Libro Segundo.
Capítulo XIII: De algunas leyes que los Incas tuvieron en su gobierno.
«Nunca tuvieron pena pecuniaria ni confiscación de bienes,
porque decían que castigar en la hacienda y dejar vivos los delincuentes no era
desear quitar los malos de la república, sino la hacienda a los malhechores y
dejarlos con más libertad para que hiciesen mayores males. Si algún curaca se
rebelaba (que era lo que más rigurosamente castigaban los Incas) o hacía otro
delito que mereciese pena de muerte, aunque se la diesen no quitaban el estado
al sucesor, sino que se lo daban representándole la culpa y la pena de su
padre, para que se guardase de otro tanto. Pedro de Cieza de León dice de los
Incas a este propósito lo que sigue, capítulo veintiuno: "Y tuvieron otro
aviso para no ser aborrecidos de los naturales, que nunca quitaron el señorío
de ser caciques a los que le venían de herencia y eran naturales. Y si por
ventura alguno cometía delito o se hallaba culpado en tal manera que mereciese
ser desprivado del señorío que tenía, daban y encomendaban el cacicazgo a sus hijos o hermanos y
mandaban que fuesen obedecidas por todos", etc. Hasta aquí es de Pedro de
Cieza. Lo mismo guardaban en la guerra, que nunca descomponían los capitanes
naturales de las provincias de donde era la gente que traían para la guerra:
dejábanles con los oficios, aunque fuesen maeses de campo, y dábanles otros de
la sangre real por superiores, y los capitanes holgaban mucho de servir como
tenientes de los Incas, cuyos miembros decían que eran, siendo ministros y
soldados suyos, lo cual tomaban los vasallos por grandísimo favor. No podía el
juez arbitrar sobre la pena que la ley mandaba dar, sino que la había de
ejecutar por entero, so pena de muerte por quebrantador del mandamiento real.
Decían que dando licencia al juez para poder arbitrar, disminuían la majestad
de la ley, hecha por el Rey de acuerdo al parecer de hombres tan graves y
experimentados como los había en el Consejo, la cual experiencia y gravedad
faltaba en los jueces particulares, y que era hacer venales los jueces y
abrirles puerta para que, o por cohechos o por ruegos, pudiesen comprarles la
justicia, de donde nacería grandísima confusión en la república, porque cada
juez haría lo que quisiese y que no era razón que nadie se hiciese legislador
sino ejecutor de lo que mandaba la ley, por rigurosa que fuese. Cierto, mirado
el rigor que aquellas leyes tenían, que por la mayor parte (por liviano que
fuese el delito, como hemos dicho) era la pena de muerte, se puede decir que
eran leyes de bárbaros; empero, considerado bien el provecho que de aquel mismo
rigor se le seguía a la república, se podría decir que eran leyes de gente
prudente que deseaba extirpar los males de su república, porque de ejecutarse
la pena de la ley con tanta severidad y de amar los hombres naturalmente la
vida y aborrecer la muerte, venían a aborrecer el delito que la causaba, y de
aquí nacía que apenas se ofrecía en todo el año delito que castigar en todo el
Imperio del Inca, porque todo él, con ser mil y trescientas leguas de largo y
haber tanta variedad de naciones y lenguas, se gobernaba por unas mismas leyes
y ordenanzas, como si no fuera más de una sola casa. Valía también mucho, para
que aquellas leyes las guardasen con amor y respeto, que las tenían por
divinas, porque, como en su vana creencia tenían a sus Reyes por hijos del Sol
y al Sol por su dios, tenían por mandamiento divino cualquiera común mandato
del Rey, cuanto más las leyes particulares que hacía para el bien común. Y así
decían ellos que el Sol las mandaba hacer y las revelaba a su hijo el Inca, y
de aquí nacía tenerse por sacrílego y anatema el quebrantador de la ley, aunque
no se supiese su delito. Y acaeció muchas veces que los tales delincuentes,
acusados de su propia conciencia, venían a publicar ante la justicia sus
ocultos pecados, porque demás de creer que su ánima se condenaba, creían por
muy averiguado que por su causa y por su pecado venían los males a la república,
como enfermedades, muertes y malos años y otra cualquiera desgracia común o
particular, y decían que querían aplacar a su Dios con su muerte para que por
su pecado no enviase más males al mundo. Y de estas confesiones públicas
entiendo que ha nacido el querer afirmar los españoles historiadores que
confesaban los indios del Perú en secreto, como hacemos los cristianos, y que
tenían confesores diputados, lo cual es relación falsa de los indios, que lo dicen
por adular los españoles y congraciarse con ellos respondiendo a las preguntas
que les hacen conforme al gusto que sienten en el que les pregunta, y no
conforme a la verdad. Que cierto no hubo confesiones secretas en los indios (hablo
de los del Perú y no me entremeto en otras naciones, reinos o provincias que no
conozco) sino las confesiones públicas que hemos dicho, pidiendo castigo
ejemplar.
