«Pero la vida no sólo me deparaba modelos, sino que me
forjaba dobles, y me los ponía delante: así, el caso de Cristo-Teodorito, aquel
niño que era como mi hermano falso (yo no tenía hermanos) y que las vecindonas
del barrio confundían conmigo.
Cristo-Teodorito
era no sólo un modelo a imitar, sino la realización ideal de mí mismo fuera de
mí, un chico que se me parecía físicamente, pero en más bello, y que además era
un estudiante ejemplar, un camarada correcto, un hijo modelo de una familia
cristiana. Los padres de Cristo-Teodorito (que vivía dos puertas más allá de la
mía) eran un matrimonio feliz, o que hacían denodados y resignados esfuerzos de
clase media por parecerlo.
El padre de
Cristo-Teodorito, irreprochable funcionario municipal, era un señor alto,
delgado, grave, un señor hecho de pausas y tabaco, de fiestas de guardar y
estricto cumplimiento del deber. Todo un señor. El padre de Cristo-Teodorito
era puntual, muy puntual, y todas las mañanas del año salía de casa a las nueve
en punto, para estar a las nueve y media en su empleo municipal, haciendo el
mismo recorrido, por las mismas calles y al mismo paso, durante cuarenta años.
En invierno llevaba sombrero (el sombrero no se lo quitaba nunca) y bufanda,
una bufanda roja que, ahora que lo pienso, debiera haberle restado gravedad a
su figura de hidalgo manchego, pero no se la quitaba en absoluto. En el padre
de Cristo-Teodorito hubiera quedado grave incluso una bata de cola.
En verano, el padre
de Cristo-Teodorito iba con el traje del verano, de todos los veranos, siempre
el mismo, un traje ligero y grisáceo al que el paso del tiempo había dado aún
más levedad, más ligereza, más frescor, dejándolo casi transparente. La esposa
de este señor le despedía en el alto mirador de la casa, todos los días del año,
y el vecindario entero asistía a esta ceremonia y comprendía que eran un
matrimonio feliz, la encarnación de la familia cristiana que venía en las hojas
parroquiales evangélicamente retratada. En el buen tiempo, sí, el padre de
Cristo-Teodorito, además de su eterno traje de verano o entretiempo, llevaba el
periódico en la mano, el periódico más católico de la ciudad, y lo iba leyendo
sin perder su paso, su ritmo, sin confundirse de calles, con la larga boquilla
del cigarrillo en la boca. Naturalmente, sus retornos al hogar, a mediodía y
por la tarde, eran también puntuales, exactos, calculados, infalibles y
tranquilos, hasta el punto de que muchas familias se regían horariamente por
las apariciones y desapariciones de aquel señor.
Uno de mis
profesores nocturnos y ocasionales en aquellas asignaturas dispersas, absurdas
y confusas que yo iba cursando para integrarme en los reinos de la burocracia,
fue el padre de Cristo-Teodorito, que dedicaba las horas libres de la oficina a
dar clases particulares en el hogar, en torno a una mesa camilla, cerca del
mirador por donde le despedía su santa esposa cada mañana, y que con
desconcertante frecuencia me metía en el bolso el sobrecito azul de una nueva
factura, los honorarios por su sabiduría administrativa: « Esto para tu mamá».
Y mi mamá aceptaba, al principio con cortesía, luego con resignación y
finalmente con escándalo, los apremios económicos de aquel señor tan grave, hasta
que se decidió, en consejo familiar, privarme de la alta ciencia
administrativo-local de aquel señor, decisión que yo asumí con salvaje y
contenida alegría.
Como profesor, el
padre de Cristo-Teodorito había resultado irónico, menos temible de lo que yo
imaginaba, o temible por otros conceptos inesperados, pues me aplicaba la burla
más que la reprimenda, la reticencia más que el castigo y el sobre más que el
ejemplo.
Cristo-Teodorito,
por su parte, con aquel padre tan recto, había salido un chico formal, listo,
estudioso, alegre, cristiano, ejemplar. Tenía otros hermanos varones, que
andaban perdidos por oscuros oficios manuales y tardías vocaciones religiosas,
y esta confusión del resto de la familia contribuía a resaltar, distinguir y
contrastar las virtudes y excelencias de Cristo-Teodorito, que llevaba muy bien
el bachillerato y tenía el propósito decidido, claro y realizable a corto
plazo, de cursar Leyes, que quizá era lo que le hubiera gustado ejercer a su
padre, ya que la familia creía en el Derecho Civil como en el Evangelio, y en
el Evangelio como en el Derecho Civil. O sea que creían en cosas.
Ya de muy pequeños,
cuando yo andaba enredado en las peleas callejeras, sucio de arena y rojo de
sangre, Cristo-Teodorito cruzaba por entre nosotros, los golfos de la calle,
limpio y aseado, camino de la congregación, sin mezclarse para nada en nuestra
piratería, en nuestro filibusterismo de niños salvajes, con hambre, lujuria y desesperación.
