Segunda parte: Camino de Malden
9.-Más poesía marítima, compuesta en los establos del Rey de los Mares
«-Puede que sí -dijo Burlingame-. ¡Piratas, dices! Bueno, no es imposible a fin de cuentas... ¡Pero, bueno, si estás todo cagado!
Ebenezer emitió un gemido.
-¡Ignominia! En estas condiciones, ¿cómo voy hasta el muelle a por unos calzones limpios? ¿Andando como un pato?
-¡Demonio, nadie ha hablado de ir con andares de pato, señor! -dijo Burlingame, adoptando el tono de un criado campesino-. Quítese vuesa merced los calzones y los calzoncillos ahora, para que mi pequeña Dolly se los limpie, que yo le traeré unos limpios.
-¿Dolly?
-Sí, Joan la Pecas, que está allá dentro, en El Rey de los Mares.
Ebenezer se ruborizó.
-¡Al fin y al cabo se trata de una mujer, aunque sea puta, y yo soy el Laureado de Maryland! No puedo consentir que lo sepa.
-¿Que lo sepa? -Burlingame se rió-. ¡Si casi se asfixia! ¿Quién cree que te encontró en el suelo y me ayudó a traerte hasta aquí? ¡Fuera esos calzones ahora mismo, señor Laureado, y ahorraos la modestia! Una mujer te limpió el trasero cuando naciste y otra lo hará cuando seas un viejo chocho: ¿qué más da que entre medias lo haga otra?
Cuando Ebenezer se hubo desabrochado de mala gana un botón, su amigo, osadamente, le dio un tirón violento y el poeta se quedó en cueros.
-Vaya, vaya -dijo Burlingame, riéndose entre dientes-. Se puede decir que estás bien proporcionado, aunque eso sí, un poco sucio.
-Me muero de vergüenza y ni siquiera puedo taparme de lo sucio que estoy -se quejó el poeta-. ¡Haz el favor de darte prisa, Henry, antes de que alguien me vea así!
-Me daré prisa pues, hombre o mujer, como te vean, no durarás virgen mucho tiempo; te juro que estás de lo más atractivo -Burlingame se volvió a reír de la desgracia de Ebenezer y recogió las ropas manchadas-. Ahora, adieu, pronto regresará tu criado, si es que no le echan el guante antes los piratas. Entretanto, espabila y límpiate.
-Pero, dime cómo, te lo suplico.
Barlingame se encogió de hombros.
-Vuesa merced mire a su alrededor, buen señor. El hombre inteligente nunca anda perdido mucho tiempo -fuese y cruzó el patio llamando a Dolly para que recogiese el botín que le llevaba.
Ebenezer se puso enseguida a mirar en torno a sí, buscando algún medio con el que poner remedio a su lamentable condición. Descartó inmediatamente la paja, aunque había de sobra en el establo; ni siquiera era posible asirla cómodamente con la mano. Lo siguiente que tomó en consideración fue su fino pañuelo de holanda, acordándose de que lo tenía en el bolsillo de los calzones.
-Es igual -juzgó después de pensárselo mejor-, porque tiene una hilera asesina de enormes botones franceses.
Tampoco podía sacrificar la casaca, ni la camisa, ni las medias, porque por una parte andaba bastante escaso de ropas como para andar tirándolas por ahí y, por otra, le faltaba valor para darle a la camarera más prendas que lavar. El hombre inteligente jamás anda perdido mucho tiempo, repitió Ebenezer para sí; acto seguido vio en un establo que había detrás de donde se hallaba, la cola de un enorme caballo castrado, de color bayo, pero también la descartó, pues dadas su altura y su posición, la cola resultaba, a la vez que inaccesible, peligrosa.
-¿Qué nos enseña esto? -reflexionó, apretando los labios-. ¿No nos enseña que la inteligencia de un solo hombre es en verdad pobre? Los locos y las bestias salvajes viven gracias a la inteligencia de su madre y aprenden de la experiencia; el hombre sabio aprende de la inteligencia y de la vida de los otros. ¡Santo cielo! ¿Me he pasado dos años en Cambridge y tres veces dos años con Henry allá en el pabellón de mi padre para nada? ¡Si la inteligencia innata no me puede salvar, entonces me salvará mi educación!
