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domingo, 27 de marzo de 2022

Vidas vulnerables.- Pablo Simonetti (1961)


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 «Hizo sonar tres veces el timbre de parada. Los números impares le infundían seguridad. Para su imaginación eran números perfectos, equilibrados; los consideraba la base del orden de cualquier estructura sana; más aún, se los imaginaba en organización piramidal, siete, cinco, tres y sólo uno en la cúspide.
 Intentó reconocer las fachadas huidizas, pero la oscuridad reinante y el precario alumbrado público de ese sector de avenida Matucana se habían confabulado para impedírselo. El chirrido de los frenos le molestó. El rostro negligente de un pasajero adormecido en su asiento le hizo pensar en el mecánico encargado de mantenerlos. La micro se detuvo. Saltó del tercer escalón hasta la calle. No había ni un alma a la vista. Sólo la luz de un portal, a unos veinte metros de distancia, cortaba el denso fluido de la noche. Si bien Matucana era una avenida con cierta animación, esas cinco cuadras, entre Mapocho y Carrascal, se despoblaban por completo una vez que se iba la luz. Creía vivir en un barrio muerto, a pesar de tener la certeza de que tras la fachada continua de las casas se desarrollaba un monótono hormigueo familiar. Pensó en las catacumbas, en vidas subrepticias, en el silencio que provoca el miedo. Pensó en su propia vida al interior de su cuarto. De ser posible, hubiera preferido pasar todo el día y la insomne noche en su cuarto, sin que nada de la puerta hacia fuera lo perturbara. Pero estaba su madre, estaba su padre, estaba el recuerdo de su hermana muerta y su obligación de participar de la vida familiar: comer en la mesa, saludar por la mañana, responder a las preguntas que recibía como tiros al llegar. Hubiera preferido permanecer quieto en su cama observando la pulcritud de su pequeño mundo antes que salir cada día rumbo a la universidad. Los desafíos de tomar micro e ir a terapia con la psicóloga del departamento de bienestar estudiantil, tres veces por semana, lo tenían agotado. Con el solo fin de prepararse de la mejor manera, se había impuesto una serie de rituales que involucraban bajarse en ciertos paraderos y esperar la próxima micro y así llegar en una suma de segmentos impares hasta República con la Alameda. Había ciertos paraderos claves en esta secuencia. Existía, según él, cierta progresión aritmética en los tramos. El primero, sólo unas pocas cuadras desde la esquina donde se subía hasta la Quinta Normal, tres minutos en el tráfico de la mañana. El segundo, un trecho más lento, diez minutos y la vista del abrazo acogedor de la Estación Central. El último, el tramo de la Alameda, el más largo, diecisiete minutos. Término inicial tres, razón siete. Otro de sus ritos consistía en acercarse a una fuente de agua cercana al quiosco del patio principal: se inclinaba siete veces y cada vez daba tres sorbos. No tener sed era fundamental para evitar desconcentrarse durante la sesión. No le había contado nada de esto a la psicóloga, le daba vergüenza hacerlo y prefería tomarlo como una ofrenda secreta, como una manda.
 A causa de la luminosidad de una ventana vio proyectarse su propia sombra sobre la vereda. Era un muchacho de mediana estatura y su figura no decía nada particular acerca de él. Tenía una cabeza de estructura más o menos cúbica, ojos verdes de mirada fija y un pelo a punto de erizarse en púas. Era delgado, sus paseos en bicicleta de los fines de semana y durante el verano lo ayudaban a estar en forma. Se había percatado de que ejercía cierto atractivo sobre las mujeres, sin embargo era virgen y no tenía la tranquilidad de espíritu para animarse a salir con una de las compañeras que se habían mostrado animosas con él. La posibilidad de que una mujer se diera cuenta de su problema lo aterraba y no tenía modo de imaginarse envuelto en una relación. Tal cosa implicaría un notorio cambio en su rutina y no estaba seguro de ser capaz de enfrentarlo. No, definitivamente salir con una mujer significaría salir de su cuarto, interferir su diario viaje de ida y vuelta a la universidad, alterar los horarios de sus paseos en bicicleta. Un fin de semana del año anterior había ido a una discoteca con un compañero: no tener una idea clara de las dimensiones del lugar, estar sumergido en un lago de sudores ajenos, verse agredido por el contacto de pieles extrañas, casi lo enloqueció. No resistió más de diez minutos dentro. Corrió escaleras arriba y vomitó a la salida, a vista y presencia de una fila de jóvenes que esperaban su turno para entrar.
