martes, 6 de agosto de 2019

Las ninfas.- Francisco Umbral (1932-2007)

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«Pero la vida no sólo me deparaba modelos, sino que me forjaba dobles, y me los ponía delante: así, el caso de Cristo-Teodorito, aquel niño que era como mi hermano falso (yo no tenía hermanos) y que las vecindonas del barrio confundían conmigo.
 Cristo-Teodorito era no sólo un modelo a imitar, sino la realización ideal de mí mismo fuera de mí, un chico que se me parecía físicamente, pero en más bello, y que además era un estudiante ejemplar, un camarada correcto, un hijo modelo de una familia cristiana. Los padres de Cristo-Teodorito (que vivía dos puertas más allá de la mía) eran un matrimonio feliz, o que hacían denodados y resignados esfuerzos de clase media por parecerlo.
 El padre de Cristo-Teodorito, irreprochable funcionario municipal, era un señor alto, delgado, grave, un señor hecho de pausas y tabaco, de fiestas de guardar y estricto cumplimiento del deber. Todo un señor. El padre de Cristo-Teodorito era puntual, muy puntual, y todas las mañanas del año salía de casa a las nueve en punto, para estar a las nueve y media en su empleo municipal, haciendo el mismo recorrido, por las mismas calles y al mismo paso, durante cuarenta años. En invierno llevaba sombrero (el sombrero no se lo quitaba nunca) y bufanda, una bufanda roja que, ahora que lo pienso, debiera haberle restado gravedad a su figura de hidalgo manchego, pero no se la quitaba en absoluto. En el padre de Cristo-Teodorito hubiera quedado grave incluso una bata de cola.
 En verano, el padre de Cristo-Teodorito iba con el traje del verano, de todos los veranos, siempre el mismo, un traje ligero y grisáceo al que el paso del tiempo había dado aún más levedad, más ligereza, más frescor, dejándolo casi transparente. La esposa de este señor le despedía en el alto mirador de la casa, todos los días del año, y el vecindario entero asistía a esta ceremonia y comprendía que eran un matrimonio feliz, la encarnación de la familia cristiana que venía en las hojas parroquiales evangélicamente retratada. En el buen tiempo, sí, el padre de Cristo-Teodorito, además de su eterno traje de verano o entretiempo, llevaba el periódico en la mano, el periódico más católico de la ciudad, y lo iba leyendo sin perder su paso, su ritmo, sin confundirse de calles, con la larga boquilla del cigarrillo en la boca. Naturalmente, sus retornos al hogar, a mediodía y por la tarde, eran también puntuales, exactos, calculados, infalibles y tranquilos, hasta el punto de que muchas familias se regían horariamente por las apariciones y desapariciones de aquel señor.
 Uno de mis profesores nocturnos y ocasionales en aquellas asignaturas dispersas, absurdas y confusas que yo iba cursando para integrarme en los reinos de la burocracia, fue el padre de Cristo-Teodorito, que dedicaba las horas libres de la oficina a dar clases particulares en el hogar, en torno a una mesa camilla, cerca del mirador por donde le despedía su santa esposa cada mañana, y que con desconcertante frecuencia me metía en el bolso el sobrecito azul de una nueva factura, los honorarios por su sabiduría administrativa: « Esto para tu mamá». Y mi mamá aceptaba, al principio con cortesía, luego con resignación y finalmente con escándalo, los apremios económicos de aquel señor tan grave, hasta que se decidió, en consejo familiar, privarme de la alta ciencia administrativo-local de aquel señor, decisión que yo asumí con salvaje y contenida alegría.
 Como profesor, el padre de Cristo-Teodorito había resultado irónico, menos temible de lo que yo imaginaba, o temible por otros conceptos inesperados, pues me aplicaba la burla más que la reprimenda, la reticencia más que el castigo y el sobre más que el ejemplo.
 Cristo-Teodorito, por su parte, con aquel padre tan recto, había salido un chico formal, listo, estudioso, alegre, cristiano, ejemplar. Tenía otros hermanos varones, que andaban perdidos por oscuros oficios manuales y tardías vocaciones religiosas, y esta confusión del resto de la familia contribuía a resaltar, distinguir y contrastar las virtudes y excelencias de Cristo-Teodorito, que llevaba muy bien el bachillerato y tenía el propósito decidido, claro y realizable a corto plazo, de cursar Leyes, que quizá era lo que le hubiera gustado ejercer a su padre, ya que la familia creía en el Derecho Civil como en el Evangelio, y en el Evangelio como en el Derecho Civil. O sea que creían en cosas.
