sábado, 31 de agosto de 2019

Introducción a la lingüística.- Eugenio Coseriu (1921-2002)


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V-La realidad del lenguaje

«2.1.2.-Pero esto no justifica una consideración puramente logicista del lenguaje ni mucho menos la afirmación de una pretendida identidad entre categorías lógicas y categorías gramaticales. En efecto, el lenguaje no es algo que se vuelve a hacer íntegramente en cada acto concreto de hablar, sino que es también hecho tradicional, en gran parte "automatizado", puesto que la operación cognoscitiva no se repite en su totalidad cada vez que se habla, sino que los actos lingüísticos se crean sobre modelos anteriores y por analogía con actos lingüísticos semejantes, pertenecientes al mismo sistema.
 Consideremos, por ejemplo, la categoría gramatical del género. Evidentemente, el género gramatical -en las lenguas en que existe- corresponde al género natural (sexo) sólo cuando se trata de personas (profesor-profesora) o, en general, de seres animados; y ni siquiera en este caso la correspondencia es constante (por ejemplo, no hay un femenino de armadillo). De todos modos, en casos parecidos, la gramática está más o menos de acuerdo con la lógica. Pero no hay ninguna razón lógica actual para decir la mesa, con un nombre de género femenino; y, en efecto, los alemanes y los rusos designan el mismo objeto mediante nombres masculinos (Tisch, stol). Probablemente, como nos enseña la lingüística indoeuropea, hubo alguna vez razones de imaginación o fantasía, o mitológicas, por las cuales se tenía una noción de género "natural" también en el caso de objetos no animados. Así, por ejemplo, como agudamente observa Meillet, en las lenguas indoeuropeas encontramos, como designaciones del fuego, un término más antiguo, masculino (del tipo del lat. ignis), que se remonta probablemente a una época en que el fuego se concebía como principio masculino, como fuerza viril, y otro término más reciente, neutro (del tipo del gr. pyr), que corresponde a una concepción del fuego como fenómeno no animado. Así, también, se puede observar que el sol, concebido como fecundador de la tierra, es decir, como principio masculino, tenía en las lenguas indoeuropeas más antiguas nombres de género masculino (lat. sol, gr. hélios), mientras que la tierra, concebida como elemento generador fecundado por el sol, tenía nombres femeninos (lat. terra, gr. ). Pero estas razones se han olvidado casi totalmente en la tradición cultural de los indoeuropeos: hoy el sol tiene nombres masculinos en los idiomas románicos (esp. port. sol, it. sole, fr. soleil, rum. soare), mientras que es femenino en alemán (die Sonne) y neutro, en los idiomas eslavos (ruso solnce, servio-cr. sunce); la luna, por el contrario, tiene nombres femeninos en los idiomas románicos y nombre masculino en alemán (der Mond). Además, si es posible hacer esta investigación por lo que concierne a unas pocas palabras, nos es imposible llegar en todos los casos a comprender la razón "lógica" originaria, si es que hubo alguna, del género gramatical. Y, por otra parte, sabemos ya que, en las lenguas, lo que importa es el modelo sobre el cual se crean los actos lingüísticos nuevos, puesto que las palabras, en un sistema lingüístico, no se presentan aisladas, sino reunidas en categorías analógicas, cuya constitución muchas veces no depende de su significado sino de aspectos puramente morfológicos. Así, por ejemplo, armadillo es de género masculino porque entra en la categoría de los substantivos en -o, que tiene generalmente este género en español, mientras que otro nombre del mismo animal, mulita, es de género femenino, porque pertenece a la categoría de los substantivos en -a; un nombre de formación relativamente reciente, como bombardeo, es de género masculino como los demás nombres en -eo, mientras que cotización, a pesar de ser del mismo tipo significativo, es femenino, por presentar una desinencia típicamente femenina. Pero no hay duda de que, sin que se modifique su significado, los mismos nombres cambiarían de género si cambiaran de desinencia, si, por ejemplo, se dijera bombardización y cotizamiento. Por razones análogas, en alemán, donde todos los diminutivos (que terminan en -chen y -lein) son neutros, hasta conceptos eminentemente femeninos como "señorita" y "muchacha" se nombran mediante neutros (Fräulein, Mädchen), simplemente por tratarse de diminutivos. Se deduce de todo esto que la lengua, aun reflejando evidentemente el pensamiento, no sigue sus mismas leyes, en parte por su aspecto de sistema tradicional y en parte por su aspecto afectivo, "estilístico", que es a menudo metafórico: un ejemplo como el de los versos de Goethe citados por Vossler -"Gris... es toda teoría, pero es verde el árbol dorado de la vida"- puede ser lógicamente "absurdo", pero lingüísticamente es correcto y se justifica plenamente, desde el punto de vista poético, por su carácter metafórico.
 2.2.1.- También la posición psicologista necesita varias correcciones. En primer lugar, por ser el lenguaje forma de un contenido cognoscitivo, constituido mediante operaciones lógicas; y, en segundo lugar, por ser el lenguaje una función social. En efecto, aunque, incluso como fenómeno de conocimiento, el lenguaje puede ser interpretado psicológicamente (puesto que todo acto cognoscitivo implica un proceso psíquico), de ninguna manera se puede afirmar que el elemento constantemente predominante en el lenguaje es el factor "afectivo", con el cual la razón nada tendría que ver. Indudablemente, al hablar, expresamos también hechos afectivos; y se puede incluso admitir la existencia de una convención afectiva o "estilística", de un lenguaje "emotivo" distinto del lenguaje puramente "enunciativo". Pero también el lenguaje emotivo se expresa en símbolos que son productos de una operación lógica y produce, a su vez, símbolos que, vaciados de toda carga emotiva, pasan al lenguaje enunciativo, de pura comunicación. Por ser el lenguaje un hecho social para el cual se necesitan por lo menos dos individuos, y cuya condición primera es la comunicación, de ninguna manera podemos aceptar que esté constituido por simples manifestaciones de cargas psíquicas estrictamente individuales: aun al expresar tales "cargas", no podemos hacerlo con símbolos personales, puesto que los símbolos, para ser comunicables, tienen que adaptarse a una norma que resulte aceptable también para los demás individuos de nuestra comunidad, a quienes hablamos. Es condición imprescindible del lenguaje su aceptabilidad, su inteligibilidad.»
 
