viernes, 21 de abril de 2017

"Introducción a la psicología".- George A. Miller (1920-2012)


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16.- Aguijones y guías

«Dijo una vez Emerson que el hombre es tan perezoso como se atreve a serlo. Es éste el tipo de error que cabe esperar de un puritano de Nueva Inglaterra. No es que no nos atrevamos a ser perezosos: lo que ocurre es que no queremos serlo. Si verdaderamente nos aplicáramos a ello, podríamos ser mucho más vagos de lo que en verdad somos.
 ¿Qué grado de ociosidad puede alcanzar el hombre? Los límites absolutos vienen impuestos, desde luego, por su propio organismo: como mínimo tendrá que obtener y consumir comida y bebida; de vez en cuando tendrá que apartarse de algún peligro; tendrá que depositar sus desperdicios a alguna distancia de su lugar de reposo; tendrá que cubrirse cuando haga demasiado frío y quitarse del sol cuando haga demasiado calor; y, aun cuando no sea vital para él en el mismo sentido, a buen seguro que comenzará un día a exhibirse para atraer la atención de una compañera. Pero en un ambiente amable, donde encuentre a mano lo necesario para la vida, estas exigencias mínimas de la biología sólo ocuparán una fracción de sus horas de vigilia. Juzgando por todo lo que cabría aprender en un texto de fisiología, el hombre podría atreverse a ser perezosísimo.
 En algunas tierras idílicas favorecidas por ventajas naturales en lo que se refiere a alimento y seguridad, la vida puede aproximarse mucho más a este mínimo biológico que en nuestra cultura. Pero incluso en su forma más sencilla la vida humana bulle a una temperatura varios grados por encima del letargo absoluto. Las dificultades comienzan cuando nos vemos mezclados con otra gente, con otros individuos, los cuales experimentan en el ocio tanto placer como nosotros. Tenemos que competir con ellos por la comida y la bebida. Asimismo, nos encontramos con que los demás se han apropiado ya de todos los sitios abrigados  y prendas de vestir apetecibles y que insisten, además, en que depositemos nuestros desperdicios lejos de sus lugares de reposo. Por añadidura, suelen tener opiniones firmes en relación con la debida forma de resolver estos problemas. Lo que resulta peligroso y exige verdadera osadía es ser más perezoso de lo que los vecinos de uno creen que debería tolerarse. En resumen, existen límites tanto sociales como biológicos en cuanto al grado de ociosidad que puede alcanzar un vago de siete suelas.
 Y aun cuando nos hemos adentrado en los confines de la conveniencia social, hay todavía otros aguijones que funcionan dentro de nosotros. Algo nos mantiene activos: la curiosidad, el juego, el humor, las fábulas, el aburrimiento. La mente es un órgano que no descansa. Hasta Emerson admitiría que el demonio encuentra trabajo para las manos ociosas.
 El estudio de la motivación es el estudio de todos esos impulsos y acicates -biológicos, sociales, psicológicos- que desafían nuestra pereza y nos mueven, de grado o por fuerza, a actuar. Los psicólogos hablan a veces como si el estudio de la motivación fuera su coto de caza particular; sin embargo, es un dominio mucho más extenso e indefinido que va desde la bioquímica en un extremo hasta la sociología, la economía y la antropología en el otro.  Participan en él muy diversos mecanismos y ninguna teoría unitaria dará jamás cuenta de todos ellos.
 Pero no siempre ha sido patente esta diversidad. La historia del tema ha sido una búsqueda pertinaz de un principio simple y soberano que explicara todo cuanto hacemos. El placer, el instinto, las facultades mentales, la volición, la pasión y la razón se hallan entre los candidatos propuestos para el título.
 A partir de Darwin el instinto se convirtió en la explicación favorita. Esta noción convenientemente vaga significaba que los hombres actúan como lo hacen porque han nacido así y porque no pueden evitarlo. En consecuencia, cuando la psicología trató, por primera vez, de hacerse científica, era lógico que intentara confeccionar un catálogo de todos los instintos con los que ha nacido el hombre.
 William James fue un catalogador sobremanera entusiasta. Mantuvo la opinión inusitada, pero interesante, de que los hombres nacen con muchos, muchísimos instintos, que se mantienen en actividad sólo durante el tiempo suficiente para establecer los hábitos necesarios y que luego, si el desarrollo se produce de manera natural, se esfuman tranquilamente. En 1890 mencionaba en su lista los siguientes:
 chupar, morder, masticar, lamer, gesticular, escupir, asir, señalar, llevarse a la boca, llorar, sonreír, volver la cabeza, levantar la cabeza, sentarse, ponerse de pie, andar a gatas, andar, trepar, vocalizar, imitar sonidos, imitar gestos, rivalidad, pugnacidad, ira, resentimiento, simpatía, cazar, miedo de los ruidos, miedo de las personas extrañas, miedo de los animales extraños, miedo de las cosas negras, miedo de los sitios altos, etc. atesorar, construir, jugar, curiosidad, sociabilidad, timidez, reserva, limpieza, modestia, vergüenza, amor, sexo, celos y amor paternal.
 Suponíase que todos esto instintos -y aún más- eran instintos humanos transitorios. Con tantas reacciones heredadas espoleándole, el niño tendría poco tiempo para holgar. "El reposo -dijo el amigo íntimo de James, el juez Oliver Wendell Homes, como si quisiera corregir a Emerson- no es el sino del hombre."
 Naturalmente, la lista de James no fue la última palabra. Cada nuevo autor proponía su propia versión. En 1908 una lista especialmente famosa confeccionada por William McDougall apareaba siete instintos humanos con sus emociones primarias correspondientes, de la siguiente manera:
 el instinto de volar y la emoción del miedo, el instinto de la repulsión y la emoción del asco, el instinto de la curiosidad y la emoción del asombro, el instinto de la pugnacidad y la emoción de la ira, el instinto de la autohumillación y la emoción de la sumisión, el instinto de la autoafirmación y la emoción del orgullo y el instinto de los cuidados paternales y la emoción de la ternura.
 Además de estos siete instintos, McDougall creía que había otros que no despertaban emociones tan específicas y bien definidas: la reproducción, el instinto gregario, la adquisición y la construcción. [...]
 En los años veinte los psicólogos norteamericanos se resolvieron  a tirar por la borda estas teorías demasiado exuberantes y empezar de nuevo. Gran parte de la conducta a la que se había denominado instintiva era, en realidad, adquirida por medio del aprendizaje.»

 

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