No tuvieron
apelaciones de un tribunal para otro en cualquier pleito que hubiese, civil o
criminal, porque, no pudiendo arbitrar el juez, se ejecutaba llanamente en la
primera sentencia la ley que trataba de aquel caso, y se fenecía el pleito,
aunque, según el gobierno de aquellos Reyes y la vivienda de sus vasallos,
pocos casos civiles se les ofrecían sobre qué pleitear. En cada pueblo había
juez para los casos que allí se ofreciesen, el cual era obligado a ejecutar la ley
en oyendo las partes, dentro de cinco días. Si se ofrecía algún caso de más calidad
o atrocidad que los ordinarios, que requiriese juez superior, iban al pueblo
metrópoli de la tal provincia y allí sentenciaban, que en cada cabeza de provincia
había gobernador superior para todo lo que se ofreciese, porque ningún
pleiteante saliese de su pueblo o de su provincia a pedir justicia. Porque los
Reyes Incas entendieron bien que a los pobres, por su pobreza, no les estaba bien
seguir su justicia fuera de su tierra ni en muchos tribunales, por los gastos que
se hacen y molestias que se padecen, que muchas veces monta más esto que lo que
van a pedir, por lo cual dejan perecer su justicia, principalmente si pleitean
contra ricos y poderosos, los cuales, con su pujanza, ahogan la justicia de los
pobres. Pues queriendo aquellos Príncipes remediar estos inconvenientes, no
dieron lugar a que los jueces arbitrasen ni hubiese muchos tribunales ni los pleiteantes
saliesen de sus provincias. De las sentencias que los jueces ordinarios daban
en los pleitos hacían relación cada luna a otros jueces superiores y aquéllos a
otros más superiores, que los había en la corte de muchos grados, conforme a la
calidad y gravedad de los negocios, porque en todos los ministerios de la
república había orden de menores a mayores hasta los supremos, que eran los
presidentes o visorreyes de las cuatro partes del Imperio. La relación era para
que viesen si se había administrado recta justicia, porque los jueces
inferiores no se descuidasen de hacerla, y, no la habiendo hecho, eran castigados
rigurosamente. Esto era como residencia secreta que les tomaban cada mes. La
manera de dar estos avisos al Inca y a los de su Consejo Supremo era por nudos
dados en cordoncillos de diversos colores, que por ellos se entendían como por
cifras. Porque los nudos de tales y tales colores decían los delitos que se
habían castigado, y ciertos hilillos de diferentes colores que iban asidos a
los cordones más gruesos decían la pena que se había dado y la ley que se había
ejecutado. Y de esta manera se entendían, porque no tuvieron letras, y adelante
haremos capítulo aparte donde se dará más larga relación de la manera del
contar que tuvieron por estos nudos, que, cierto, muchas veces ha causado admiración
a los españoles ver que los mayores contadores de ellos yerren en su aritmética
y que los indios estén tan ciertos en las suyas de particiones y compañías,
que, cuanto más dificultosas, tanto más fáciles se muestran, porque los que las
manejan no entienden en otra cosa de día y de noche y así están diestrísimos en
ellas.
Si se levantaba alguna disensión entre dos reinos y
provincias sobre los términos o sobre los pastos, enviaba el Inca un juez de
los de sangre real, que, habiéndose informado y visto por sus ojos lo que a
ambas partes convenía, procurase concertarlas, y el concierto que se hiciese
diese por sentencia en nombre del Inca, que quedase por ley inviolable, como
pronunciada por el mismo Rey. Cuando el juez no podía concertar las partes,
daba relación al Inca de lo que había hecho, con aviso de lo que convenía a
cada una de las partes y de lo que ellas dificultaban, con lo cual daba el Inca
la sentencia hecha ley, y cuando no le satisfacía la relación del juez, mandaba
se suspendiese el pleito hasta la primera vista que hiciese de aquel distrito,
para que, habiéndolo visto por sus ojos, lo sentenciase él mismo. Esto tenían
los vasallos por grandísima merced y favor del Inca.»
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Si quieres escuchar , un homenaje al piano, de Francisco González Gamarra, clica aquí: Homenaje al Inca Garcilaso de la Vega.
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