   [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Gredos, 1986, en revisión de José Polo. ISBN: 84-249-1071-0.]

viernes, 30 de agosto de 2019

El genio.- Dieter Eisfeld (1934-2018)

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La destrucción de la Europa central

«Mientras Zabor se dirigía al sur por la Autostrada del Sole, huyendo del sol, su mente ya elaboraba planes nuevos y menos peligrosos en sustitución de los antiguos, que habían resultado letales para la vida. A lo que no renunciaría nunca, resumió para sus adentros, era a la lucha contra la naturaleza. Una vez más decidió escabullirse de la catástrofe para poder consagrarse de nuevo a sus ideas originales. ¿Acaso no estaban todos los progresos  vinculados a horribles torturas, no sólo en la política, sino también en las ciencias naturales? A fin de lograr ventajas para millones de seres humanos, otros tantos tenían que sufrir los inconvenientes. Zabor no creía, sin embargo, que la suma de todo el afán de vivir humano permaneciese constante. Sus planes debían ser legitimados por un éxito definitivo que condujera a los seres humanos a un nivel más alto de humanidad. ¿No era indispensable para la consecución de este último éxito intentar una vez más la creación de nuevos climas para el globo terráqueo?
 En Reggio di Calabria, Zabor cruzó el estrecho y, ya en Sicilia, se dirigió a Siracusa, donde al principio se alojó con Natalie en un hotel. El matemático griego Arquímedes también había vivido en esta ciudad hasta que fue asesinado y el poeta alemán Heyse había venido a Siracusa con el único propósito de morir aquí. Siracusa era para Zabor las antípodas del ruinoso Emden y tal vez fuera esto lo que le había atraído hasta esta ciudad.
 En cualquier caso, su intención de alquilar el palacio vacío no llegó a realizarse. El propietario, un traficante de armas bastante peculiar, no se avino a ello en absoluto. No había adquirido el palacio, construido tras el histórico terremoto de 1693, para entregarlo a un alemán desconocido. Zabor y él mantuvieron largas conversaciones sobre el auge y la decadencia de ciudades y estados y sobre las leyes naturales que podían ser su causa. Así pues, Natalie y Zabor continuaron viviendo en su pequeño hotel, paseando por la ciudad en ruinas y siguiendo las aterradoras noticias sobre los acontecimientos en Europa central. Zabor sufría al saber lo que había iniciado contra su voluntad.
 El calor había alcanzado en el centro de Europa unos niveles que ya no podían medirse. Los vientos llevaban muchas veces un aliento sofocante hacia el este o hacia el norte, según su dirección, y más regiones de la Rusia occidental y de los países escandinavos tuvieron que ser evacuadas. Satélites de reconocimiento tomaban fotografías en las que ya no aparecía otra cosa que superficies totalmente aplanadas y atomizadas. Los espectrogramas sólo recogían residuos quemados. En Japón, una conferencia internacional convocada en agosto de 1995 con asombrosa celeridad, trató de la interpretación de los acontecimientos y tomó medidas preventivas para todos los países no afectados. Zabor reconoció que todo había concluido para él desde que el nombre del Globe quedara desprestigiado en todo el mundo.
 El 3 de septiembre de 1994 escribió en Siracusa una carta dirigida al presidente de los Estados Unidos en Washington y al secretario general del KPDSU en Moscú. La llamó el "Testamento de Siracusa" y en ella decía, entre otras cosas: "Los diez grados de la desgracia son los siguientes y muchos grandes naturalistas del siglo XX los padecen:
  1.-Ser ambicioso y, desgraciadamente, dotado.
 2.-Estudiar precisamente una profesión tecnológica que más tarde ocasione estragos increíbles.
 3.-No contentarse con los conocimientos teóricos adquiridos, sino empeñarse en llevarlos a la práctica.
 4.-Iniciar a otros técnicos porque son necesarios para la realización del proyecto y depender en cierto modo de ellos.
 5.-Inventar algo que realmente funcione,
 6.-y que inmediatamente se convierta en una mercancía que atraiga como lobos a los comerciantes.
 7.-Permitir que no sólo la codicia económica, sino también la ambición militar derribe las últimas barreras morales.
 8.-Carecer de cualquier posibilidad jurídica o fáctica para detener el abuso del invento tecnológico.
 9.-No encontrar a nadie que se sienta responsable de los efectos destructores.
 10.-No poder evitar la catástrofe.
 Hasta el punto dos o tres fui quizá todavía dueño de la situación. Después me faltó la sensibilidad filosófica para reconocer el abismo al que me he precipitado junto con otros. Este siglo, que a mí me parece de mal gusto, corrompido y aficionado a jugar con los extremos, nos arrastra de este modo al vacío. Lo abandono voluntariamente. Yan Zabor."
 El traficante de armas del palazzo apetecido había regalado a Zabor como compensación un pequeño revólver. Zabor se lo puso en el bolsillo, se dirigió al palazzo y se mató de un tiro. Natalie le enterró en una tumba anónima en un cementerio del nordeste de Sicilia.»
 [El texto pertenece a la edición en español de Círculo de Lectores, 1987, en traducción de Pilar Giralt Gorina. ISBN: 84-226-2415-X.]

jueves, 29 de agosto de 2019

Paradiso.- José Lezama Lima (1910-1976)

