lunes, 24 de abril de 2017

"El rojo emblema del valor".- Stephen Crane (1871-1900)


Resultado de imagen de stephen crane 
Capítulo I

«-Madre, voy a alistarme. 
 -Henry, no seas estúpido -le había contestado su madre. Luego se había cubierto la cara con la colcha. Aquí acabó todo aquella noche.
 Sin embargo, a la mañana siguiente había ido al pueblo que se hallaba más cerca de la granja de su madre y se había alistado en una compañía que se estaba formando allí. Al regresar a su casa, su madre estaba ordeñando la vaca pinta, y otras cuatro estaban esperando.
 -Madre, acabo de alistarme -le había dicho, respetuosamente.
 Hubo un breve silencio.
 -¡Que se haga la voluntad del Señor, Henry! -había respondido ella, finalmente, y luego había continuado ordeñando la vaca pinta.
 Unos días más tarde, cuando se había parado en el umbral con su uniforme militar y una luz de ansiedad y expectación en los ojos que casi apagaba el brillo de añorante tristeza hacia los lazos del hogar, había visto dos lágrimas deslizarse por las marchitas mejillas de su madre. Ella, sin embargo, le decepcionó al no decirle nada en absoluto sobre volver "o con su escudo o sobre él". Él se había preparado para una magnífica escena; había pensado ciertas frases, que creyó que podía usar sin efecto emocionante. Pero las palabras que ella pronunció echaron todos sus planes por los suelos. Había continuado tenazmente pelando patatas, y le había hablado así:
 -Ten cuidado, Henry, y mira bien por dónde vas en todo este lío de las batallas; ten cuidado y vigila bien. No vayas pensando que puedes aplastar a todo el ejército rebelde desde el principio, porque no puedes... Tú no eres más que un muchacho entre muchísimos más, y tienes que callarte y hacer lo que te manden. Yo sé cómo eres, Henry... Te he tejido ocho pares de calcetines, Henry, y te he puesto ahí tus mejores camisas, porque quiero que mi chico vaya tan caliente y tan cómodo como cualquiera pueda ir en el ejército. Siempre que se te agujereen, quiero que me los mandes al momento para que pueda remendártelos... Y sé siempre precavido y escoge a tus compañeros. Hay montones de hombres malos en el ejército, Henry. El ejército los hace feroces y no hay nada que les guste más que llevar por mal camino a un muchacho como tú, que nunca se ha alejado mucho de su casa y siempre ha estado con su madre, y enseñarle a beber y a blasfemar. Mantente alejado de esta gente, Henry. No quiero que hagas nunca nada de lo que pudieras avergonzarte si me lo contaras, Henry... Imagínate siempre que te estoy observando. Si tienes esto siempre presente, creo que saldrás bien... Tienes que recordar siempre a tu padre también, muchacho, y tener presente que nunca bebió una gota de alcohol en toda su vida, y que raras veces renegó... No sé qué más decirte, Henry, excepto que nunca debes tratar de evadir nada, hijo, por mi causa... Si llegara el momento en que tienes que morir o hacer algo deshonroso..., bueno... Henry, no pienses en nada más que en lo que debe hacerse, porque son muchas las mujeres que tienen que hacerse fuertes ante tales cosas en estos tiempos, y el Señor se cuidará de todas nosotras... Hijo, no te olvides de los calcetines y de las camisas; te he puesto un tarro de mermelada de moras en el paquete, porque sé que es lo que más te gusta... Adiós, Henry, ten cuidado y sé un buen muchacho...
 Él, desde luego, se había impacientado ante ese discurso. No era exactamente lo que había esperado y lo había aguantado con aspecto irritado. Se marchó experimentando un cierto alivio.
 De todos modos, cuando había mirado hacia atrás desde la verja, había visto a su madre arrodillada entre las peladuras de patata. Su cara quemada por el sol, levantada, estaba llena de lágrimas y su delgado cuerpo estaba temblando. Él inclinó la cabeza y siguió adelante, sintiéndose de repente avergonzado de sus propósitos.
 Desde su casa había ido a la escuela para despedirse de sus muchos compañeros. Todos se habían agrupado a su alrededor con asombro y admiración. Entonces se había dado cuenta de la enorme diferencia que había entre ellos y se había sentido henchido de sereno orgullo. Él y algunos otros compañeros que también vestían el uniforme azul fueron completamente colmados de honores toda la tarde y esto había sido algo verdaderamente delicioso. Se habían pavoneado. [...]
 Durante el viaje a Washington, su exaltación había ido en aumento. El regimiento había sido recibido con cariño y alimentos en cada una de las estaciones, hasta que el muchacho había creído que era en realidad un héroe. Hubo derroche de pan y embutidos, café y pepinillos y queso. Y cuando se sintió acariciado por la sonrisa de las muchachas y abrazado y felicitado por los ancianos, había sentido crecer en su interior la fuerza necesaria para llevar a cabo grandes gestas guerreras.
 Después de jornadas complicadas y de muchas pausas, habían llegado los meses de vida monótona en el campamento. Había él tenido la convicción de que una verdadera guerra era una serie de batallas a muerte con muy poco tiempo intercalado para dormir y comer; pero desde que su regimiento había llegado al campamento, el ejército había hecho poco más que quedar acampado y tratar de mantenerse caliente.
 Entonces, poco a poco, volvió a su antiguo modo de pensar. Las luchas al estilo griego ya no existían. Los hombres eran mejores o más tímidos. La instrucción seglar y religiosa había borrado el instinto del hombre de lanzarse a la garganta de su vecino, o quizá una economía sólida mantenía fuertemente cogidas las riendas de las pasiones.
 Había llegado a considerarse a sí mismo solamente como parte de una amplia demostración en azul. Su obligación era cuidarse, tanto como le fuera posible, de su comodidad personal. Y para divertirse podía mover las manos y tratar de imaginar los pensamientos que debían agitar la mente de los generales. Había además prácticas y más prácticas, y revista, y otra vez prácticas y prácticas y revista.
 Los únicos enemigos que había visto eran algunas patrullas de reconocimiento a lo largo del río. Las componían un grupo de hombres bronceados, filosóficos, que a veces disparaban meditativamente a las patrullas azules. Si más tarde se les reprochaba esto, se mostraban generalmente pesarosos y juraban por lo más sagrado que las armas habían disparado sin su permiso. El muchacho, mientras estaba de guardia una noche, entabló conversación con uno de ellos a través del río. Este era un hombre algo áspero, que escupía hábilmente apuntando al espacio que había entre sus zapatos y que poseía grandes reservas de suave e infantil desenvoltura. Al muchacho, personalmente, le gustó.
 -Yanqui -le había dicho el otro-, eres un buen rapaz.
 Este sentimiento, que le llegó flotando sobre la quietud del aire, le había hecho lamentar la guerra por unos momentos.»

 

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Realiza tu comentario: