jueves, 8 de agosto de 2019

La saga/fuga de J.B..-Gonzalo Torrente Ballester (1910-1999)

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Capítulo III: Scherzo y fuga
Scherzo y fuga

«Ese día, o más bien esa noche, me encontré con que yo ya no era quien solía, sino yo mismo. Bueno. Dicho así, de repente, puede parecer raro, fantástico, e incluso ofensivo, sobre todo para los que no dejan de ser quien son durante un año entero, día tras día, al levantarse de la cama, al salir de casa, al entrar en la iglesia, al comer y al dormir. ¡Principalmente al dormir, que es el mejor momento para hacer trampas al principio de identidad, para lanzarse alocadamente a la carrera de los desdoblamientos o las multiplicaciones, cualquier cosa que destruya la tautología siniestra con que cada mañana nos insulta el espejo! Pero yo carecí de esa suerte, al menos durante cierto tiempo, ese en que al encontrarme con que yo no era el mismo, fui otro y otro más, fui no sé cuántos otros, aunque entre ellos y yo hubiera ciertas afinidades que, con exageración, pudieran conceptuarse de trámites para la equiparación final, para la integración total, y que el itinerario que recorrí mientras duró la aventura, pudiera a la postre -y bien pensado- resultar un viaje por dentro de mí mismo, secretos e ignorados vericuetos de mi yo, o al menos por el interior de algo o de alguien que, sin ser yo enteramente, lo fuera en cierto modo. Esto resulta confuso, lo comprendo, pero no puedo contar, y menos explicar con claridad suficiente, lo que para mí permanece todavía oscuro, lo que me sigue bombardeando con preguntas para las que no hay respuesta, lo que me solicita resplandores que no me aclaran nada. No sé decir, por ejemplo, si se trató de un súbito y prolongado ensimismamiento, o de una inesperada, casi mortal, o al menos arriesgada enajenación. Desde que soy niño he deseado no ser yo mismo aunque sin dejar de serlo. Como no presumo de original, quiero suponer que algo parecido le sucederá a cada quisque. Lo deseé con vehemencia desde el instante mismo en que comprendí quién era aquel niño torcido y feo que me miraba desde el otro lado del espejo. En general, todos los niños quieren alguna vez ser el papa, el cura, el gato, el águila y el triángulo isósceles, y con cierta frecuencia lo consiguen, hasta que un día olvidan todo y se conforman -o se resignan- a ser los mismos de una vez para siempre y con la esperanza de no cambiar demasiado, porque no es respetable llegar a los cuarenta siendo distinto que a los veinte. El principio de identidad es la columna vertebral de la persona, y cuanto más sencilla es la columna, mejor. Pero yo, a pesar de mi apasionada voluntad de cambiarme en lo que fuera -en general, quería ser cualquier cosa o persona que me pareciese bella, o gallarda, o imponente, por ejemplo, el Sargento de la Guardia Civil del cuartelillo de mi pueblo-, no lo conseguí jamás, y por eso llegué a mayorcito sin perder la costumbre, soñando siempre con imposibles pero satisfactorias transformaciones. Ahora pienso que a causa de cualquier predisposición congénita, perfeccionada por ese hábito, me fue más fácil, cuando llegó el momento, dejar de ser quien era incluso antes de llegar a ser el otro. Miren: no pertenece al orden de lo que se entiende, sino al de lo que se siente, como cuando le dan a uno una buena bofetada. De repente observé que me apartaba de una cosa como si me desprendiera, y me pareció que la operación se desarrollaba más o menos como cuando se arranca de algo sólido y recio una tira adherente, de tafetán o esparadrapo. Llegué a ver cómo las minúsculas briznas de pegamento se estiraban como hilillos elásticos que hicieran, además, un ruido muy sutil que casi no se oía. Y conforme sentía, vi cómo me desprendía; vi, oí, sentí cómo me alejaba indiferente, y que lo aquí quedaba no era nada. Aquí quedaba lo de fuera, entre cielo y tierra fluctuante, y allí iba yo marchando, más lejos cada vez, sin sentir ese dolor que debe sentirse cuando uno se desprende de lo que es y deja entonces de serlo. Vamos, lo digo a juzgar por la firmeza de mis pasos. Conviene no confundir, y yo mismo me cuido de no hacerlo, ese momento y la facultad o posibilidad que comporta, con mis emigraciones o salidas cuando yacía en la cárcel de la Inquisición vallisoletana, literalmente aherrojado: aquello nunca fue, propiamente hablando, separación, sino el ejercicio de una propiedad que todos los hombres tienen en potencia y que llegarán a ejercitar en acto cuando la Ciencia descubra, explore y ponga al alcance de todos esos recónditos ámbitos del Cosmos que ahora designamos con el nombre provisional de misterio. (¡El lío que se va a armar entonces va a ser de los que marcan época!). La diferencia que acabo de señalar plantea la primera cuestión insoluble. ¿Quién quedaba y quién se iba? Si el que se iba era yo, ¿por qué también se llamaba yo el que se quedaba? Y si era yo el que quedaba, ¿quién era aquél que ya se había ido, que ya había desaparecido, contento y campechano de haber dejado de ser yo? La confusión se debe a alguna imperfección del lenguaje, al uso deficiente de los pronombres personales, a esa culpable manía de usar la misma palabra para nombrar cosas tan diferentes como lo que queda y lo que marcha. Ininteligible, claro, pero no por mi culpa. Ininteligible ante todo para mí, pero sólo por  mi manía de investigarlo todo nada más que por lo contento que queda uno, por la sensación de poder que se experimenta cuando se acaba comprendiendo algo que tiene intríngulis.»
 [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Destino, 1985. ISBN: 84-233-1038-8.]

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