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Capítulo IX

«-Aristóteles nos afirma que "la substancia de un ser consiste en ser lo que era", lo cual quiere decir la presencia en la permanencia, con lo que al mismo tiempo el verbo se sitúa en el espacio y en el tiempo. El ser está y ese estar es siempre en la permanencia. Pero no se crea, mi inquieto Foción, que voy a seguir utilizando esa jerga, ni usted ni yo vamos a ser escolásticos, y por eso no creo que debamos ir más allá de los libros de la metafísica aristotélica para tener un sentido que no sea vagoroso de la esencia y la substancia, algo como para contestar alguna interrogación inopinada, como por ejemplo, ¿la gota de oro de los alquimistas del período taoísta, es una esencia o una substancia? Y podernos sentir dignificados al responder con entereza que ese tema no tiene nada que ver con el ser esencial o el ser substancial de los aristotélicos. Pero lo que nos interesa saber es que ese ser tiene reminiscencia y tiene permanencia. El estar en su permanencia no puede tener contingencia. Desde que el ser surgió en nosotros, en la cultura griega no se altera por el andrógino o por la diada universal, que hay una categoría superior al sexo, que recuerda los mitos androginales o al que se proyecta sobre los misterios complementarios. Pero como hubo épocas anteriores a la aparición del ser en los griegos, y como casi toda la filosofía contemporánea se dirige a barrenar el ser aristotélico, podemos todavía buscar el juego de las imágenes sexuales en los muslos de oro, las orejas paridoras, las derivaciones de la relación excesiva del escita con su corcel, o de la cópula de la madre de Alejandro con una serpiente; apenas la imagen logra un punto de apoyo, la tierra vuela encontrando un centro en todas partes, logrando ese punto surge la esfera, ya tenemos un cosmos cuyo centro es la imagen, flotando en el aceite de la reminiscencia y en las brumas de un devenir que se mueve tan sólo en las llanuras de la cantidad como abstracción.
 -San Agustín parece estar convencido de que el amor es un germen  que se siembra también en la muerte. Así como a los biólogos, y a Goethe también, les ha seducido que dentro de la misma especie perfeccionada surja otra nueva especie, San Agustín creía que el Eros mataba algo dentro de nosotros. El amor, dice, mata "lo que hemos sido", la substancia que recuerda, los mitos previos al dualismo de los sexos, para que lleguemos "a ser lo que no éramos". Luego ya estamos en otra encrucijada: ¿los deseos sexuales surgen de la reminiscencia o del intento de formar una nueva especie, un nuevo ser, un nuevo cuerpo? En otra de sus sentencias, que guarda estrecha relación con la anterior, nos dice que el alma se enferma cuando pierde el sentimiento del dolor. La conclusión no puede ser otra, que hay un Eros de muerte que se expresa a través del sentimiento del dolor. En el pasaje de San Mateo, que aquí se ha citado, se alude a los eunucos que cantarán en el paraíso, expresando la muerte del Eros, el dolor, un salto que ni ellos mismos saben de qué reminiscencia viene ni a qué nueva especie lo conducirá. Es la avalancha de la muerte que viene sobre nosotros, es el demonio que juega su partida por adelantado, pues en el valle de la gloria no habrá bodas y todos seremos como los ángeles. Cuando por el pecado de la caída, todo se hizo concupiscible, el diablo jugó otra partida, creó dentro de la caída otra caída. El hombre procreó dentro de lo concupiscible, pero con esa segunda caída o concupiscencia, el diablo lo vuelve a llevar a su estado de inocencia, al mito indiferenciado. Es decir, el hombre va a la mujer con concupiscencia, pero el hombre vuelve al hombre por falsa inocencia, por la sombra que el demonio le regala como compañía de su cuerpo, por laberinto intestinal respirante, por escorpión que asciende en busca de la vulva para matar a su hembra.
 -Prefiero retroceder a otra empalizada: el tomismo. Ahí se suma la Grecia aristotélica a la verdad revelada, es decir, como si se reuniera la substancia reminiscente de los griegos con la substancia participante en el ser substancial de los cristianos. Santo Tomás cuando habla de los pecados de lujuria, lo primero que hace su habitual método es señalar el antecedente en la patrística y principalmente en San Agustín. La frase del vehemente cartaginés que cita es: "De todos los vicios el pésimo es el que se hace contra la naturaleza." Sin rebajar la severidad agustiniana, el aquinatense lleva la maza de su razonamiento a golpear otras piedras duras, situadas en otra margen del río. En Santo Tomás hay siempre la concepción del hombre y de sus sentidos, como algo glorioso, hecho para establecer la verdad que deberá reinar en la gloria. Es decir, para Santo Tomás, la visión beatífica es una operación intelectiva, o lo que es lo mismo, al alcance de los sentidos del hombre. Entre los tres concurrentes de la visión beatífica, cita la fruición, y con frecuencia dice, "la posesión o fruición". Le llama también a la posesión, "la potencia apetitiva". Luego señala un éxtasis donde se vuelcan: apetito, posesión y delectación frutal. Y ese éxtasis que él señala, es el de la visión de la gloria.
 Santo Tomás señala como dos de los pecados contra el Espíritu Santo: la envidia de la gracia fraterna y el temor desordenado de la muerte. El aquinatense comprende de inmediato que hay una gracia fraterna, regalo del Espíritu Santo, que va a ser muy odiada, muy envidiada. Al colocar también entre los pecados contra el Espíritu Santo, el temor desordenado de la muerte, quiere dar a conocer que hay un amor desordenado de la muerte, o un temor ordenado de la muerte, que son tolerables. Pero lo que queda en su fascinación de misterio es que hay una gracia fraterna, que va a ser muy combatida, que se puede caracterizar por un amor desordenado de la muerte, un apetito fruitivo que excluye la participación en el misterio de la Suprema Forma; ahí empiezan los desvíos pues existirán siempre los hombres que van por la obscuridad a participar en la forma, en la luz, pero existirán también los insuficientes, aquellos que van por la luz besando como locos las estatuas griegas de los lanzadores de discos, hasta hundirse en la obscuridad descensional y fría. Pero estos desdichados ni siquiera se acogen a la sentencia de Edipo: ¡ah obscuridad, mi luz!, sino se arrastran por la luz como ahogados, hasta que encuentran la obscuridad donde flotan. No ven cómo la noche al caer sobre el árbol le presta la fluencia inmóvil, se han quitado como un sayón la placenta creadora de la noche, sino que como saurios trepando por el poliedro de la luz, van a caer en la noche como benévola, como muerte. El hombre que ve claro en lo obscuro, jamás podrá estar dañado, pero el que ve obscuro en lo claro, jamás tendrá misterio sexual, haga lo que haga, al cobrar conciencia de ese acto tendrá una culpabilidad morosa, que es la única cosa que logra erotizarlo. Siente la culpabilidad, la presunta culpabilidad que sólo está en él, del acto de la madre al engendrarlo.»
 [El texto pertenece a la edición en español de Planeta-De Agostini, 1985. ISBN: 84-7551-436-3.]

miércoles, 28 de agosto de 2019

Don Casmurro.- Joaquim Machado de Assis (1839-1908)

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Capítulo XXVI.- Las leyes son hermosas