Consecuentemente, Ebenezer dio un repaso a la educación que había recibido, buscando socorro, y comenzó por sus conocimientos de historia.
-¿Por qué deberían los hombres reconocer la validez de las crónicas del pasado -se preguntó- de no ser porque encierran una lección para el tiempo presente?
Y, sin embargo, a pesar de que no le eran desconocidos Heródoto, Tucídides, Polibio, Suetonio, Salustio ni otros cronistas antiguos y modernos, Ebenezer no logró recordar que hubiera en ellos ningún precedente de la penosa situación por la que atravesaba él en aquellos momentos, por lo que tampoco podía extraer consejo alguno, así que no le quedó más remedio que desistir del intento.
-Está claro -concluyó- que la Historia no le enseña al hombre individual sino a la humanidad; la musa de esta disciplina tiene por discípulo al cuerpo político de los dirigentes. No, mejor dicho -dijo, llevando más lejos su razonamiento y tiritando un poco por causa de la brisa procedente del puerto-, los ojos de Clío son como los de las serpientes, que nada pueden detectar salvo el movimiento: ella registra la ascendencia y la caída de las naciones, pero en las cosas inmutables (las verdades eternas y los problemas ajenos al transcurrir del tiempo) ella no repara, y hace bien, pues tiene miedo a penetrar cual cazador furtivo en los territorios que son dominio de la Filosfía.
Por consiguiente, acto seguido, Ebenezer invocó mentalmente cuanto conocimiento tenía de Aristóteles, Epicuro, Zenón, Agustín, Tomás de Aquino y todos los demás, sin olvidarse de sus catedráticos platónicos y del que en tiempos fuera amigo de los mismos, Descartes; pero aunque todos ellos eran de un interés extraordinario a la hora de dirimir si el aprieto en que se hallaba el poeta era real o imaginario, así como para decidir si tal aprieto merecía ser considerado sub specie aeternitatis, siendo asimismo relevante la cuestión de si la actitud que pudiera adoptar Ebenezer para salir del apuro estaba determinada de antemano o bien dependía por completo de él, pese a todo ello, ninguno de aquellos filósofos le proporcionaba ningún consejo práctico.
-¿Sería quizás que todos ellos expelían silogismos sin hedor ni mácula -se preguntó el poeta- y aparte de eso nada más? ¿O será que por la Razón que esgrimen jamás surca el miedo hasta el punto de ensuciarles los calzones?
Ebenezer concluyó, oteando el patio, tratando en vano de dar con Henry, que la verdad de la cuestión estribaba en que la filosofía se ocupaba tan sólo de generalidades, categorías y abstracciones, tales como la densidad eterna de More; la filosofía sólo hablaba de los problemas personales en la medida que servían para ilustrar los problemas generales; fuera como fuere, entre todo lo que recordaba Ebenezer no halló respuesta alguna para situaciones difíciles, caseras, de orden práctico, como era la que él atravesaba.
Ni siquiera tomó en consideración la física, la astronomía ni los demás campos de la filosofía natural, y ello por el mismo motivo; tampoco se estrujó la memoria sacando a colación sus conocimientos de artes plásticas pues sabía muy bien que ni Fidias ni Miguel Ángel se dignarían inmortalizar un estado como el que ofrecía él, por mucho que les atrajera la desgracia humana. No, resolvió por fin; tenía que buscar ayuda en la literatura, pues entre todas las artes y ciencias la literatura era la única que tenía como dominio propio el campo entero de la experiencia y el comportamiento humanos (de la cuna a la tumba y aún más allá, del emperador a la puta barata; desde la quema de ciudades hasta el modo de luchar contra el viento), así como los problemas de toda magnitud que afectan al hombre: sólo en el ámbito de la literatura es posible hallar catalogados con idéntica consideración a los antepasados de Noé y a los barcos de los aqueos...
-¡Y a los golpes de culo de Gargantúa! -exclamó en voz alta-. ¿Cómo es que no he pensado en ellos hasta ahora?»
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Realiza tu comentario: