Capítulo IX
«-Aristóteles nos afirma que "la substancia de un ser consiste en ser lo que era", lo cual quiere decir la presencia en la permanencia, con lo que al mismo tiempo el verbo se sitúa en el espacio y en el tiempo. El ser está y ese estar es siempre en la permanencia. Pero no se crea, mi inquieto Foción, que voy a seguir utilizando esa jerga, ni usted ni yo vamos a ser escolásticos, y por eso no creo que debamos ir más allá de los libros de la metafísica aristotélica para tener un sentido que no sea vagoroso de la esencia y la substancia, algo como para contestar alguna interrogación inopinada, como por ejemplo, ¿la gota de oro de los alquimistas del período taoísta, es una esencia o una substancia? Y podernos sentir dignificados al responder con entereza que ese tema no tiene nada que ver con el ser esencial o el ser substancial de los aristotélicos. Pero lo que nos interesa saber es que ese ser tiene reminiscencia y tiene permanencia. El estar en su permanencia no puede tener contingencia. Desde que el ser surgió en nosotros, en la cultura griega no se altera por el andrógino o por la diada universal, que hay una categoría superior al sexo, que recuerda los mitos androginales o al que se proyecta sobre los misterios complementarios. Pero como hubo épocas anteriores a la aparición del ser en los griegos, y como casi toda la filosofía contemporánea se dirige a barrenar el ser aristotélico, podemos todavía buscar el juego de las imágenes sexuales en los muslos de oro, las orejas paridoras, las derivaciones de la relación excesiva del escita con su corcel, o de la cópula de la madre de Alejandro con una serpiente; apenas la imagen logra un punto de apoyo, la tierra vuela encontrando un centro en todas partes, logrando ese punto surge la esfera, ya tenemos un cosmos cuyo centro es la imagen, flotando en el aceite de la reminiscencia y en las brumas de un devenir que se mueve tan sólo en las llanuras de la cantidad como abstracción.
-San Agustín parece estar convencido de que el amor es un germen que se siembra también en la muerte. Así como a los biólogos, y a Goethe también, les ha seducido que dentro de la misma especie perfeccionada surja otra nueva especie, San Agustín creía que el Eros mataba algo dentro de nosotros. El amor, dice, mata "lo que hemos sido", la substancia que recuerda, los mitos previos al dualismo de los sexos, para que lleguemos "a ser lo que no éramos". Luego ya estamos en otra encrucijada: ¿los deseos sexuales surgen de la reminiscencia o del intento de formar una nueva especie, un nuevo ser, un nuevo cuerpo? En otra de sus sentencias, que guarda estrecha relación con la anterior, nos dice que el alma se enferma cuando pierde el sentimiento del dolor. La conclusión no puede ser otra, que hay un Eros de muerte que se expresa a través del sentimiento del dolor. En el pasaje de San Mateo, que aquí se ha citado, se alude a los eunucos que cantarán en el paraíso, expresando la muerte del Eros, el dolor, un salto que ni ellos mismos saben de qué reminiscencia viene ni a qué nueva especie lo conducirá. Es la avalancha de la muerte que viene sobre nosotros, es el demonio que juega su partida por adelantado, pues en el valle de la gloria no habrá bodas y todos seremos como los ángeles. Cuando por el pecado de la caída, todo se hizo concupiscible, el diablo jugó otra partida, creó dentro de la caída otra caída. El hombre procreó dentro de lo concupiscible, pero con esa segunda caída o concupiscencia, el diablo lo vuelve a llevar a su estado de inocencia, al mito indiferenciado. Es decir, el hombre va a la mujer con concupiscencia, pero el hombre vuelve al hombre por falsa inocencia, por la sombra que el demonio le regala como compañía de su cuerpo, por laberinto intestinal respirante, por escorpión que asciende en busca de la vulva para matar a su hembra.
-Prefiero retroceder a otra empalizada: el tomismo. Ahí se suma la Grecia aristotélica a la verdad revelada, es decir, como si se reuniera la substancia reminiscente de los griegos con la substancia participante en el ser substancial de los cristianos. Santo Tomás cuando habla de los pecados de lujuria, lo primero que hace su habitual método es señalar el antecedente en la patrística y principalmente en San Agustín. La frase del vehemente cartaginés que cita es: "De todos los vicios el pésimo es el que se hace contra la naturaleza." Sin rebajar la severidad agustiniana, el aquinatense lleva la maza de su razonamiento a golpear otras piedras duras, situadas en otra margen del río. En Santo Tomás hay siempre la concepción del hombre y de sus sentidos, como algo glorioso, hecho para establecer la verdad que deberá reinar en la gloria. Es decir, para Santo Tomás, la visión beatífica es una operación intelectiva, o lo que es lo mismo, al alcance de los sentidos del hombre. Entre los tres concurrentes de la visión beatífica, cita la fruición, y con frecuencia dice, "la posesión o fruición". Le llama también a la posesión, "la potencia apetitiva". Luego señala un éxtasis donde se vuelcan: apetito, posesión y delectación frutal. Y ese éxtasis que él señala, es el de la visión de la gloria.
Santo Tomás señala como dos de los pecados contra el Espíritu Santo: la envidia de la gracia fraterna y el temor desordenado de la muerte. El aquinatense comprende de inmediato que hay una gracia fraterna, regalo del Espíritu Santo, que va a ser muy odiada, muy envidiada. Al colocar también entre los pecados contra el Espíritu Santo, el temor desordenado de la muerte, quiere dar a conocer que hay un amor desordenado de la muerte, o un temor ordenado de la muerte, que son tolerables. Pero lo que queda en su fascinación de misterio es que hay una gracia fraterna, que va a ser muy combatida, que se puede caracterizar por un amor desordenado de la muerte, un apetito fruitivo que excluye la participación en el misterio de la Suprema Forma; ahí empiezan los desvíos pues existirán siempre los hombres que van por la obscuridad a participar en la forma, en la luz, pero existirán también los insuficientes, aquellos que van por la luz besando como locos las estatuas griegas de los lanzadores de discos, hasta hundirse en la obscuridad descensional y fría. Pero estos desdichados ni siquiera se acogen a la sentencia de Edipo: ¡ah obscuridad, mi luz!, sino se arrastran por la luz como ahogados, hasta que encuentran la obscuridad donde flotan. No ven cómo la noche al caer sobre el árbol le presta la fluencia inmóvil, se han quitado como un sayón la placenta creadora de la noche, sino que como saurios trepando por el poliedro de la luz, van a caer en la noche como benévola, como muerte. El hombre que ve claro en lo obscuro, jamás podrá estar dañado, pero el que ve obscuro en lo claro, jamás tendrá misterio sexual, haga lo que haga, al cobrar conciencia de ese acto tendrá una culpabilidad morosa, que es la única cosa que logra erotizarlo. Siente la culpabilidad, la presunta culpabilidad que sólo está en él, del acto de la madre al engendrarlo.»
[El texto pertenece a la edición en español de Planeta-De Agostini, 1985. ISBN: 84-7551-436-3.]
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