«Por la cara de José Días pasó algo parecido al reflejo de una idea; una idea que le alegró extraordinariamente. Se calló un instante; tenía puestos los ojos en él; volvió los suyos hacia la barandilla. Como insistiese:
 -Es tarde -dijo-; pero para probarte que no hay falta de voluntad, iré a hablar con tu madre. No te prometo vencer, pero sí luchar; trabajaré con toda el alma. ¿De verdad no quieres ser sacerdote? Las leyes son hermosas, querido... Puedes ir a Sao Paulo, a Pernambuco, o aún más lejos. Hay buenas universidades por todo el mundo. Encamínate a las leyes, si es tu vocación. Voy a hablar a doña Gloria, pero no cuentes únicamente conmigo; habla también con tu tío.
 -Hablaré.
 -Únete también a Dios, a Dios y a la Virgen Santísima -concluyó apuntando hacia el cielo.
 El cielo estaba medio oscuro. En el aire, cerca de la playa, grandes pájaros negros daban vueltas, revoloteando o planeando, y bajaban a mojar los pies en el agua, y volvían a subir para bajar de nuevo. Pero ni las sombras del cielo, ni las danzas fantásticas de los pájaros me desviaban del espíritu de mi interlocutor. Después de responderle que sí, me enmendé:
 -Dios hará lo que usted quiera.
 -No blasfemes. Dios es dueño de todo; él es, por sí, la tierra y el cielo, el pasado, el presente y el futuro. Pídele su felicidad, que yo no hago otra cosa... Ya que no puedes ser sacerdote y prefieres las leyes... Las leyes son hermosas, sin olvidar la teología, que es mejor que nada, como la vida eclesiástica es la más santa... ¿Por qué no puedes ir a estudiar leyes fuera de aquí? Es mejor ir pronto a alguna universidad y, al tiempo que estudias, viajas. Podemos ir juntos; veremos tierras extranjeras, escucharemos inglés, francés, italiano, ruso, español y hasta sueco. Doña Gloria probablemente no podrá acompañarte; aunque si puede irá, no querrá dirigir los negocios, papeles, matrículas y cuidar de hospedajes y andar contigo de un lado para otro... ¡Oh! ¡Las leyes son hermosísimas!
 -Está dicho; ¿le pide a mi madre que no me meta en el seminario?
 -Pedirlo, lo pido: pero pedir no es alcanzar. Ángel de mi corazón, si el deseo de servir es poder de mandar, aquí estamos, estamos a bordo. ¡Ah!, no te imaginas lo que es Europa; ¡oh!, Europa...
 Levantó la pierna e hizo una pirueta. Una de sus ambiciones era volver a Europa, hablaba de ella muchas veces sin acabar de tentar a mi madre ni a tío Cosme, por más que alabase los aires y las bellezas... No contaba con esa posibilidad de ir conmigo y permanecer allí durante la eternidad de mis estudios.
 -¡Estamos a bordo, Bentinho, estamos a bordo!
[...]

Capítulo CXXIV.- El discurso

 -Vamos, es la hora...
 Era José Días que me invitaba a cerrar el ataúd. Lo cerramos y yo cogí una de las argollas; estalló el alarido final. Palabra que cuando llegué a la puerta y vi el sol claro, lleno todo de gentes y de carros, las cabezas descubiertas, tuve uno de aquellos impulsos míos que nunca llegaban a la ejecución: fue tirar a la calle el ataúd, difunto incluido. En el carro le dije a José Días que se callara. En el cementerio tuve que repetir la ceremonia de la casa, desatar las correas y ayudar a llevar el féretro al nicho; imagínate lo que esto me costó.
 Bajado el cadáver al hueco trajeron la cal y la pala; sabes cómo es, habrás ido a más de un entierro, pero lo que no sabes, ni puedes saber, ni puede saber ninguno de tus amigos, lector, o cualquier otro extraño, es la crisis en que entré cuando vi todos los ojos sobre mí, los pies quietos, las orejas atentas, y, al cabo de algunas instantes de total silencio, un susurro vago, algunas voces interrogativas, señales, y alguien, José Días, que me decía al oído:
 -Vamos, habla.
 Era el discurso. Querían el discurso. Tenían derecho al discurso anunciado. Maquinalmente metí la mano al bolso, saqué el papel y lo leí a trompicones, no todo, ni seguido, ni claro. La voz me parecía entrar en vez de salir, las manos me temblaban. No era sólo la emoción nueva lo que así me ponía, sino el propio texto, las memorias del amigo, las nostalgias confesadas, las alabanzas a la persona y a sus méritos; todo esto que estaba obligado a decir, y lo decía mal. Al mismo tiempo, temiendo que me adivinasen la verdad, forcejeaba por esconderla bien. Creo que me oyeron pocos, pero el gesto general fue de comprensión y de aprobación. Las manos que me tendieron eran de solidaridad; algunos decían: "¡Muy bonito! ¡Muy bien! ¡Magnífico!". A José Días le pareció que la elocuencia  estuvo a la altura de la piedad. Un hombre, que me pareció periodista, me pidió permiso para imprimir el manuscrito. Sólo mi gran turbación recusaría un obsequio tan sencillo.

Capítulo CXXV.- Una comparación

 Príamo se cree el más infeliz de los hombres por besar la mano de aquel que mató a su hijo. Es Homero quien relata esto, y es un buen autor, a pesar de contarlo en verso; pero hay narraciones exactas en versos, y hasta en malos versos. Compara la situación de Príamo con la mía; yo acababa de alabar las virtudes del hombre que había recibido difunto aquellos ojos; es imposible que algún Homero no sacase de mi situación mucho mejor efecto o, cuanto menos, igual. No digas que nos faltan Homeros, por la causa señalada en Camoes; no señor, nos faltan, es verdad, pero es porque los Príamos procuran las sombras y el silencio. Las lágrimas, si las tienen, son secadas tras las puertas, para que las caras aparezcan limpias y serenas; los discursos son más de alegría que de melancolía, y todo transcurre como si Aquiles no matara a Héctor.»
 [El texto pertenece a la edición en español de Círculo de Lectores, 2000, en traducción de Pablo del Barco. ISBN: 84-226-8458-6.]

martes, 27 de agosto de 2019

Discursos.- Iseo (420 a.C. - 350 a.C.)


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XII.- En defensa de Eufileto
Argumento

