4.-Los primeros sobresaltos de la maternidad
«Puso la comida de Nnaife en la mesa, colocó el cuenco de agua para las manos a la distancia conveniente y, en contra de su naturaleza y su costumbre, se sentó y le miró mientras comía.
Al cabo de unos cuantos bocados, Nnaife levantó la vista.
-Te quedas mirándome como si no quisieras que me comiera lo que has cocinado. Ya sabes que una mujer no puede hacer eso.
-Eso vale en Ibuza, aquí no -dijo Nnu Ego.
-Bueno, estemos en Ibuza o no, sigo siendo tu marido y un hombre. No deberías estar ahí sentada mirándome.
-¿Un hombre, eh? ¡Vaya un hombre!
-¿Pero qué dices? ¿No he pagado tu dote? ¿No soy tu dueño? ¿Sabes? Me estás cansando con esos aires que te das. Ya sé que eres la hija de Agdabi. Qué pena que no se casara contigo para que te quedaras con él para siempre. Si vas a ser mi mujer, tendrás que aceptar mi trabajo, mi modo de vida. No te voy a consentir esto. A ver si lo entiendes. De momento, sal de aquí y vete a cotillear con Cordelia, déjame terminar la comida en paz.
Nnu Ego se levantó enfadada y declaró:
-Si te hubieras atrevido a venir a pedir mi mano a la casa de mi padre, mis hermanos te habrían echado. Mi familia sólo me dejó venir aquí porque pensaron que eras como tu hermano, no así. Si las cosas hubieran salido como debían, no habría dejado la casa de Amatokwu para venir a vivir con un hombre que lava la ropa interior de las mujeres. ¡Menudo hombre!
A pesar de estar dolido, Nnaife miró a Nnu Ego como si no la hubiera visto nunca. ¡Vaya! La mujer estaba cambiando. Era guapa cuando llegó, pero no tanto: la frente alta con las marcas tribales de la hija de un jefe, el cuerpo todavía delgado que parecía resaltar el aspecto fofo del suyo, aquel cuello esbelto... ¿por qué tenía el cuello tan rígido? Debía de ser el peinado que llevaba, con las trenzas demasiado apretadas. Y aquellos pechos, ¿no parecían demasiado grandes? Nnaife trató de recordar el aspecto que tenían cuando la vio por primera vez, pero no pudo; lo único que sabía es que ahora estaban más grandes. Sí, algo le estaba pasando. De todas formas no iba a permitir a Nnu Ego que comparara la vida con él con la que llevaba con su primer marido.
-Qué pena que tu querido Amatokwu te pegara una paliza que casi te deja muerta porque no le diste un hijo. Mírate al espejo, tienes toda la pinta de estar embarazada y no estabas así cuando viniste. ¿Qué más puede querer una mujer? Te he dado una casa y si todo va bien, el niño que queréis tú y tu padre, y todavía sigues ahí sentada con esa mirada de odio. Como vuelvas a mencionar en esta casa el nombre de Amatokwu, te daré la paliza más grande de tu vida. ¡Eres una egoísta y una mimada! Tú, que hiciste que se dudara de la virilidad de Amatokwu hasta hacerle casarse otra vez y tener muchos hijos seguidos, ahora vienes aquí, donde no te he presionado en absoluto para que te quedaras embarazada al primer mes y dices todas estas tonterías.
-No sólo eres feo sino que tienes la capacidad de destrozar los sueños de los demás. Creía que cuando le dijera a mi marido que esperaba un niño debía decírselo de una manera más bonita...
-Sí, quizás a la luz de la luna, o en una alfombra de piel de cabra junto al fuego.
-¡No voy a escuchar tus bobadas! -gritó Nnu Ego, compadeciéndose de sí misma. ¡Y que todo se reduzca a esto...!
-Bueno, si estás embarazada, créeme, espero por Dios que lo estés, todavía hay otro problema. ¿Qué dirán en la iglesia? No ha habido boda religiosa. Si no me caso contigo por la iglesia retirarán nuestros nombres del registro y a la señora no le hará ninguna gracia. Puedo incluso perder el trabajo. Así que sé discreta, ¿de acuerdo? Ubani, el cocinero tuvo que casarse con su mujer por la iglesia para no perder el trabajo.
Mientras decía todo esto, Nnu tenía una sensación de mareo que la iba invadiendo poco a poco. ¡Tener que callarse un acontecimiento tan feliz sólo por una vieja arrugada de piel ajada como la carne de cerdo! Si Nnaife lo hubiera dicho por el doctor Meers, Nnu Ego lo hubiera aceptado; pero no por aquella especie de mujer que no llevaría como ofrenda ni a un dios enemigo. Ay, madre querida, ¿qué hombre era éste con quien vivía? ¿Cómo podía aquella situación despojar a un hombre de su virilidad sin que se diera cuenta? Se dio media vuelta como un huracán para decirle a la cara lo que pensaba.
-¡Te comportas como un esclavo! Parece que tienes que ir a pedirle permiso por todo, ir a preguntarle: "Señora vieja apergaminada, por favor, ¿puedo acostarme con mi mujer esta noche?" ¿Tienes que asegurarte cada día de que las bragas apestosas que lleva están bien lavadas y planchadas antes de venir a tocarme? A mí, Nnu Ego, la hija de Agbadi de Ibuza. ¡Qué poca vergüenza tienes! Jamás me casaré contigo por la iglesia. Y si te echa por eso, me volveré a casa de mi padre. Quiero vivir con un hombre, no con un afeminado.
Nnaife se rio con cinismo y comentó:
-Me pregunto qué buen padre acogería a su hija embarazada en su casa, sólo porque el trabajo de su yerno no le gusta a la chica. Todo el mundo sabe cómo defiende tu padre los principios tradicionales. Me gustaría verle la cara cuando tú le dijeras que no te gusta el segundo marido que te ha elegido, especialmente cuando tu chi ha aceptado el matrimonio al permitir quedarte embarazada. Si no estuvieras embarazada, sería más comprensible. Pero no ahora que los dioses han legalizado nuestro matrimonio, Nnu Ego, hija de Agbadi. Como ya dije, tendrás que hacer lo que yo te diga. Tu padre no puede ayudarte ahora.
-¡Ni siquiera te alegra verme embarazada, la alegría más grande de mi vida!
-Por supuesto que me hace feliz saber que soy un hombre, sí, que puedo dejar embarazada a una mujer. Pero cualquier hombre puede hacer eso. ¿Qué quieres que haga? ¿Cuántos niños nacen en esta ciudad cada día? Lo único que haces es buscar una excusa para que nos peleemos. Vete a provocar a tu amiga Cordelia. A mí déjame en paz. Acuérdate, de todas formas, de que sin mí no podrías estar esperando ese niño.
En el calor de la emoción, una voz más calmada le dijo en su interior: "Sí, sin él, no podría llegar a ser madre". Se echó a llorar. Gemidos amargos de enfado y frustración que hicieron temblar todo su cuerpo. Nnaife estaba allí de pie, con los brazos colgando. No sabía qué pensar, ni cómo reaccionar. Lo único que se le ocurrió decir fue:
-Si me quedo sin trabajo, ¿quién os alimentará a ti y al niño y a los demás hijos que me vas a dar?»
[El texto pertenece a la edición en español de Ediciones Zanzíbar, 2004, en traducción de Maya G. Vinuesa. ISBN: 84-932898-6-8.]
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