 Una casona blanca deshabitada que rompía el frontis continuo del barrio, constituía un hito en su camino del paradero a la casa. Del segundo piso de la mole sobresalía un par de balcones de fierro en franco estado de oxidación, que semejaban dos enormes y viejas dentaduras corroídas por el tabaco. Miguel había notado su abandono hacía muchos años y la idea de su progresivo deterioro había alimentado sus fantasías. En su época adolescente se detenía a observarla para encontrar algo que delatara el avance de su ruina. Tal era su modo de quererla en ese entonces: deseaba ser testigo de su fin, incluso a veces pedía con todas sus fuerzas que el próximo terremoto lo sorprendiera frente a la casona, para así verla derrumbarse con toda la nobleza de su pesada contextura. Sin embargo, las cosas habían cambiado con el tiempo; ahora Miguel, cuando pasaba frente a ella, deseaba encontrarla exactamente igual al día anterior. Comprobar que nada había cambiado era uno de sus principales ritos del último tiempo y sus visitas a la casona blanca se repetían varias veces al día. Le horrorizaba la idea de encontrarse con la puerta desquiciada o un pedazo de techo tragado hacia el interior. Pensaba que si algo de esa naturaleza ocurría, una parte de él también se desquiciaría para siempre. Peor aún, estaba convencido de que uno de sus padres sufriría una tragedia. La oscuridad de esa noche se mostró indulgente con sus necesidades. En la casona nada parecía estar fuera del lugar. Siguió su camino en calma. De pronto, sin mediar razón, dudó de lo que había visto. No sería capaz de dormir, pensó, si no la observaba con mayor detención. Volvió sobre sus pasos y se presentó una vez más ante ella. Con la cabeza entre dos barras de la herrumbrosa reja, se dedicó a examinarla en estricto orden. Llevaba meses perfeccionando la metodología y había creado una secuencia que lo dejaba satisfecho. Un profesor de anatomía en el auditorio de una morgue no hubiera sido más preciso en el examen de un cadáver.
Resultado de imagen de pablo simonetti vidas vulnerables A medida que se fue acercando a la casa de sus padres, que se diferenciaba de las casas vecinas gracias a una puerta azul, sintió que no podía llegar hasta ella, que algo le impedía entrar de una vez por todas. La imagen de un balcón de la casona blanca precipitándose al suelo lo sobresaltó de tal manera que se puso rígido y no pudo seguir caminando. Deseaba volver a examinarla, pero la sola idea lo avergonzaba. La armonía del número tres se le hizo presente y sus músculos se distendieron en el acto. Si examinaba la casa por tercera vez, las cosas quedarían bien compensadas: lo bueno de la primera visita con la inseguridad de la segunda, se equilibrarían, y consciente de que era un pensamiento en exceso grandioso, pensó que una tercera visita le devolvería al universo cierto orden necesario. En ingeniería había estudiado el concepto de la entropía, para algunos una medida del desorden universal. El profesor de Termodinámica había asegurado que la entropía era sólo susceptible de aumentar y, por lo tanto, cualquier transferencia de energía o de masa contribuía a acrecentar el desorden del universo. Miguel se dijo que el profesor estaba equivocado. No le cupo duda que una tercera inspección contribuiría a disminuir el caos existente. El examen fue aún más lento y minucioso, esperó el paso de los autos, a esa hora muy escasos, para robar su luz pasajera. De pronto, con ayuda del resplandor de un par de focos, vio una rata enorme asomarse bajo el alero de la techumbre, saltar al patio polvoriento y desaparecer en la oscuridad. La idea de que proviniera del interior de la casona lo desconcertó. No supo cómo organizar sus pensamientos para sobreponerse a la inesperada visión; la casa había perdido su inmutabilidad de golpe. Imaginó el menoscabo infligido por el ir y venir de decenas de ratas, la polvareda levantada por sus carreras y grescas, creyó percibir el hedor de sus orines y fecas. El polvo no le importaba, lo consideraba una bendición para la casona, una sábana bautismal; en cambio, la corrupta naturaleza de los roedores volvía todo inmundo y por lo tanto incontrolable. Se apresuró camino a la casa de sus padres para hacer el intento de dejar atrás la nube que había enturbiado el orden en su cabeza. Ya no había secuencia de ideas posible que lo calmara.