«Al demo de Erquia lo cita ante el tribunal uno de sus miembros excluido por votación, que alega haber sido privado injustamente del derecho de ciudadanía. Se había redactado por parte de los atenienses una ley según la cual se haría un censo de los ciudadanos por demos; el que fuera excluido en votación por los miembros de su demo no participaría del derecho de ciudadanía, pero los que hubieran sido excluidos injustamente podrían hacer una apelación ante el tribunal después de citar a los miembros de su demo y, si por segunda vez resultaban convictos, serían vendidos como esclavos y confiscados sus bienes. De acuerdo con esta ley, Eufileto, después de citar a los miembros del demo de Erquia porque, según él, habían votado en su contra injustamente, emprende este proceso. [...]
 Que, en efecto, jueces, Eufileto, aquí presente es hermano nuestro, lo habéis oído no sólo a nosotros, sino también a todos los parientes que han testificado. Pero pensad primeramente en nuestro padre, por qué razón iba a mentir y a haber adoptado a éste como hijo suyo si no lo era. Os daréis cuenta de que todos los que hacen algo semejante es, bien porque no tienen hijos legítimos, bien porque, a causa de la pobreza, se ven obligados a adoptar extranjeros para sacar de ellos algún beneficio si , con su ayuda, llegan a hacerse atenienses. Pues bien, a nuestro padre no le sucede ninguna de estas dos cosas: nosotros somos sus dos hijos legítimos, de modo que, al menos por soledad, no habría adoptado a éste. Pero, además, tampoco necesitaba del sustento ni de la buena situación de Eufileto, porque tiene un medio de vida suficiente y, aparte, se os ha atestiguado que desde pequeño lo ha criado, instruido e introducido en su fratría y éstos no son gastos insignificantes. Así que no es lógico, ciudadanos, que nuestro padre intentara un acto tan injusto, cuando no sacaba ningún provecho. Y tampoco a mí nadie me supondría tan completamente insensato como para testificar en falso a favor de Eufileto, de modo que fuésemos más a repartir el patrimonio familiar. En efecto, no tendría posibilidad siquiera de reclamar después que no es hermano mío, pues ninguno de vosotros soportaría escuchar mi voz si ahora, exponiéndome al peligro de un proceso por falso testimonio, declaro que es nuestro hermano, y después se me ve contradiciendo estas palabras. Además, no sólo nosotros, jueces, es razonable que hayamos testificado la verdad, sino también los demás parientes. Porque pensad, en primer lugar, que los maridos de nuestras hermanas jamás habrían declarado en falso sobre Eufileto: la madre de éste se había convertido en madrastra de nuestras hermanas y casi siempre acostumbran a tener discrepancias mutuas las madrastras y las hijastras; de modo que si éste le hubiese nacido a la madrastra de algún otro hombre y no de nuestro padre, jamás, ciudadanos, nuestras hermanas habrían permitido que sus maridos testificaran  ni se lo habrían consentido. Y por cierto, tampoco nuestro tío, que lo es por parte de madre e indudablemente no tiene con él ningún parentesco, habría querido, jueces, presentar a favor de la madre de éste un testimonio falso, que nos causa un daño evidente, si, pese a ser extranjero, lo adoptamos como hermano nuestro. Además, jueces, ¿cómo alguno de vosotros podría acusar de falso testimonio a Demárato, aquí presente, y a Hegemón y Nicóstrato, que, en primer lugar, son conocidos por no haber hecho nunca nada vergonzoso y, en segundo lugar, siendo parientes nuestros y conociéndonos a todos, han atestiguado cada uno su parentesco con Eufileto, aquí presente? Así que con gusto preguntaría al más respetable de nuestros oponentes si hay algún otro medio de poder demostrar que es ateniense, distinto a este por el que nosotros demostramos que Eufileto lo es. Yo creo que él no podría decir nada más, salvo que su madre es ciudadana y esposa legítima y su padre ciudadano, y podría presentar como testigos de que esto es cierto a sus parientes. Luego, jueces, si nuestros adversarios estuvieran en peligro de ser condenados, os pedirían que confiarais más en el testimonio de sus familiares que en los acusadores; pero ahora que os hemos presentado todas estas pruebas, ¿os van a pedir que deis más crédito a sus palabras que al padre de Eufileto, a mí, a mi hermano, a los miembros de la fratría y a todo nuestra familia? Y por cierto, nuestros adversarios actúan así, sin correr ningún peligro, por una enemistad privada, mientras que nosotros declaramos arriesgándonos todos a un proceso por falso testimonio. Junto a estos testimonios, jueces, en primer lugar la madre de Eufileto, que nuestros oponentes admiten ciudadana, quería prestar juramento  ante el árbitro, en el Delfinio, de que realmente Eufileto, aquí presente es hijo suyo y de nuestro padre. Y en verdad, ¿quién debía saberlo mejor que ella? En segundo lugar, jueces, nuestro padre, que lógicamente es quien, después de su madre, conoce mejor a su hijo, tanto entonces como ahora desea jurar que Eufileto, aquí presente, es hijo suyo nacido de una ciudadana y esposa legítima suya. Además, jueces, resulta que yo tenía trece años, como dije antes también, cuando éste nació y estoy dispuesto a jurar que, en verdad, Eufileto, aquí presente, es mi hermano paterno. De modo, jueces, que sería justo considerarais más fiables nuestros juramentos que las palabras de nuestros adversarios porque nosotros, que lo conocemos perfectamente, queremos prestar juramento sobre él, mientras que nuestros adversarios dicen esto porque lo han oído a sus enemigos o lo inventan ellos mismos. Además, jueces, nosotros hacemos comparecer como testigos ante los árbitros y ante vosotros a nuestros familiares, de los que no es justo desconfiar; nuestros adversarios, en cambio, cuando Eufileto incoó el primer proceso contra la comunidad del demo y el demarco de entonces, que ahora está muerto, pese a que el árbitro tuvo el caso durante dos años, no pudieron hallar ningún testimonio de que Eufileto es hijo de otro padre distinto del nuestro. Para los árbitros éste era el indicio más importante de que nuestros oponentes mentían y uno y otro dictaminaron contra ellos.»
 [El texto pertenece a la edición en español de RBA, 2007, en traducción de María Dolores Jiménez López. ISBN: 978-84-473-5413-9.]

lunes, 26 de agosto de 2019

Toba Tek Singh.- Saadat Hasan Manto (1912-1955)

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La última voluntad de Gormukh Singh 

