sábado, 15 de abril de 2017

"Comentarios Reales de los Incas".- Inca Garcilaso de la Vega (1539-1616)


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  Libro Segundo.
Capítulo XIII: De algunas leyes que los Incas tuvieron en su gobierno.

   «Nunca tuvieron pena pecuniaria ni confiscación de bienes, porque decían que castigar en la hacienda y dejar vivos los delincuentes no era desear quitar los malos de la república, sino la hacienda a los malhechores y dejarlos con más libertad para que hiciesen mayores males. Si algún curaca se rebelaba (que era lo que más rigurosamente castigaban los Incas) o hacía otro delito que mereciese pena de muerte, aunque se la diesen no quitaban el estado al sucesor, sino que se lo daban representándole la culpa y la pena de su padre, para que se guardase de otro tanto. Pedro de Cieza de León dice de los Incas a este propósito lo que sigue, capítulo veintiuno: "Y tuvieron otro aviso para no ser aborrecidos de los naturales, que nunca quitaron el señorío de ser caciques a los que le venían de herencia y eran naturales. Y si por ventura alguno cometía delito o se hallaba culpado en tal manera que mereciese ser desprivado del señorío que tenía, daban y encomendaban el cacicazgo a sus hijos o hermanos y mandaban que fuesen obedecidas por todos", etc. Hasta aquí es de Pedro de Cieza. Lo mismo guardaban en la guerra, que nunca descomponían los capitanes naturales de las provincias de donde era la gente que traían para la guerra: dejábanles con los oficios, aunque fuesen maeses de campo, y dábanles otros de la sangre real por superiores, y los capitanes holgaban mucho de servir como tenientes de los Incas, cuyos miembros decían que eran, siendo ministros y soldados suyos, lo cual tomaban los vasallos por grandísimo favor. No podía el juez arbitrar sobre la pena que la ley mandaba dar, sino que la había de ejecutar por entero, so pena de muerte por quebrantador del mandamiento real. Decían que dando licencia al juez para poder arbitrar, disminuían la majestad de la ley, hecha por el Rey de acuerdo al parecer de hombres tan graves y experimentados como los había en el Consejo, la cual experiencia y gravedad faltaba en los jueces particulares, y que era hacer venales los jueces y abrirles puerta para que, o por cohechos o por ruegos, pudiesen comprarles la justicia, de donde nacería grandísima confusión en la república, porque cada juez haría lo que quisiese y que no era razón que nadie se hiciese legislador sino ejecutor de lo que mandaba la ley, por rigurosa que fuese. Cierto, mirado el rigor que aquellas leyes tenían, que por la mayor parte (por liviano que fuese el delito, como hemos dicho) era la pena de muerte, se puede decir que eran leyes de bárbaros; empero, considerado bien el provecho que de aquel mismo rigor se le seguía a la república, se podría decir que eran leyes de gente prudente que deseaba extirpar los males de su república, porque de ejecutarse la pena de la ley con tanta severidad y de amar los hombres naturalmente la vida y aborrecer la muerte, venían a aborrecer el delito que la causaba, y de aquí nacía que apenas se ofrecía en todo el año delito que castigar en todo el Imperio del Inca, porque todo él, con ser mil y trescientas leguas de largo y haber tanta variedad de naciones y lenguas, se gobernaba por unas mismas leyes y ordenanzas, como si no fuera más de una sola casa. Valía también mucho, para que aquellas leyes las guardasen con amor y respeto, que las tenían por divinas, porque, como en su vana creencia tenían a sus Reyes por hijos del Sol y al Sol por su dios, tenían por mandamiento divino cualquiera común mandato del Rey, cuanto más las leyes particulares que hacía para el bien común. Y así decían ellos que el Sol las mandaba hacer y las revelaba a su hijo el Inca, y de aquí nacía tenerse por sacrílego y anatema el quebrantador de la ley, aunque no se supiese su delito. Y acaeció muchas veces que los tales delincuentes, acusados de su propia conciencia, venían a publicar ante la justicia sus ocultos pecados, porque demás de creer que su ánima se condenaba, creían por muy averiguado que por su causa y por su pecado venían los males a la república, como enfermedades, muertes y malos años y otra cualquiera desgracia común o particular, y decían que querían aplacar a su Dios con su muerte para que por su pecado no enviase más males al mundo. Y de estas confesiones públicas entiendo que ha nacido el querer afirmar los españoles historiadores que confesaban los indios del Perú en secreto, como hacemos los cristianos, y que tenían confesores diputados, lo cual es relación falsa de los indios, que lo dicen por adular los españoles y congraciarse con ellos respondiendo a las preguntas que les hacen conforme al gusto que sienten en el que les pregunta, y no conforme a la verdad. Que cierto no hubo confesiones secretas en los indios (hablo de los del Perú y no me entremeto en otras naciones, reinos o provincias que no conozco) sino las confesiones públicas que hemos dicho, pidiendo castigo ejemplar.
