriguera?»
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