«Al principio sólo se produjeron algunos casos dispersos de apuñalamientos, pero después comenzaron a llegar noticias de altercados constantes entre ambas partes, en los que se usaban cuchillos, navajas, kirpan, espadas y rifles. En ocasiones también llegaban noticias de explosiones de bombas de fabricación casera.
 En Amritsar prácticamente todo el mundo pensaba que estos enfrentamientos entre comunidades no durarían mucho y que, en cuanto se enfriaran los ánimos, todo volvería a la normalidad. Anteriormente ya se habían producido allí varias revueltas que no habían durado mucho. Unos diez o veinte días de alboroto y luego, poco a poco, todo volvía a ser como antes. Por eso, a tenor de las experiencias pasadas, todos pensaban que aquel fuego se iría extinguiendo por sí solo hasta apagarse. Sin embargo, no fue así, y por el contrario, la intensidad de las revueltas fue aumentando día a día.
 Los musulmanes que vivían en barrios hindúes comenzaron a huir, e igualmente los hindúes que vivían en barrios musulmanes abandonaron sus casas y sus posesiones para refugiarse en un lugar seguro. Todos pensaban que esta sería una medida temporal, hasta que todo volviera a la normalidad.
 Mian Abdul Haq era un juez jubilado que estaba convencido de que todo se arreglaría enseguida; por eso no se sentía demasiado preocupado. Vivía con su hijo de once años, su hija de diecisiete y un antiguo criado de unos setenta años. Era una familia pequeña. Cuando comenzaron las revueltas, había comprado bastantes provisiones como medida de seguridad, de modo que estaba completamente tranquilo, ya que, aun en el caso de que Dios permitiera que las cosas empeoraran y cerraran las tiendas, no se tendría que preocupar por la comida ni por la bebida. Sin embargo, su joven hija, Sugra, estaba muy inquieta. Vivían en una casa de tres pisos, bastante alta en comparación con los otros edificios. Desde la azotea se veían perfectamente tres cuartas partes de la ciudad. Sugra llevaba varios días viendo fuego en algunas zonas.
 Al principio se oían las sirenas de los coches de bomberos, pero después ya ni siquiera se oía eso, ya que había fuegos por todas partes.
 Por las noches, la atmósfera era distinta. Las llamas se alzaban en medio de la profunda oscuridad y parecía como si los dioses estuvieran lanzando llamaradas de fuego por la boca. Además no hacían más que oírse ruidos extraños que, unidos a los gritos de las consignas, ya fuera de "Hare Hare Mahadev" o de "Allah Akbar", creaban un ambiente espeluznante.
 Sugra no le había confesado a su padre su miedo, ya que él les había dicho que no tenían nada que temer porque todo se iba a arreglar. Como él siempre tenía razón, estaba relativamente tranquila. Sin embargo, cuando cortaron la luz y el agua, sí que le manifestó su inquietud y, asustada, le sugirió que se marcharan unos días a Sharifpur, adonde se habían ido yendo poco a poco todos los vecinos, pero su padre no cambió de opinión y le dijo:
 -No hay por qué preocuparse inútilmente. Muy pronto se arreglará todo.
 Sin embargo, la situación, en vez de arreglarse, se deterioraba cada día más. Todos los musulmanes del barrio en que vivían se habían marchado y fue la voluntad de Dios que Mian Sahab sufriera un derrame cerebral repentino que lo dejó postrado en la cama. Su hijo, Basharat, que siempre estaba jugando por toda la casa, permaneció al lado de su padre y comenzó a darse cuenta de la complejidad de la situación.
 El mercado que había junto a su casa estaba en completo silencio. La farmacia del doctor Gulam Mustafá hacía tiempo que había cerrado. Un poco más allá estaba el doctor Goranditta Mal, pero Sugra vio desde la terraza que su consultorio también estaba cerrado con candado. El estado de su padre era bastante preocupante y ella estaba tan nerviosa que empezó a perder la cabeza. Llevándose a Basharat aparte le dijo:
 -¡Por Dios, haz algo! Ya sé que no es muy seguro salir, pero ve e intenta llamar a alguien, porque nuestro padre está muy mal.
 Basharat se marchó, pero volvió inmediatamente con el rostro amarillo como la cúrcuma. En la plaza había visto un cadáver cubierto de sangre, junto al cual había un montón de hombres sijs con el rostro tapado saqueando una tienda. Sugra abrazó a su atemorizado hermano y se sentó con resignación, pero no podía soportar ver a su padre en esa situación. Tenía la parte derecha del cuerpo totalmente paralizada, como si estuviera muerta. También le había afectado al habla y se comunicaba fundamentalmente por señas, diciéndole a Sugra que no debía preocuparse por nada, ya que con la ayuda de Dios misericordioso y bondadoso todo se arreglaría.
 No se arregló lo más mínimo. Estaba a punto de finalizar el Ramadán. Su padre pensaba que las revueltas terminarían mucho antes de Id (*), pero ahora daba la impresión de que quizás el día de Id iba a ser como el día del Juicio, ya que desde la azotea se veían alzarse nubes de humo en prácticamente todos los barrios de la ciudad y por la noche se oían unas explosiones tan horribles que Sugra y Basharat no conseguían dormir. Ella, en cualquier caso, se tenía que levantar para cuidar a su padre, pero ahora le parecía sentir esas explosiones dentro de su cabeza. A veces se quedaba contemplando impotente a su padre paralizado y a su hermano horrorizado. Además estaba Akbar, el viejo criado de setenta años, que no era de gran ayuda, ya que se pasaba todo el día en su cuarto tosiendo y expectorando. Un día Sugra se cansó y le increpó:
 -¿Para qué sirves tú? ¿No ves lo mal que se encuentra el señor? ¡Eres peor que la sal! ¡Ahora que tienes la oportunidad de hacer algo, te pasas el día en tu cuarto con la excusa del asma! ¡Hubo un tiempo en que los criados daban la vida por sus amos!»
 (*) Id ul Fitr: fiesta que marca el final del Ramadán.  
 [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Contraseña, 2012, en traducción de Rocío Moriones Alonso. ISBN: 978-84-939308-1-3.]

domingo, 25 de agosto de 2019

Memorias de Adriano.- Marguerite Yourcenar (1903-1987)

