sábado, 3 de agosto de 2019

Tres tristes tigres.- Guillermo Cabrera Infante (1929-2005)

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Bachata
I

«Viajar con Cué es hablar, pensar, asociar como Cué y ahora que él está callado aprovecho para mirar y viendo el mar, mirando cómo el ferry de Miami avanza hacia el canal de la bahía navegando por el filo del muro, equivocado de mar, saliendo de entre nubes horizontales formando una natural nube atómica, un hongo potable que se tragará la salada, sedienta corriente del Golfo, viendo cómo el sol de la tarde descubre pepitas en cada una de las ventanas de los treinta pisos del Focsa y al convertir en El Dorado a esa mole obscena no hace más que poner empastes de oro en la enorme muela habitada, mirando con ese placer único que produce acercarse a una velocidad uniforme y constante a un punto dado, que es el secreto del cine, oyendo ahora una melodía que puede ser el acompañamiento musical, música de fondo y la voz de actor de Cué completa la ilusión al tiempo que la hace trizas.
 -¿Qué te parece Bach a sesenta? -me dice.
 -¿Cómo? -le digo.
 -Bach, Juan Sebastián, el barroco marido fornicante de la reveladora Ana Magdalena, el padre contrapuntístico de su armonioso hijo Carl Friedrich Emmanuel, el ciego de Bonn, el sordo de Lepanto, el manco maravilloso, el autor de ese manual de todo preso espiritual, El Arte de la Fuga -me dice-. ¿Qué diría el viejo Bacho si supiera que su música viaja por el Malecón de La Habana, en el trópico, a sesenta y cinco kilómetros por hora? ¿Qué le daría más miedo? ¿Qué sería pavoroso para él? ¿El tempo a que viaja sonando el bajo continuo? ¿O el espacio, la distancia hasta donde llegaron sus ondas sonoras organizadas?
 -No lo sé. No había pensado -y de veras que nunca lo pensé, ni antes ni ahora.
 -Yo sí -me dice-. He pensado que esa música, que ese sutil concierto grueso -y deja un espacio vacío de sus frases dramáticas pedantes para que lo llene la música- fue creado para oírse en Weimar, en el siglo XVII, en un palacio alemán, en la sala de música, barroca, a la luz de candelabros, en una quietud no sólo física sino también histórica: una música para la eternidad, es decir, para la corte ducal.
 El Malecón pasaba por debajo del auto hecho un plano de asfalto, a los lados en forma de casas picadas por el salitre y el muro inacabable y arriba por los cielos nublados en parte y el sol que bajaba incoerciblemente como Ícaro, hacia el mar. (¿Por qué este mimetismo? Siempre termino siendo lo que los otros: díganme cómo hablo y les diré quién soy, que es como decir con quién ando.) Oía a Bach ahora por los intersticios de la explicación y pensé en los juegos verbales que hubiera hecho Bustrófedon de estar vivo: Bach, Bachata, Bachanal, Baches (que había en el pavimento, rompiendo el continuo espacial del Malecón), Bachillerato, Bacharat, Bacaciones -y oírlo hacer un diccionario con una sola palabra.
 -Bach -dice Cué- que fumaba tabaco y bebía café y fornicaba como cualquier habanero, pasea ahora con nosotros. Tú sabes que escribió una cantata al café -¿me preguntaba?- y otra al tabaco, al que hizo un poema que me sé: "Siempre que cojo mi tabaco y lo enciendo / y fumo para dejar pasar el tiempo / mis pensamientos, cuando me siento y tiro, / vienen a parar en una visión triste y gris y tenue: / eso prueba que me meto / muy bien dentro del humo" -dejó de citar, de recitar-. ¿Qué te parece el Viejo? Es casi un punto guajiro. ¡Carajo! -Hizo un silencio para oír, para hacerme oír-. Oye ese ripieno inmediato, Silvestre viejo, haciéndose cubano por este Malecón y que sigue siendo Bach sin ser Bach precisamente. ¿Cómo lo explicarían los físicos? ¿La velocidad puede ser un calderón constante? ¿Qué diría de esto Albert Schweitzer?
 ¿Hablando en swahili?, pensé yo.
 Cué manejaba y al mismo tiempo tarareaba la música con la cabeza y con las manos avanzando un forte con el puño cerrado y siguiendo un pianissimo con la mano abierta y hacia abajo, bajando una escalera musical invisible, imaginaria, y parecía un maestro de sordomudos traduciendo un discurso. Me acordé de Belinda y casi me pareció Lew Ayres, en su cara el más honesto de los clichés dramáticos, conversando en silencio con Jayne Wyman frente a la admiración o a la ignorancia, de todas formas mudas, de Charles Bickford y Agnes Moorehead.
 -¿No puedes oír cómo el viejo Bach juega en la tonalidad en re, cómo construye sus imitaciones, cómo hace las variaciones imprevisiblemente pero donde el tema lo permite y lo sugiere y no antes, nunca después, y a pesar de ello logra sorprender? ¿No te parece un esclavo con toda la libertad? Ah, viejito, es mejor que Offenbach, te lo juro, porque está here, hier, ici, aquí en esta tristeza habanera y no en una alegría parisién.»
 [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Seix Barral, 1979. ISBN: 84-322-2671-8.]

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