 -¿Miguel, hijo, dónde andabas? Son más de las diez. Si vas a llegar tarde, avísame –dijo su madre mientras se acercaba y lo besaba en la mejilla.
 Era la única persona por quien se dejaba besar. Ella tenía 45 años y traía una vida difícil a cuestas. Su rostro se hallaba invadido de arrugas prematuras. Vestía su uniforme casero, un delantal floreado sin formas. Aún sufría por la muerte de su hija a los seis años de edad a causa de una leucemia. No había dejado de culparse. Cierta indolencia ante los primeros síntomas la atormentaba.»

   [El texto pertenece a la edición en español de Parramón Ediciones, 2010, pp. 141-146. ISBN: 978-84-92781-15-7.]

domingo, 25 de agosto de 2019

Memorias de Adriano.- Marguerite Yourcenar (1903-1987)

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Patientia

«Hace años, di mi permiso al filósofo Éufrates para que se suicidara. Nada parecía más simple; un hombre tiene el derecho de decidir en qué momento su vida cesa de ser útil. Yo no sabía entonces que la muerte puede convertirse en el objeto de un ciego ardor, de una avidez semejante al amor. No había previsto esas noches en que arrollaría mi tahalí en mi daga para obligarme a pensar dos veces antes de servirme de ella. Sólo Arriano ha entrado en el secreto de ese combate sin gloria contra el vacío, la aridez, la fatiga, la repugnancia de existir que culmina en el deseo de la muerte. Imposible curarse de ese deseo; su fiebre me ha dominado muchas veces haciéndome temblar por adelantado como el enfermo que siente llegar un nuevo acceso. Todo me era bueno para postergar la hora de la lucha nocturna: el trabajo, las conversaciones proseguidas insensatamente hasta el alba, los besos, los libros. Está sobreentendido que un emperador sólo se suicida si se ve obligado por razones de Estado; el mismo Marco Antonio tenía la excusa de una batalla perdida. Y mi severo Arriano admiraría menos esta desesperación nacida en Egipto, si yo no hubiera triunfado de ella. Mi propio código prohíbe a los soldados esa salida voluntaria que he acordado a los sabios; no me sentía más libre para desertar que cualquier legionario. Pero sé lo que es acariciar voluptuosamente la estopa de una cuerda o el filo de un cuchillo. Terminé por convertir ese deseo mortal en una muralla contra mí mismo; la perpetua posibilidad del suicidio me ayudaba a soportar con menos impaciencia la vida, así como la presencia al alcance de la mano de una poción sedante calma al hombre que sufre de insomnio. Por una íntima contradicción, la ansiedad de la muerte sólo dejó de imponerse en mí cuando los primeros síntomas de mi enfermedad aparecieron para distraerme de ella. Volví a interesarme en esa vida que me abandonaba; en los jardines de Sidón, deseé apasionadamente gozar de mi cuerpo algunos años más.