   No tuvieron apelaciones de un tribunal para otro en cualquier pleito que hubiese, civil o criminal, porque, no pudiendo arbitrar el juez, se ejecutaba llanamente en la primera sentencia la ley que trataba de aquel caso, y se fenecía el pleito, aunque, según el gobierno de aquellos Reyes y la vivienda de sus vasallos, pocos casos civiles se les ofrecían sobre qué pleitear. En cada pueblo había juez para los casos que allí se ofreciesen, el cual era obligado a ejecutar la ley en oyendo las partes, dentro de cinco días. Si se ofrecía algún caso de más calidad o atrocidad que los ordinarios, que requiriese juez superior, iban al pueblo metrópoli de la tal provincia y allí sentenciaban, que en cada cabeza de provincia había gobernador superior para todo lo que se ofreciese, porque ningún pleiteante saliese de su pueblo o de su provincia a pedir justicia. Porque los Reyes Incas entendieron bien que a los pobres, por su pobreza, no les estaba bien seguir su justicia fuera de su tierra ni en muchos tribunales, por los gastos que se hacen y molestias que se padecen, que muchas veces monta más esto que lo que van a pedir, por lo cual dejan perecer su justicia, principalmente si pleitean contra ricos y poderosos, los cuales, con su pujanza, ahogan la justicia de los pobres. Pues queriendo aquellos Príncipes remediar estos inconvenientes, no dieron lugar a que los jueces arbitrasen ni hubiese muchos tribunales ni los pleiteantes saliesen de sus provincias. De las sentencias que los jueces ordinarios daban en los pleitos hacían relación cada luna a otros jueces superiores y aquéllos a otros más superiores, que los había en la corte de muchos grados, conforme a la calidad y gravedad de los negocios, porque en todos los ministerios de la república había orden de menores a mayores hasta los supremos, que eran los presidentes o visorreyes de las cuatro partes del Imperio. La relación era para que viesen si se había administrado recta justicia, porque los jueces inferiores no se descuidasen de hacerla, y, no la habiendo hecho, eran castigados rigurosamente. Esto era como residencia secreta que les tomaban cada mes. La manera de dar estos avisos al Inca y a los de su Consejo Supremo era por nudos dados en cordoncillos de diversos colores, que por ellos se entendían como por cifras. Porque los nudos de tales y tales colores decían los delitos que se habían castigado, y ciertos hilillos de diferentes colores que iban asidos a los cordones más gruesos decían la pena que se había dado y la ley que se había ejecutado. Y de esta manera se entendían, porque no tuvieron letras, y adelante haremos capítulo aparte donde se dará más larga relación de la manera del contar que tuvieron por estos nudos, que, cierto, muchas veces ha causado admiración a los españoles ver que los mayores contadores de ellos yerren en su aritmética y que los indios estén tan ciertos en las suyas de particiones y compañías, que, cuanto más dificultosas, tanto más fáciles se muestran, porque los que las manejan no entienden en otra cosa de día y de noche y así están diestrísimos en ellas.
  Si se levantaba alguna disensión entre dos reinos y provincias sobre los términos o sobre los pastos, enviaba el Inca un juez de los de sangre real, que, habiéndose informado y visto por sus ojos lo que a ambas partes convenía, procurase concertarlas, y el concierto que se hiciese diese por sentencia en nombre del Inca, que quedase por ley inviolable, como pronunciada por el mismo Rey. Cuando el juez no podía concertar las partes, daba relación al Inca de lo que había hecho, con aviso de lo que convenía a cada una de las partes y de lo que ellas dificultaban, con lo cual daba el Inca la sentencia hecha ley, y cuando no le satisfacía la relación del juez, mandaba se suspendiese el pleito hasta la primera vista que hiciese de aquel distrito, para que, habiéndolo visto por sus ojos, lo sentenciase él mismo. Esto tenían los vasallos por grandísima merced y favor del Inca.»
 
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Si quieres escuchar , un homenaje al piano, de Francisco González Gamarra, clica aquí: Homenaje al Inca Garcilaso de la Vega.




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