Y luego, en los años adolescentes, CristoTeodorito se dignó ser mi camarada, mi
amigo de algunos ratos, el chico que iba a casa a visitarme (y entonces había
que adecentarlo todo rápidamente) o que me hacía compañía cuando yo estaba en
cama y él se convertía en mi amigo íntimo, llenando así la ausencia de Miguel
San Julián.
Nuestro parecido
físico (él, además de tener el pelo rubio, lo tenía hermosamente rizado)
subrayaba aquel enfrentamiento tácito que había entre él y yo, enfrentamiento
al que asistía todo el barrio, y que hacía de mi doble una versión muy superior
de mí mismo, mucho más idealizada, perfumada, organizada y prometedora. Es
fácil y frecuente que tengamos un doble en la vida, un modelo de nosotros
mismos (a casi todo el mundo le ocurre) y esto es torturante, tanto si
superamos al modelo como si no, porque siempre se vive tiranizado por esa
confrontación constante, y esto no hace sino revelar el fondo irónico de la
existencia humana, ese vivir dramáticamente en un mundo que no es dramático
(como leía yo por entonces en un filósofo escondido), porque el drama lo
ponemos nosotros, y seguramente el doble, el modelo, también nos lo inventamos
nosotros. Mas allí estaba Cristo-Teodorito, limpio, sano, sonriente, viniendo
de su bachillerato y yendo a la congregación (adonde me llevaría algún día) y
allí estaba yo, enfermo en la cama, o rendido de mi trabajo y mis estudios de
todo el día, o de mis correrías con Miguel San Julián, detrás de las chicas, y
cuando hablábamos de literatura, Cristo-Teodorito siempre tenía datos del latín
y del griego para aportar, datos de su bachillerato brillantísimo, mientras que
yo sólo podía aducir una cultura caótica, casual, más que causal, una cultura
dispersa, salvaje, autodidacta y romántica.
No es que yo
quisiera ser como Cristo-Teodorito. Yo me buscaba modelos en la vida, pero la
vida me ofrecía dobles. Un modelo incita, mejora, ennoblece, despierta el
sentido emulativo. Pero un doble hastía, desmoraliza y desconcierta. El modelo
se elige y el doble te lo imponen. Cristo-Teodorito era la burla sublime de lo
que yo no era. Un espejo que la vida, ya tan temprano, me ponía delante. Es lo
que pasa, supongo, con los hermanos. Debe ser funesto tener hermanos, que si
son superiores a uno, lo anulan, y si son inferiores, lo envilecen con la común
mediocridad familiar y consanguínea. Uno puede elegir, lleno de sentido
sadomasoquista, y como animal adorador que es el hombre, los más sublimes
modelos humanos de la historia, de la literatura o de su barrio, pero es difícil
que uno pueda aprender, tomar o asimilar nada de un hermano, un padre o un
pariente glorioso, porque lo tiene demasiado cerca para respetarlo y demasiado
lejos (dentro de las familias hay distancias inmensas y secretas) para
imitarlo. Claro que Cristo-Teodorito, dentro de la familia ideal que era la
suya, sí había aprendido de su padre a llevar un pañuelo planchado asomando por
el bolsillo alto de la chaqueta, y otro pañuelo planchado, en el pantalón, para
limpiarse la nariz y volver a doblarlo, pero yo creo que la dignidad se la
confería el hijo al padre, más que el padre al hijo, pues el padre tenía un
hijo que iba para doctor en Leyes, mientras que el hijo sólo tenía un padre que
iba a la oficina, a un modesto empleo municipal, y estas cosas se saben, las
sabe el subconsciente, aunque parezca que no. Quizás, lo que había entre ellos
era un pacto secreto, un pacto que ellos mismos ignoraban, de modo que el chico
vivía de superar sádicamente el modelo ya anticuado del padre, mientras el padre
vivía de la gloria jurídica y venidera del hijo. Intuía yo por entonces que las
mejor trabadas familias se sustentan siempre en estos pactos inconfesables, en
estos entrecruces egoístas y subconscientes. Y Cristo-Teodorito se pasaba la
tarde entera conmigo, yo en la cama y él muy planchado en una butaca, hablando
de literatura, mientras de la habitación azul nos llegaba el laúd melancólico e
insistente de mi primo.
Cristo-Teodorito,
sí, me llevaría una tarde a la congregación, a aquella congregación de frailes
y jóvenes castos que él tanto frecuentaba, y en la que se podía jugar a las
damas, al fútbol, al ajedrez, al parchís, etc., y además y sobre todo, leer
libros autorizados por la Iglesia, orar varias veces en la tarde y escribir en
una revista mensual, entre piadosa y pedante, que financiaban los congregantes,
y que a mí, a pesar de todo, me atraía con su olor acre de tinta de imprenta,
por encima del olor de las velas, los lirios y las flores a María.»
[El texto pertenece a la edición en español de Editorial Planeta. ISBN: 97-884-08101-00-0.]
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