 Estaba de acuerdo en morir; pero no en asfixiarme; la enfermedad nos hace sentir repugnancia de la muerte, y queremos sanar, lo que es una manera de querer vivir. Pero la debilidad, el sufrimiento, mil miserias corporales, no tardan en privar al enfermo del ánimo para remontar la pendiente; pronto rechazamos esos respiros que son otras tantas trampas, esas fuerzas flaqueantes, esos ardores quebrados, esa perpetua espera de la próxima crisis. Me espiaba a mí mismo: ese sordo dolor en el pecho, ¿sería un malestar pasajero, el efecto de una comida apresurada, o bien el enemigo se preparaba a un asalto que esta vez no sería rechazado? Jamás entraba al Senado sin decirme que quizá la puerta se cerraba a mi espalda tan definitivamente como si, al igual que César, cincuenta conjurados me esperaban armados de puñales. Durante los banquetes en Tíbur, temía inferir a mis huéspedes la descortesía de una súbita partida; me aterraba la idea de morir en el baño, o en brazos de un cuerpo joven. Funciones que antaño resultaban fáciles y hasta agradables, llegan a ser humillantes cuando se las cumple con dificultad; nos cansamos del vaso de plata cuyo contenido examina el médico todas las mañanas. El mal principal va acompañado de un cortejo de afecciones secundarias. Mi oído no es tan agudo como antes; ayer, sin ir más lejos, me vi obligado a rogar a Flegón que repitiera una frase y me sentí más avergonzado de eso que de un crimen. Los meses siguientes a la adopción de Antonio fueron atroces; la estadía en Bayas, el regreso a Roma y las negociaciones posteriores habían acabado con mis pocas fuerzas. Volví a sentir la obsesión de la muerte, pero esta vez sus causas eran visibles, confesables, y mi peor enemigo no hubiera podido sonreír. Nada me retenía ya; hubiera sido comprensible que el emperador, recluido en su casa de campo luego de poner orden en los negocios del estado, tomara las medidas necesarias para facilitar su fin. Pero la solicitud de mis amigos equivale a una vigilancia constante: todo enfermo es un prisionero. Ya no me siento con fuerzas para hundir la daga en el lugar exacto, marcado antaño con tinta roja bajo la tetilla izquierda; al mal presente no hubiera hecho más que agregar una repugnante mezcla de vendajes, esponjas ensangrentadas y cirujanos discutiendo al pie del lecho. Para preparar mi suicidio necesitaba tomar las mismas precauciones que un asesino para dar el golpe.
 Pensé primeramente en Mástor, mi montero mayor, hermoso sármata brutal que me sigue desde hace años con una abnegación de perro lobo y que a veces se encarga de velar a mi puerta por la noche. Aproveché de un momento de soledad para llamarlo y explicarle lo que quería de él. Al principio no comprendió; luego la luz se hizo en él y el espanto crispó su hocico rubio. Mástor me cree inmortal, noche y día me ve entrar a los médicos en mi aposento y me oye gemir durante las punciones, sin que su fe se quebrante; para él aquello era como si el señor de los dioses, deseoso de tentarlo, bajara del Olimpo y le reclamara el golpe de gracia. Arrancándome de las manos su espada, que yo tenía empuñada, huyó gritando. Lo encontraron en el fondo del parque; divagaba bajo las estrellas en su jerga bárbara. Calmaron lo mejor posible a aquella bestia espantada, y nadie volvió a hablar del incidente. Pero a la mañana siguiente advertí que Celer había sustituido sobre la mesa de trabajo situada junto a mi lecho, un estilo de metal por un cálamo de madera.