 Ya de muy pequeños, cuando yo andaba enredado en las peleas callejeras, sucio de arena y rojo de sangre, Cristo-Teodorito cruzaba por entre nosotros, los golfos de la calle, limpio y aseado, camino de la congregación, sin mezclarse para nada en nuestra piratería, en nuestro filibusterismo de niños salvajes, con hambre, lujuria y desesperación. Y luego, en los años adolescentes, CristoTeodorito se dignó ser mi camarada, mi amigo de algunos ratos, el chico que iba a casa a visitarme (y entonces había que adecentarlo todo rápidamente) o que me hacía compañía cuando yo estaba en cama y él se convertía en mi amigo íntimo, llenando así la ausencia de Miguel San Julián.
 Nuestro parecido físico (él, además de tener el pelo rubio, lo tenía hermosamente rizado) subrayaba aquel enfrentamiento tácito que había entre él y yo, enfrentamiento al que asistía todo el barrio, y que hacía de mi doble una versión muy superior de mí mismo, mucho más idealizada, perfumada, organizada y prometedora. Es fácil y frecuente que tengamos un doble en la vida, un modelo de nosotros mismos (a casi todo el mundo le ocurre) y esto es torturante, tanto si superamos al modelo como si no, porque siempre se vive tiranizado por esa confrontación constante, y esto no hace sino revelar el fondo irónico de la existencia humana, ese vivir dramáticamente en un mundo que no es dramático (como leía yo por entonces en un filósofo escondido), porque el drama lo ponemos nosotros, y seguramente el doble, el modelo, también nos lo inventamos nosotros. Mas allí estaba Cristo-Teodorito, limpio, sano, sonriente, viniendo de su bachillerato y yendo a la congregación (adonde me llevaría algún día) y allí estaba yo, enfermo en la cama, o rendido de mi trabajo y mis estudios de todo el día, o de mis correrías con Miguel San Julián, detrás de las chicas, y cuando hablábamos de literatura, Cristo-Teodorito siempre tenía datos del latín y del griego para aportar, datos de su bachillerato brillantísimo, mientras que yo sólo podía aducir una cultura caótica, casual, más que causal, una cultura dispersa, salvaje, autodidacta y romántica.
 No es que yo quisiera ser como Cristo-Teodorito. Yo me buscaba modelos en la vida, pero la vida me ofrecía dobles. Un modelo incita, mejora, ennoblece, despierta el sentido emulativo. Pero un doble hastía, desmoraliza y desconcierta. El modelo se elige y el doble te lo imponen. Cristo-Teodorito era la burla sublime de lo que yo no era. Un espejo que la vida, ya tan temprano, me ponía delante. Es lo que pasa, supongo, con los hermanos. Debe ser funesto tener hermanos, que si son superiores a uno, lo anulan, y si son inferiores, lo envilecen con la común mediocridad familiar y consanguínea. Uno puede elegir, lleno de sentido sadomasoquista, y como animal adorador que es el hombre, los más sublimes modelos humanos de la historia, de la literatura o de su barrio, pero es difícil que uno pueda aprender, tomar o asimilar nada de un hermano, un padre o un pariente glorioso, porque lo tiene demasiado cerca para respetarlo y demasiado lejos (dentro de las familias hay distancias inmensas y secretas) para imitarlo. Claro que Cristo-Teodorito, dentro de la familia ideal que era la suya, sí había aprendido de su padre a llevar un pañuelo planchado asomando por el bolsillo alto de la chaqueta, y otro pañuelo planchado, en el pantalón, para limpiarse la nariz y volver a doblarlo, pero yo creo que la dignidad se la confería el hijo al padre, más que el padre al hijo, pues el padre tenía un hijo que iba para doctor en Leyes, mientras que el hijo sólo tenía un padre que iba a la oficina, a un modesto empleo municipal, y estas cosas se saben, las sabe el subconsciente, aunque parezca que no. Quizás, lo que había entre ellos era un pacto secreto, un pacto que ellos mismos ignoraban, de modo que el chico vivía de superar sádicamente el modelo ya anticuado del padre, mientras el padre vivía de la gloria jurídica y venidera del hijo. Intuía yo por entonces que las mejor trabadas familias se sustentan siempre en estos pactos inconfesables, en estos entrecruces egoístas y subconscientes. Y Cristo-Teodorito se pasaba la tarde entera conmigo, yo en la cama y él muy planchado en una butaca, hablando de literatura, mientras de la habitación azul nos llegaba el laúd melancólico e insistente de mi primo.
 Cristo-Teodorito, sí, me llevaría una tarde a la congregación, a aquella congregación de frailes y jóvenes castos que él tanto frecuentaba, y en la que se podía jugar a las damas, al fútbol, al ajedrez, al parchís, etc., y además y sobre todo, leer libros autorizados por la Iglesia, orar varias veces en la tarde y escribir en una revista mensual, entre piadosa y pedante, que financiaban los congregantes, y que a mí, a pesar de todo, me atraía con su olor acre de tinta de imprenta, por encima del olor de las velas, los lirios y las flores a María.»

 [El texto pertenece a la edición en español de Editorial Planeta. ISBN: 97-884-08101-00-0.] 

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