lunes, 19 de agosto de 2019

El apache blanco.- Thomas Jeier (1947)

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«-Soy Kaywaykla -dijo-, pero no pronuncies nunca este nombre. Los demás me llaman Nariz Corva.
 Entre los blancos un nombre así habría sido un insulto, pero los apaches encontraban especial satisfacción en darse unos a otros nombres peregrinos. Sólo podían utilizar sus nombres verdaderos en momentos especialmente importantes o festivos. A Jerónimo o Goyatlay, que era su nombre indio, todos le llamaban nantan, es decir, jefe; mi nuevo padre Nahilzay era conocido como Pequeño Hombre Gordo y este muchacho se llamaba Nariz Corva. Había incluso hombres que se llamaban Rata del Desierto o Lagarto Astuto y ninguno de ellos se sentía humillado por tales nombres.
 -Me llamo Santiago McKinn -dije-. Puedes llamarme Santiago. El dios de los hombres blancos no se enfada si pronuncias mi nombre de pila.
 -¿Por eso tienen dos nombres los pindahs?
 Tuve que sonreír.
 -Ni idea, nunca he pensado en ello.
 -Santiago -repitió.
 El nombre le gustó, quizá porque muchos apaches recibían nombres mexicanos, nombres de blancos. No todos eran tan eufónicos como Jerónimo o Mangas. Había un apache que se llamaba el Diablo. No sabía lo que Santiago significaba. Probablemente, para él no tenía ningún significado.
 -Santiago -dijo otra vez.
 -Nariz Corva -repetí lentamente.
 Estreché su mano, apretándola cuatro veces, como había visto hacer a Nahilzay. Entre los apaches el cuatro era un número que daba suerte. El chico me miró ceremoniosamente y luego hizo retroceder a su poni.
 -Asooga -le grité.
 Después de este incidente me sentí mejor y no sólo por el bandana que evitaba que me cayera el sudor y paliaba algo las fatigas del cabalgar. Un muchacho apache se había hecho amigo mío. Precisamente Nariz Corva, que sólo hacía dos días había arremetido furioso contra mí, me aceptaba como igual. Ya no era un prisionero, un odiado pindah, sino un bedonkohe como todos los demás. Esa misma tarde, cuando acampamos en un cañón, supe lo valiosa que era esta nueva amistad. Ya no me sentí solo. Además de Nahilzay y sus dos mujeres y mi nuevo amigo, Nariz Corva, también los demás muchachos se interesaban por mí, reían y bromeaban conmigo y querían saber detalles sobre mí, para conocerme mejor.
 -¿Por qué la mayoría de los pindahs viven en grandes poblaciones y casas de piedra? -preguntó uno.
 -¿Por qué llevan los blancos botas rígidas con las que apenas se puede caminar? -quiso saber otro.
 Me acribillaban a preguntas y me esforcé por contestarlas todas, aunque algunas veces tuviera que pensar largamente la respuesta.
 -En las casas de piedra hace bastante fresco -dije-, mucho más fresco que en un wickiup (1). No entran tantas moscas si uno cierra siempre la puerta tras de sí y se tiene más sitio para los muebles... Camas, mesas y demás.
 Contestaba en español, ya que la mayoría de los muchachos entendían muy bien ese idioma.
 -¿Por qué vivís en chozas de arbustos? -pregunté, aunque ya suponía la respuesta.
 -Ya lo has visto -arguyó Nariz Corva-. Estamos continuamente huyendo y tenemos que estar preparados para desaparecer con rapidez. Podemos abandonar los wickiups en un santiamén. En cambio, vosotros no podéis ni derribar ni quemar vuestras casas de piedras, aunque tenéis la ventaja de no veros obligados a transportarlas de un lugar a otro.
 Naturalmente, no sólo hablamos sobre casas. Charlamos también de armas y soldados, sobre Dios y todo lo que nos planteaba algún interrogante. Mexicanos y americanos viven de una forma totalmente diferente de los apaches y los chicos querían saber los motivos. Por qué muchos pindahs tenían el cabello tan claro, por qué las mujeres llevaban tantos vestidos, por qué los pindahs no se comían sus caballos cuando ya no servían para otra cosa, por qué los blancos eran siempre tan ruidosos, por qué pegaban a sus niños y por qué les daban constantemente órdenes.
 La última pregunta me interesó de una manera especial. Me había llamado la atención que los bedonkohe no castigaban nunca a sus hijos, ni les daban bofetadas y ni siquiera les gritaban. Los niños podían permanecer levantados todo el tiempo que quisieran y moverse con libertad. Mi padre era el mejor padre del mundo, pero también a él se la había escapado la mano alguna vez. Si no llegaba a comer puntualmente o si me manchaba el traje de los domingos, siempre me caía una bofetada. Y si yo hacía una trastada más seria y mi padre estaba especialmente nervioso, se quitaba el cinturón y me zurraba.
 Entre los bedonkohe no pasaba nunca eso. Tampoco podía explicarme por qué los padres blancos pegaban a sus hijos. Únicamente observaba que los niños apaches también obedecían sin insultos ni golpes. Permanecían callados cuando hablaban los mayores, ayudaban a sus padres a colocar en su sitio las provisiones, siempre eran educados y atentos, y sabían respetar a los guerreros como Nahilzay, Ulzana o Jerónimo, dignos de la consideración de todo el pueblo. De otra forma no habría sido posible sobrevivir en aquellas tierras salvajes. Cuando se estaba constantemente huyendo y se vivía en una de las regiones más inhóspitas de Nuevo México, era necesario confiar los unos en los otros. Había que entenderse a ciegas, porque cualquier palabra equivocada o falso movimiento podía significar la muerte. En un poblado blanco, cuando uno está malhumorado y no quiere hablar con nadie, se retira a su casa. Entre los bedonkohe esto no era posible. Estaban en estrecha dependencia unos de otros, y el bien de toda la tribu, condicionado a su buen entendimiento mutuo. El grito de un niño podía alarmar a los soldados, así que los padres no les pegaban; la reprimenda de un padre podía delatar la posición al enemigo, de modo que los niños no le daban motivo para ella. Era así de sencillo.»
 (1) Wickiup: choza de arbustos.
 [El texto pertenece a la edición en español de Ediciones SM, 1994, en traducción de Luis Astorga. ISBN: 84-348-2744-1.]

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