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Patientia

«Hace años, di mi permiso al filósofo Éufrates para que se suicidara. Nada parecía más simple; un hombre tiene el derecho de decidir en qué momento su vida cesa de ser útil. Yo no sabía entonces que la muerte puede convertirse en el objeto de un ciego ardor, de una avidez semejante al amor. No había previsto esas noches en que arrollaría mi tahalí en mi daga para obligarme a pensar dos veces antes de servirme de ella. Sólo Arriano ha entrado en el secreto de ese combate sin gloria contra el vacío, la aridez, la fatiga, la repugnancia de existir que culmina en el deseo de la muerte. Imposible curarse de ese deseo; su fiebre me ha dominado muchas veces haciéndome temblar por adelantado como el enfermo que siente llegar un nuevo acceso. Todo me era bueno para postergar la hora de la lucha nocturna: el trabajo, las conversaciones proseguidas insensatamente hasta el alba, los besos, los libros. Está sobreentendido que un emperador sólo se suicida si se ve obligado por razones de Estado; el mismo Marco Antonio tenía la excusa de una batalla perdida. Y mi severo Arriano admiraría menos esta desesperación nacida en Egipto, si yo no hubiera triunfado de ella. Mi propio código prohíbe a los soldados esa salida voluntaria que he acordado a los sabios; no me sentía más libre para desertar que cualquier legionario. Pero sé lo que es acariciar voluptuosamente la estopa de una cuerda o el filo de un cuchillo. Terminé por convertir ese deseo mortal en una muralla contra mí mismo; la perpetua posibilidad del suicidio me ayudaba a soportar con menos impaciencia la vida, así como la presencia al alcance de la mano de una poción sedante calma al hombre que sufre de insomnio. Por una íntima contradicción, la ansiedad de la muerte sólo dejó de imponerse en mí cuando los primeros síntomas de mi enfermedad aparecieron para distraerme de ella. Volví a interesarme en esa vida que me abandonaba; en los jardines de Sidón, deseé apasionadamente gozar de mi cuerpo algunos años más.
 Estaba de acuerdo en morir; pero no en asfixiarme; la enfermedad nos hace sentir repugnancia de la muerte, y queremos sanar, lo que es una manera de querer vivir. Pero la debilidad, el sufrimiento, mil miserias corporales, no tardan en privar al enfermo del ánimo para remontar la pendiente; pronto rechazamos esos respiros que son otras tantas trampas, esas fuerzas flaqueantes, esos ardores quebrados, esa perpetua espera de la próxima crisis. Me espiaba a mí mismo: ese sordo dolor en el pecho, ¿sería un malestar pasajero, el efecto de una comida apresurada, o bien el enemigo se preparaba a un asalto que esta vez no sería rechazado? Jamás entraba al Senado sin decirme que quizá la puerta se cerraba a mi espalda tan definitivamente como si, al igual que César, cincuenta conjurados me esperaban armados de puñales. Durante los banquetes en Tíbur, temía inferir a mis huéspedes la descortesía de una súbita partida; me aterraba la idea de morir en el baño, o en brazos de un cuerpo joven. Funciones que antaño resultaban fáciles y hasta agradables, llegan a ser humillantes cuando se las cumple con dificultad; nos cansamos del vaso de plata cuyo contenido examina el médico todas las mañanas. El mal principal va acompañado de un cortejo de afecciones secundarias. Mi oído no es tan agudo como antes; ayer, sin ir más lejos, me vi obligado a rogar a Flegón que repitiera una frase y me sentí más avergonzado de eso que de un crimen. Los meses siguientes a la adopción de Antonio fueron atroces; la estadía en Bayas, el regreso a Roma y las negociaciones posteriores habían acabado con mis pocas fuerzas. Volví a sentir la obsesión de la muerte, pero esta vez sus causas eran visibles, confesables, y mi peor enemigo no hubiera podido sonreír. Nada me retenía ya; hubiera sido comprensible que el emperador, recluido en su casa de campo luego de poner orden en los negocios del estado, tomara las medidas necesarias para facilitar su fin. Pero la solicitud de mis amigos equivale a una vigilancia constante: todo enfermo es un prisionero. Ya no me siento con fuerzas para hundir la daga en el lugar exacto, marcado antaño con tinta roja bajo la tetilla izquierda; al mal presente no hubiera hecho más que agregar una repugnante mezcla de vendajes, esponjas ensangrentadas y cirujanos discutiendo al pie del lecho. Para preparar mi suicidio necesitaba tomar las mismas precauciones que un asesino para dar el golpe.
 Pensé primeramente en Mástor, mi montero mayor, hermoso sármata brutal que me sigue desde hace años con una abnegación de perro lobo y que a veces se encarga de velar a mi puerta por la noche. Aproveché de un momento de soledad para llamarlo y explicarle lo que quería de él. Al principio no comprendió; luego la luz se hizo en él y el espanto crispó su hocico rubio. Mástor me cree inmortal, noche y día me ve entrar a los médicos en mi aposento y me oye gemir durante las punciones, sin que su fe se quebrante; para él aquello era como si el señor de los dioses, deseoso de tentarlo, bajara del Olimpo y le reclamara el golpe de gracia. Arrancándome de las manos su espada, que yo tenía empuñada, huyó gritando. Lo encontraron en el fondo del parque; divagaba bajo las estrellas en su jerga bárbara. Calmaron lo mejor posible a aquella bestia espantada, y nadie volvió a hablar del incidente. Pero a la mañana siguiente advertí que Celer había sustituido sobre la mesa de trabajo situada junto a mi lecho, un estilo de metal por un cálamo de madera.
 Busqué entonces un aliado mejor. Tenía la confianza más absoluta en Iollas, joven médico alejandrino que Hermógenes había escogido el verano pasado para que lo reemplazara durante su ausencia. Solíamos conversar y arriesgábamos hipótesis sobre la naturaleza y el origen de las cosas; me gustaba su espíritu osado y soñador y el fuego sombrío de sus ojos. No ignoraba que Iollas había descubierto en el palacio de Alejandría la fórmula de los venenos extraordinariamente sutiles que en otros tiempos utilizaban los médicos de Cleopatra. El examen de los candidatos a la cátedra de medicina que acabo de fundar en el Odeón me sirvió de excusa para alejar unos días a Hermógenes dándome oportunidad de mantener una entrevista secreta con Iollas. Me comprendió inmediatamente, me compadecía, aunque estaba obligado a darme la razón, pero su juramento hipocrático le vedaba prescribir una droga nociva a un enfermo bajo ningún pretexto. Negóse, refugiándose en su honor de médico. Insistí, exigí, empleando todos los medios posibles para inspirarle piedad o corromperlo; él ha sido el último hombre a quien he suplicado algo. Vencido, me prometió finalmente ir en busca de la dosis de veneno. Lo esperé en vano hasta la noche. Algo más tarde me enteré horrorizado de que acababan de encontrarlo muerto en su laboratorio, con una ampolleta de vidrio en la mano. Aquel corazón, puro de todo compromiso, había encontrado la manera de ser fiel a su juramento sin negarme nada.»
 [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Edhasa, 1984, en traducción de Julio Cortázar. ISBN: 84-350-0362-0.]

sábado, 24 de agosto de 2019

La enzima prodigiosa. Una forma de vida sin enfermar.- Hiromi Shinya (1935)

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Capítulo 4: Pon atención al "guión de tu vida"
La relación inseparable entre nuestros cuerpos y la tierra