 Busqué entonces un aliado mejor. Tenía la confianza más absoluta en Iollas, joven médico alejandrino que Hermógenes había escogido el verano pasado para que lo reemplazara durante su ausencia. Solíamos conversar y arriesgábamos hipótesis sobre la naturaleza y el origen de las cosas; me gustaba su espíritu osado y soñador y el fuego sombrío de sus ojos. No ignoraba que Iollas había descubierto en el palacio de Alejandría la fórmula de los venenos extraordinariamente sutiles que en otros tiempos utilizaban los médicos de Cleopatra. El examen de los candidatos a la cátedra de medicina que acabo de fundar en el Odeón me sirvió de excusa para alejar unos días a Hermógenes dándome oportunidad de mantener una entrevista secreta con Iollas. Me comprendió inmediatamente, me compadecía, aunque estaba obligado a darme la razón, pero su juramento hipocrático le vedaba prescribir una droga nociva a un enfermo bajo ningún pretexto. Negóse, refugiándose en su honor de médico. Insistí, exigí, empleando todos los medios posibles para inspirarle piedad o corromperlo; él ha sido el último hombre a quien he suplicado algo. Vencido, me prometió finalmente ir en busca de la dosis de veneno. Lo esperé en vano hasta la noche. Algo más tarde me enteré horrorizado de que acababan de encontrarlo muerto en su laboratorio, con una ampolleta de vidrio en la mano. Aquel corazón, puro de todo compromiso, había encontrado la manera de ser fiel a su juramento sin negarme nada.»
 [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Edhasa, 1984, en traducción de Julio Cortázar. ISBN: 84-350-0362-0.]

domingo, 11 de agosto de 2019

El papel pintado amarillo.- Charlotte Perkins Gilman (1860-1935)

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«Resulta verdaderamente extraño que gente normal como John, o yo misma, alquile una casa señorial en verano.
 Una mansión colonial, un patrimonio heredado, una casa encantada, el ideal romántico de felicidad a mi alcance -¡pero eso sería pedirle mucho al destino!
 Sin embargo, quiero manifestar, pecando de arrogancia, que aquí hay algo raro.
 Si no, ¿por qué tiene un arrendamiento tan bajo? Y ¿por qué lleva tanto tiempo sin inquilinos?
 John se ríe de mí, claro, pero eso es algo que una ya espera cuando se casa.
 John es un hombre práctico, pero llevado al extremo. No es nada tolerante con las cosas de la fe, le horrorizan las supersticiones y se mofa abiertamente de todo aquello que no siente o ve, o de lo que no se puede resumir en cifras.
 John es médico, y quizá (esto no se lo diría ni a un moribundo, por supuesto, pero estoy ante un simple papel y exteriorizarlo me aporta un gran alivio mental), quizá sea uno de los motivos por los que no mejoro.
 ¡Ya ves que él no cree que yo esté enferma!
 Y ¿qué puedo hacer?
 Cuando un médico de renombre, que además es tu propio marido, afirma a amigos y familiares que no me pasa nada y que lo que tengo es una depresión nerviosa, una mera tendencia histérica, ¿qué puede hacer una?
 Mi hermano, que es médico y también de buena reputación, opina lo mismo.
 Así que tomo fosfatos y fosfitos -sea lo que sea eso- y estimulantes, y doy paseos y me da el aire y hago ejercicio y tengo absolutamente prohibido "trabajar" hasta que me recupere.
 Yo, personalmente, no comparto esas ideas.
 Yo, personalmente, creo que trabajar en un ambiente amigable, con entusiasmo y haciendo cosas variadas me haría bien.
 Pero ¿qué se supone que debe hacer una?
 Pese a su opinión, me dediqué a escribir durante una temporada y, sin embargo, tener que hacerlo a escondidas me agota de tal manera...; pero, o me comporto con astucia o me encontraré con una fuerte oposición.
 A veces imagino que, en mi estado, si en vez de tanta prohibición hallara más compañía y más estímulos...; pero John dice que lo peor que puedo hacer es pensar en mi estado, y eso siempre me hace sentir mal -debo confesarlo.