«Los norteamericanos han consumido una dieta animal mucho más tiempo que los japoneses y el equilibrio intestinal no se ha trastornado por comer carne con tanta facilidad como el equilibrio intestinal de los japoneses. Con frecuencia me he preguntado por qué hay tal diferencia entre ambos. Veo algunas razones.
 En primer lugar, la cultura alimenticia cultivada a lo largo de muchos años es diferente en cada país.
 Los occidentales han consumido carne durante siglos, pero los japoneses no adoptaron esta dieta hasta el período Meiji (1868-1912), por lo que es un fenómeno bastante reciente. Los intestinos de los japoneses que han seguido durante siglos una dieta basada principalmente en granos y verduras, son 1,2 veces más largos que los intestinos de los occidentales en proporción a su tamaño corporal. Dado que sus intestinos son más largos, tardan más en excretar la comida. Como la comida queda en sus cuerpos durante más tiempo, el efecto de la carne en sus dietas es mucho mayor.
 La otra diferencia la encontramos en el suelo. El cuerpo humano y la tierra tienen una conexión inseparable. Somos capaces de comer alimentos de todo el mundo, pero todavía comemos principalmente alimentos de donde vivimos. Por lo tanto, la salud de la gente depende en gran medida del estado de la tierra de su región de origen.
 Ésta es una historia de hace algunos años, pero la primera vez que vi las verduras que se vendían en Estados Unidos quedé sorprendido por su tamaño. Las verduras japonesas, ya fuera una berenjena o un pepino, eran claramente más pequeñas. Pensé que esto se debía a que eran de diferente clase. Pero, de hecho, si plantas semillas japonesas en Norteamérica, las verduras crecerán más grandes que si lo hicieran en Japón. Esto es porque el suelo norteamericano contiene más calcio, minerales y vitaminas que el suelo japonés. Por ejemplo, hay de tres a cinco veces más calcio en una espinaca cultivada en Norteamérica que en una espinaca cultivada en Japón.
 Otro ejemplo es el brócoli. De acuerdo con algunos datos que encontré, hay 178 miligramos de calcio en 100 gramos de brócoli norteamericano. En comparación hay sólo 57 miligramos de calcio en los mismos 100 gramos de brócoli en Japón.
 Mi teoría es que aunque los norteamericanos han centrado su dieta en la carne, sus cuerpos no están tan afectados como los de los japoneses porque comen verduras que crecen en una tierra rica en nutrientes, lo cual les permite neutralizar, hasta cierto grado, el equilibrio ligeramente ácido de sus cuerpos debido a la carne.
 Años atrás había una diferencia clara entre el físico de los japoneses y de los norteamericanos. Sin embargo, los cuerpos de los japoneses son mucho más grandes que antes y la causa aparente es el cambio general a una dieta occidentalizada. En otras palabras, los hábitos alimenticios y la psique japonesa han cambiado con la importación de una cultura alimenticia consistente en carne, leche, queso y mantequilla.
 A pesar de eso, si los japoneses quieren occidentalizarse de esta manera, hay una sola cosa que no va a cambiar y es el suelo japonés. La riqueza del suelo no puede ser imitada por más que lo intenten. Uno puede decir que la riqueza del suelo está determinada por el número de pequeños animales y microorganismos que habitan en él. Pero en Japón la tierra se origina principalmente de restos volcánicos y no contiene tantos nutrientes para las bacterias del suelo.
 Así, el suelo japonés no es muy rico en nutrientes, para empezar. Los japoneses ha sido capaces de mantener el equilibrio en su dieta y salud en el pasado debido a que comían granos y verduras que crecían en la tierra, así como pescados y vegetales marinos de los océanos cercanos. Creo que esto está en línea con la naturaleza.
 No hay energía viviente en cosechas cultivadas con químicos agrícolas
 Todo en el mundo natural está conectado. Todo influye en todo y mantiene un delicado balance. Aun esas cosas que sentimos innecesarias son necesarias en el mundo natural.
 Cuando cultivamos cosechas agrícolas, los químicos agrícolas se usan con frecuencia para prevenir el daño a las cosechas por insectos nocivos. Sin embargo, "insecto nocivo" es un término acuñado por los seres humanos. En el mundo natural no puede concebirse un insecto que cause daño.
 A los humanos les disgusta cuando los insectos se meten en las cosechas agrícolas, pero la verdad es que, sean dañinos o útiles, los insectos añaden ciertos nutrientes a las cosechas cuando llegan a ellas. Ese nutriente es la quitina.
 La quitina se encuentra en las corazas de los cangrejos y camarones, también la coraza que cubre el cuerpo de los insectos está formada por quitina. Cuando los insectos se posan en las hojas de las plantas de las cosechas, las hojas secretan enzimas como la quitonasa y la quitinasa. Esas enzimas permiten a las plantas absorber pequeñas cantidades de quitina, como un nanogramo más o menos, del cuerpo y las patas del insecto y la usan como nutriente.
 De esta forma, los nutrientes que las plantas absorben de los insectos contribuyen a la vida de los animales que se comen esas plantas.
 Sin embargo, esta cadena de nutrición es interrumpida por los químicos agrícolas. En lugar de la quitina las plantas y vegetales absorben los químicos agrícolas que se usan para repeler los insectos, generando, a fin de cuentas, gran daño a los humanos que se comen esas plantas.
 Más aún, los químicos agrícolas quitan la vida de seres vivos en el suelo. Estos seres vivos son la fuente de energía para las cosechas. Las tierras de las huertas que se rocían periódicamente con químicos agrícolas carecen de gusanos o bacterias benéficas de la tierra. Dado que las cosechas no pueden crecer en tierra estéril sin energía viviente, se tiene que usar fertilizantes químicos. Las cosechas pueden crecer con los fertilizantes químicos, per su sabor y su valor nutritivo es deficiente. Ésta es la razón por la que los nutrientes de las cosechas agrícolas disminuye cada año.
 Otro peligro se genera por la irrigación de las cosechas. El agua para el uso agrícola no se esteriliza con cloro como el agua del grifo. Pero el agua está contaminada con químicos agrícolas, la contaminación de los ríos y las aguas negras. Se necesita mucha agua para hacer crecer las cosechas. Las toxinas que entran en el cuerpo humano son, hasta cierto punto, excretadas por el cuerpo al beber agua. Lo mismo se puede decir de las plantas. Sin embargo, dado que el agua de riego que se supone debe excretar las toxinas de las plantas está contaminada, es inevitable que las toxinas se acumulen en las cosechas.
 El tercer problema es el cultivo en invernadero. El propósito de usar el invernadero es reducir el daño de los insectos nocivos y controlar la temperatura. Sin embargo, el lado negativo de esto, aunque no sea del todo conocido, es que la cubierta de vinilo bloquea la luz del sol. Las plantas no se pueden mover como los animales. Por esa razón están expuestas a grandes cantidades de rayos ultravioleta. Los rayos ultravioleta del sol hacen que las plantas y animales acumulen radicales libres y se oxiden. Para que las plantas se protejan de esto poseen un mecanismo que les permite producir grandes cantidades de antioxidantes.
 Esos agentes antioxidantes incluyen las vitaminas, como la A, la C y la E, y los polifenoles como el flavonoide, el isvaflavonoide y la catequina, los cuales se encuentran  en gran cantidad en las plantas. Esos antioxidantes son producidos cuando las plantas se exponen a los rayos ultravioleta. En otras palabras, si cortas los rayos de luz usando el vinilo, la intensidad de los rayos ultravioleta que reciben las plantas se reduce. Como resultado las plantas terminan produciendo menos antioxidantes, como las vitaminas y los polifenoles.
 En la industria agrícola actual la prioridad es producir alimentos sin imperfecciones en lugar de producir alimentos con valor nutritivo.»
 [El texto pertenece a la edición en español de Santillana Ediciones Generales, 2013, en traducción de Salvador Alanís. ISBN: 978-84-03-01357-5.]