 Así que voy a evitar pensar en ello y hablaré de la casa.
 ¡Qué lugar tan bonito! Está bastante aislada, bien alejada de la carretera y a unos cinco kilómetros del pueblo.  Me hace rememorar lugares de Inglaterra sobre los que he leído; hay setos y muros y cancelas con pestillos, y multitud de casas pequeñas con terreno alrededor para los amantes de la jardinería o para el disfrute de la gente.
 ¡Tiene un jardín adorable! Nunca había visto un jardín así, grande y umbrío, lleno de caminos perfilados por setos de boj con bancos cubiertos por pérgolas emparradas.
 En su momento también debió de haber invernaderos, pero ahora están rotos.
 Existía algún problema jurídico -creo-, algo entre los herederos y los coherederos. Fuera por el motivo que fuera, el lugar llevaba años vacío.
 Eso cercena mi predisposición por lo fantasmagórico, me temo, pero ¡me da lo mismo! En esta casa hay algo raro; puedo sentirlo.
 Llegué incluso a comentárselo a John una noche con luna, pero dijo que lo que yo sentía era una corriente de aire y, a continuación, cerró la ventana.
 En ocasiones me enfado con John sin motivo. Estoy segura de que nunca he estado tan sensible, y creo que se debe a mi estado de nervios.
 Pero John dice que, si sigo sintiéndome así, voy a perder el autocontrol; así que hago grandes esfuerzos por contenerme, al menos delante de él, pero me agoto.
 No me gusta nada nuestro dormitorio. Yo prefería uno de la planta baja que tiene salida al porche y rosas en la ventana, y unos bonitos y tradicionales bandós de chintz, pero John no quiso oír hablar de ello.
 Decía que esa habitación no tenía más que una ventana, que carecía del espacio necesario para poner dos camas y que, si decidía cambiar, no había cerca otro dormitorio.
 Es muy atento y cariñoso y apenas me deja moverme sin marcarme una pauta para cada cosa.
 Me prepara una programación con cada hora del día y se ocupa de mí en todo momento, y yo siento que soy una desagradecida despreciable por no valorarlo más.
 Comentó que si habíamos venido aquí había sido sólo por mí, pues iba a disfrutar de un reposo perfecto y de un montón de aire puro.
 -El ejercicio que hagas, querida, dependerá de tu resistencia física -decía-, y comerás tanto como apetito tengas, pero el aire lo inhalarás constantemente.
 Así que instalamos la enfermería en la parte alta de la casa.
 Es un habitación grande y ventilada que ocupa casi toda la planta, con ventanas orientadas a todas las direcciones y con aire y sol en abundancia. En sus orígenes debió de ser el cuarto de los niños y después el de los juegos y un gimnasio, diría yo, porque las ventanas tienen rejas para los críos pequeños y en las paredes hay anillas y otros artilugios.
 Por el aspecto de la pintura y del papel diría que aquí hubo instalada una escuela infantil. Alrededor del cabecero de la cama, aproximadamente hasta donde yo alcanzo y, al otro lado de la habitación, en toda una franja ancha pegada al suelo, lo han arrancado a grandes trazos -el papel-. En mi vida he visto un papel más feo.
 Es uno de esos flamantes y descontrolados diseños que cometen, a su paso, todo tipo de tropelías artísticas.
 Es lo suficientemente apagado como para confundir a quien lo observa, lo suficientemente pronunciado para irritar e inducir a su estudio de continuo, y, si sigues sus curvas inciertas y poco convincentes durante un pequeño trecho, verás que de repente se suicidan: se sumergen en ángulos atroces y se destruyen a sí mismas en insólitas contradicciones.
 El color es repulsivo, casi repugnante: un ocre sucio y reprimido, curiosamente descolorido por el lento avance de los rayos del sol.»
 [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Contraseña, 2012, en traducción de Maria José Chuliá. ISBN: 978-84-939308-2-0.]